Essay
Pensando en Cuba

Pensando en Cuba

Maarten Van Delden

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La primera vez que supe de la existencia de Cuba fue el día 5 de junio de 1968. En las clases de introducción a la cultura latinoamericana que actualmente enseño en la UCLA, cuando llegamos a la sección sobre Cuba, siempre les pregunto a mis alumnos, “¿Saben ustedes qué evento histórico ocurrió el 5 de junio de 1968? ¿Aquí mismo, en la ciudad de Los Ángeles?” Es poco frecuente que algún estudiante de la clase sepa la respuesta a mi pregunta.

El 5 de junio de 1968 fue asesinado Robert F. Kennedy en un hotel del centro de Los Ángeles donde acababa de celebrar un mitin de su campaña presidencial. En aquella época yo era alumno de un colegio anglo-americano en Castelldefels, un pueblo en la costa al sur de Barcelona. Tenía nueve años. Recuerdo la tarde soleada del 5 de junio cuando fuimos llamados a asistir a una asamblea general del colegio en el patio de recreo en frente de la entrada al edificio al que se llegaba subiendo una amplia escalera. Nuestro profesor de historia y geografía, Mr. Mooney, de nacionalidad irlandesa, se encontraba arriba de la escalera y pidió silencio. Compartió la noticia de la muerte de Robert F. Kennedy con lágrimas en los ojos. En ese mismo momento un alumno de mi edad empezó a celebrar la noticia con un pequeño baile y saltos en el aire. Creo recordar que gritó “yay” varias veces. Su conducta le valió una reprimenda de Mr. Mooney.

El joven se llamaba Marcus (o Marcos) González. No es posible que yo haya entendido en ese momento el significado o la causa de su reacción ante la noticia del asesinato de Kennedy. Lo debo de haber descifrado más tarde, no sé si por mi cuenta o con la ayuda de mi padre, a quien probablemente le haya contado lo que sucedió en mi colegio aquella tarde. Marcus González era cubano. Su familia se había exiliado en España después de la llegada al poder de Fidel Castro. Muchos exiliados cubanos odiaban a los Kennedy a quienes culpaban de haber abandonado a Cuba después de la crisis de los misiles de octubre de 1962. Encontré difícil de creer que un muchacho de mi edad tuviera suficiente consciencia política para celebrar la muerte de un enemigo de su bando. Mr. Mooney le explicó con firmeza a Marcus que uno no debía alegrarse por la muerte de otro ser humano.

II.

A principios de los años ochenta yo vivía en Holanda. Un día, vi un documental sobre Cuba en la televisión. De ese documental conservo dos imágenes. La primera es de una turbamulta en las calles de alguna ciudad cubana, probablemente La Habana, gritando insultos a los cubanos que habían decidido aprovechar la decisión de Fidel Castro de abrir el puerto de Mariel para salir del país. El año era 1980 y más de 125.000 cubanos abandonaron la isla. A los refugiados los llamaban los marielitos. El gobierno cubano organizó actos de repudio en las que la gente se congregaba en las calles para agredir verbalmente y a veces incluso físicamente a las personas que se dirigían al puerto de Mariel. Nunca he olvidado esas escenas que me llenaban de horror.

El otro fragmento del documental que ha permanecido en mi memoria transcurre en una biblioteca. Aparecen dos o tres bibliotecarias—todas mujeres—en una sala donde se ven muy pocos libros. El reportero de la televisión holandesa les hace una serie de preguntas. “¿Disponen de libros de Jorge Luis Borges en la biblioteca?” Las bibliotecarias niegan con la cabeza. “¿Y de Carlos Fuentes?” Misma respuesta. Nadie entra en detalle ni trata de ofrecer alguna explicación. Se registra un hecho, nada más.

Otro día, en esa misma época, leí una entrevista en el semanario Vrij Nederland con el novelista Harry Mulisch, uno de los grandes de la literatura neerlandesa de la posguerra. Lo único que recuerdo de esa entrevista de hace más de cuarenta años es que Mulisch defendía a la Revolución cubana. No recuerdo sus argumentos, sólo que compartía sus opiniones con mucha convicción y cierto orgullo.

