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Perder la tierra

Perder la tierra

Martha Bátiz

“Imagínate que un día te despiertas y hay una guerra, y de repente tu ciudad y tu país ya no son México, sino que ahora tienen un nombre en una lengua diferente, y con ello pasas a ser ciudadano de segunda o de tercera…”

Escribo esto mientras escucho en las noticias que los bombardeos sobre Mariupol y otras importantes ciudades ucranianas se han intensificado, y el Presidente Macron ha dicho que “lo peor está por venir”. Escribo esto con una extraña angustia tejiéndome un nudo en el vientre: sí, la angustia de una nueva guerra y la incertidumbre que su peligro arrastra hacia tantas orillas del mundo, pero también la angustia de perder la tierra que fuera de mis abuelos y que, aunque no me pertenezca, desde siempre ha tenido una presencia en mi vida y en mi piel.

Mi bisabuela nació en Lviv cuando se llamaba Lemberg y pertenecía al Imperio Austro-Húngaro; mi abuela nació cuando Lviv ya no era Lemberg sino Lwów y pertenecía a Polonia. Cuando yo era niña, mi mamá bromeaba sobre el trágico destino de ciertas ciudades europeas como esta, que han visto tantas guerras y derrotas que un día se llaman de una forma y, de pronto, de otra. Me decía “imagínate que un día te despiertas y hay una guerra, y de repente tu ciudad y tu país ya no son México, sino que ahora tienen un nombre en una lengua diferente, y con ello pasas a ser ciudadano de segunda o de tercera, porque los recién llegados, los que de golpe manejan y gobiernan todo, así lo han decidido. Imagínate que sales a la calle y no solo los edificios están destruidos y mucha gente ha muerto, y hay escasez de alimento y agua, sino que además los letreros de las calles y de las tiendas de pronto ya no están en español, sino en otra lengua, una lengua que aprendes a odiar porque sabe a todo lo que has perdido y te robaron. Porque es la que hablan quienes te invadieron y mataron. Quienes ha llegado a saquear.” Y yo, que ahora sé que esta violencia no es exclusiva de la guerra sino de todo proceso de colonización, tenía entonces apenas nueve o diez años y trataba de imaginarme eso, pero no lo lograba. Lo que sí me sucedía era que un temor físico, algo palpable en mi piel, me hacía estremecer.

Después del terremoto del 85 tuve una idea mejor de lo que significa ver la ciudad amada de rodillas, a la gente buscando a sus seres queridos entre escombros. La diferencia era, por supuesto, obvia: en México nadie nos estaba atacando, al contrario. Recibíamos ayuda generosa de todo el mundo y nos unió una solidaridad ejemplar. Durante la guerra, en cambio, esas veces en que Lemberg se convirtió en Lwów y luego en Lviv, los ciudadanos ucranianos y polacos no recibieron ayuda de nadie. Y no se transmitía su rabia, su llanto, su desesperación ni por radio ni por televisión.

“Imagínate”, decía mi madre, y algo en mi epidermis se descomponía. Se descompone.

“What’s in a name?” preguntaba Shakespeare y la respuesta es devastadora: la vida entera, porque las invasiones tienen el propósito de borrar una existencia e imponer otra en su lugar, que fue precisamente lo que les pasó en Lemberg/Lwów, hoy Lviv, y en todo el territorio que formara alguna vez parte de la Unión Soviética y estuviera atrapado tras la llamada cortina de hierro. Borrar la existencia implica encarcelar, torturar, matar, violar, oprimir, hacer callar la lengua materna y gestar aquella cuya semilla ha sido eyaculada con violencia sobre pecho y labios.

En el caso de Ucrania, implicó también exterminación por hambre.

Stalin, que aborrecía a los ucranianos (sí, la animosidad, por usar un bonito eufemismo, viene de generaciones atrás), decidió colectivizar las labores agrícolas y al enfrentar resistencia por parte de los campesinos ucranianos, obligó a sus huestes a recolectar toda su comida, granos y animales domésticos, y dejarlos sin nada. La hambruna aquel invierno de 1932 a 1933 cobró casi cuatro millones de vidas en Ucrania. Mi abuelo, nacido en Kyiv, sobrevivió gracias a que en las ciudades había tarjetas de racionamiento, pero la gente moría de hambre en las calles y los investigadores han documentado casos de canibalismo durante este periodo llamado Holodomor (de “holod”, hambre, y “mor”, exterminio). Stalin, por supuesto, no permitió que Ucrania recibiera ayuda de ninguna otra nación. Y se cumplió su voluntad.