Muchos años después, descubrí que Mulisch había escrito un libro sobre la Revolución cubana a raíz de dos visitas a la isla, la primera en julio y agosto de 1967, la segunda en enero de 1968. El libro, que se titula Het woord bij de daad: Getuigenis van de revolutie op Cuba [La palabra y la acción: testimonio de la Revolución en Cuba], publicado en 1968, ofrece una visión uniformemente favorable de la Revolución. Según Mulisch, el racismo ha desaparecido de la isla, la prostitución ha sido abolida, los casinos han sido cerrados y el juego ha sido eliminado. El pueblo cubano lucha con entusiasmo para crear el nuevo hombre, impulsado por los ideales más elevados, sin preocuparse por ninguna cuestión material, los artistas no sufren de ningún tipo de censura, el país disfruta de una verdadera democracia y rehúsa a repetir los errores de la Unión Soviética, y, por último, tiene un líder—Fidel—que está totalmente compenetrado con su pueblo. Según Mulisch, Fidel es Cuba.

A raíz del caso Padilla, Mulisch escribiría otro libro sobre Cuba, más breve, en el que seguiría defendiendo al régimen de la isla, a pesar del encarcelamiento del poeta Heberto Padilla, acto que había provocado una fuerte protesta entre los intelectuales europeos y latinoamericanos. En ese librito, el autor neerlandés reconoce que en el relato que escribió sobre sus viajes a Cuba en 1967 y 1968 había eliminado toda crítica y dejado fuera cualquier impresión negativa que pudo haberse llevado de la Revolución. Dice que no quería darle armas al enemigo. Parece que no entendió que distorsionar la realidad iba a minar su credibilidad.

En su testimonio sobre Cuba, se refleja el interés de Mulisch por la filosofía, un importante elemento de su obra novelística. Su libro abre con un improbable contraste entre la Cuba revolucionaria como el dominio de lo temporario, la fluidez y el movimiento, y los países capitalistas como representantes de la eternidad y la cosificación. Las partes más animadas del libro, sin embargo, y donde se ve con claridad qué es lo que realmente apasionaba a Mulisch, son las escenas donde aparecen Fidel y sus comandantes.

El 26 de julio de 1967, Mulisch asiste en la ciudad de Santiago al acto de conmemoración del asalto al cuartel de Moncada con el que había empezado la Revolución catorce años antes. En el podio se encuentran los comandantes revolucionarios, todos en uniforme. El acto todavía no ha empezado y mientras se espera la llegada de Fidel y su hermano Raúl, los comandantes ríen, estiran las piernas y encienden sus cigarros. Pero lo hacen, en la descripción de Mulisch, no como lo haría un parlamentario holandés, escogiendo cuidadosamente un cigarro de una cajita, probándolo con los labios “fruncidos”, sino con un “terrible” movimiento, extrayendo los enormes “bastones” de los bolsillos de sus camisas, posicionándolos con un gesto casi violento entre los dientes, “masticando y escupiendo” mientras fuman. Esa increíble vitalidad de los líderes revolucionarios cubanos y su contraste con los exánimes políticos de las sociedades burguesas, deja fascinado a Mulisch.    

III.

En la segunda mitad de los años ochenta empieza el proceso que resultaría en el colapso de los regímenes comunistas en la Unión Soviética y Europa del Este. Muchos ojos estaban puestos en Cuba y se pronosticaba el final del experimento socialista en la isla. Por otro lado, en algunos círculos se observaba una tendencia a eludir lo que estaba sucediendo en el universo comunista. En 1991, yo vivía en Manhattan y era profesor del departamento de español y portugués de la Universidad de Nueva York (NYU). En octubre de ese año, el conocido crítico cubano Rogelio Rodríguez Coronel fue invitado al departamento a dar una conferencia sobre José Lezama Lima. Recuerdo que me impresionó la forma tranquila y bien informada con que el académico cubano dio su presentación, sin jamás consultar alguna nota.

Después de la conferencia fuimos a cenar en un restaurante cercano a la universidad, a unas cuadras de Washington Square. Íbamos el conferencista, yo y tres colegas, dos del mismo departamento donde yo enseñaba y el tercero profesor de literatura latinoamericana en otra universidad de la ciudad. Los tres colegas eran gay. Se sabía—no sé exactamente cómo—que Rodríguez Coronel también lo era. Hablamos de muchas cosas en la cena. Nuestro invitado nos detalló la extrema escasez que sufrían los cubanos en esos años y nos explicó que iba a llevar muchos productos de regreso a Cuba—me acuerdo que mencionó jabón, champú, cosas por el estilo. Pero nadie habló sobre política. Al final decidí que no podía desperdiciar la oportunidad para hacerle una pregunta al académico cubano. Ya se acababa la cena cuando le pregunté si seguían persiguiendo a los homosexuales en Cuba.

Rodríguez Coronel se quedó muy tranquilo y nos explicó que él vivía sin problemas con su pareja. Las cosas han cambiado mucho en Cuba, dijo. Después agregó que claro, no había que atraer mucho la atención. No recuerdo las palabras exactas que utilizó. Pero no había ninguna duda en cuanto a su descripción del estado de cosas en Cuba: podías ser gay, pero de una forma discreta. Nadie dijo nada. Cuando salimos a la calle, uno de mis colegas, un escritor uruguayo, me dijo, qué bueno que le hayas hecho esa pregunta.

En esa época, o quizás uno o dos años después, yo leía un libro fascinante sobre la Revolución cubana de una historiadora francesa. La autora se llamaba Jeannine Verdès-Leroux y su libro se titulaba La lune et le caudillo: le rêve des intellectuels et le régimen cubain, 1959-1971. El libro, que se publicó en 1989, era sumamente crítico con respecto al régimen revolucionario cubano y los intelectuales que le daban su entusiasta apoyo. Recuerdo una escena en la que aparecen Fidel Castro y Jean-Paul Sartre, quien estaba de visita en La Habana. El caudillo y el filósofo conversan sobre los derechos del pueblo. Sartre pregunta si el pueblo tiene derecho a obtener cualquier cosa que pide. Fidel responde que si el pueblo pide algo, quiere decir que tienen derecho a ello. “¿Y si piden la luna?” pregunta Sartre. “Si el pueblo pide la luna, es que tiene necesidad de ella”, responde Fidel.

Un día estaba en un parque de Brooklyn tomando el sol primaveral con una amiga. Mi amiga era china y había emigrado a Estados Unidos a mitad de los años ochenta. Era poeta y narradora. Había vivido la Revolución Cultural desatado por Mao en 1966. Pensé que apreciaría la anécdota sobre Fidel y Sartre así que se lo conté. Mi miró sin sonreír y me preguntó si yo era republicano. O sea, simpatizante del Partido Republicano de Estados Unidos…

Una estudiante del programa graduado de NYU escribía una tesis doctoral sobre un tema cubano bajo mi dirección. Una excelente tesis. Sin embargo, me llamaba la atención que mi alumna me hablaba con cierta frecuencia de lo que no se podía decir sobre Cuba. Al principio, me sentía un confundido y lo dejaba pasar. Entendí que se refería a ciertas críticas que no se le podían hacer al régimen de la isla para no dar la impresión de que uno se encontraba en el bando equivocado. Mi alumna era cubana y su familia se había exiliado en Estados Unidos después de la llegada al poder de Fidel. Era obvio que no simpatizaba con el régimen de la isla. Un día le pregunté, ¿quién te ha dicho qué es lo que no se puede decir? Yo soy el director de tu tesis y jamás te he dicho algo al respecto. No recuerdo su respuesta.

IV.

En 2012 pude finalmente viajar a Cuba. Hice dos viajes, el primero en enero y el segundo en junio. Me hospedé en el Habana Libre e iba caminando todos los días al Centro de Estudios Martianos donde trabajaba en un proyecto de investigación sobre José Martí. En mi segundo viaje, aproveché para pasarme unos días en una playa cercana a Trinidad.

Más tarde escribí una crónica sobre mis viajes. Cambié muchas cosas. Los dos viajes se convirtieron en uno. Me parecía más sucinto así. La primera vez volé desde Cancún, mientras que la segunda vez tomé un vuelo directo de Los Ángeles a La Habana. En la crónica hay un solo vuelo desde Cancún. Mantuve al pasajero sentado a mi mano derecha en el vuelo desde Cancún que me hablaba del famoso músico Segundo Compay. Pero el pasajero que en la crónica está a mi izquierda lo transpuse de mi segundo vuelo, el que hice desde Los Ángeles, donde estuvo sentado a mi mano derecha. También le borré su identidad étnica. Tenía ideas simplistas y probablemente equivocadas sobre la isla—que yo reportaba sin agregar ningún comentario de mi parte. Mencionar su etnicidad hubiera creado una distracción innecesaria. Al hombre de edad avanzada que en mi segundo viaje estaba sentado a mi izquierda y que me hablaba con lujo de detalles de su novia de veintitantos años en la isla, a quien iba a visitar cada tantos meses, y que quería desesperadamente salir de Cuba, lo borré por completo. No cabía en mi crónica. Y así había muchos otros ejemplos de cómo fui modificando la realidad para que se ajustara a las necesidades de mi escrito.

A mi crónica le puse como título “Seven Days in Havana”. Escogí el título porque sonaba bonito. Me encantaba el eco que se escuchaba entre el “ven” y el “van”. Había un problema, sin embargo, o, mejor dicho, varios problemas. Mi visita ni había durado siete días ni se había restringido a La Habana. ¿Cómo explicar un título que no correspondía con el contenido de la crónica? Al principio pensé que se trataba de una especie de licencia poética. Más tarde, pensándolo bien, me di cuenta que me crónica estaba llena de escenas en que se notaba una discrepancia entre las palabras y la realidad. Todos mis personajes creaban fantasías. Yo también tenía derecho a dejar que se abriera una brecha entre mis palabras y los hechos. En cierto sentido, participaba del mismo mal que aquejaba a los personajes de mi crónica. Con una diferencia: yo tenía conciencia de lo que hacía. Al menos, eso creía.

Algunos amigos compartieron breves comentarios sobre mi crónica. Un lector alabó el tono melancólico y mordaz de mi texto. Me gustó mucho la descripción y sentí que mi melancolía disminuía aunque fuera sólo de modo temporario. Otro lector expresó su reserva sobre la forma en que yo había estructurado la última escena. Le diste la última palabra al ignorante ese con el que te encuentras en el aeropuerto de La Habana. ¿Qué sucede en esa última escena? Llego al aeropuerto y en la cola para el check-in me encuentro, para mi gran sorpresa, con un colega de una universidad estadounidense. Un colega que me provocaba mucha simpatía y con una gran obra como crítico de la literatura latinoamericana. Este colega acababa de participar en un congreso literario en La Habana. Compartimos nuestras impresiones de la isla. Pero teníamos puntos de vista opuestos. Donde yo veía un país estancado en el pasado, con su pobreza, su falta de acceso a las nuevas tecnologías, su aislamiento con respecto al mundo exterior, él contemplaba una imagen del futuro global. Pensaba, a la luz de la crisis económica, que pronto todos tendríamos que vivir con tan pocos recursos como los cubanos. Una perspectiva absurda, sin lugar a dudas. Pero, es cierto, le di la última palabra. Quería que el lector decidiera por su cuenta qué pensar del diálogo que cerraba mi crónica.

 

*Foto de Denys Barabanov en Unsplash

 

Maarten Van Delden Es autor de Reality in Movement: Octavio Paz as Essayist and Public Intellectual  (Vanderbilt University Press, 2021), Carlos Fuentes, Mexico and Modernity (Vanderbilt University Press, 1998) y con Yvon Grenier el coautor de Gunshots at the Fiesta (Vanderbilt University Press, 2009) entre otras publicaciones.

 

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Posted: April 24, 2024 at 9:47 pm

There is 1 comment for this article
  1. Armando Chaguaceda at 7:03 pm

    Gracias por la honestidad. Escasea en el campo intelectual que aborda, con exotismo, la “excepcionalidad cubana”

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