Apenas unos años después de aquella hambruna, mi abuelo fue obligado a luchar con las tropas rusas en contra de los Nazis. Y él, orgulloso ucraniano como era, odió combatir a favor de Stalin. Pero no tuvo opción.

Apenas unos años después de aquella hambruna, mi abuelo fue obligado a luchar con las tropas rusas en contra de los Nazis. Y él, orgulloso ucraniano como era, odió combatir a favor de Stalin. Pero no tuvo opción. Se había casado con mi abuela tras un breve cortejo y a pesar de sus diferentes religiones (él era ortodoxo y ella católica, ambos devotos) y, dejándola embarazada, se fue a la guerra. Contaba él que no había comida para los soldados, solo vodka. Y que para animarse a seguir luchando y avanzar de pueblo en pueblo, recuperando la tierra que habían perdido a manos de los Nazis, bebían. Bebían y mataban. Bebían y esquivaban balas. Bebían mañana, tarde y noche.

Ríos de vodka.

De sangre.

Su estancia en el ejército rojo terminó cuando, tras un enfrentamiento terrible, todos en el batallón de mi abuelo fueron asesinados, menos él y un camarada. Dejando atrás los cuerpos de quienes fueran sus compañeros de batalla, siguieron caminando y se encontraron con otro destacamento ruso, cuyo líder pensó que estaban desertando. No podía creer el generalote ruso lo que estos ucranianos le decían: todos habían muerto menos ellos. Entonces los condenó a muerte por traidores, pero quiso el destino que poco antes de que se cumpliera la orden llegase la notificación de que se habían encontrado los cuerpos de todos los miembros de aquel desafortunado batallón, excepto dos. Los dos que él estaba a punto de mandar asesinar. Entonces el generalote se disculpó y los invitó a seguir luchando por la gloria de Stalin. Y mi abuelo, sin dudarlo, ahora sí desertó.

Para ese entonces mi abuela ya no vivía en Lwów. Ella y su madre, habiendo pagado para que se destruyeran los récords de su conversión del judaísmo al catolicismo (lo cual les permitió salvarse de morir en el Holocausto), se habían mudado a Łodz, la ciudad polaca donde nació mi madre. Todavía tenemos en casa algunos papeles de aquella época: un recibo por un poco de mermelada. Otro por algo de harina. Tesoros. Y fue a Łodz donde llegó a buscarlas mi abuelo en 1945, huyendo del ejército ruso. Mi abuela me dijo que no lo reconoció cuando abrió la puerta. Que cuando lo tuvo frente a ella sintió miedo y le preguntó quién era y qué quería. La guerra es eso: no reconocer al padre de tu hija cuando vuelve del frente de batalla. Había perdido 45 kilos y la experiencia lo había dejado no solo enfermo de alcoholismo sino de terror. Las órdenes de Stalin eran que quien desertara sería fusilado de inmediato por traidor, pero con los desertores serían también asesinados su esposa e hijos para sentar un ejemplo ante los demás soldados.

Sabiendo que la vida de su familia entera corría peligro ante la inminente llegada de las tropas rusas a Polonia, mis abuelos y bisabuela, con mi madre de ocho meses y algunos objetos de valor escondidos en su carriola, salieron como quien va a dar un paseo. Y jamás regresaron. Atravesaron bosques a pie con mi mamá de meses en brazos. En algún momento ella pescó una neumonía que estuvo a punto de matarla pero, milagrosamente, sobrevivió. Sobrevivieron todos y salieron huyendo de una Europa devastada hacia un futuro incierto en América Latina. Venezuela fue la nación que les dio asilo y se convirtió en su hogar. Ahí, mi abuelo siguió siendo parte de la comunidad ucraniana y mi abuela de la polaca, tocando hasta su vejez el órgano en las misas de domingo de su comunidad.

Mi abuelo murió cuando yo era muy chica, de modo que no tengo recuerdos suyos. Pero sé por mi madre que la pesadilla de la guerra no lo dejó nunca en paz. Que el alcoholismo destruyó su matrimonio con mi abuela. Que su animadversión por todo lo ruso lo acompañó hasta la muerte. Y así fue como desde niña aprendí a decir que mi abuelo había sido ucraniano, y mis compañeros de colegio se reían porque sonaba a marciano y nadie sabía qué demonios era Ucrania. Polonia sí, porque a pesar del yugo soviético los polacos mantuvieron su identidad y frontera intactas. No así los ucranianos. Por eso en el 91, cuando se independizaron de Rusia, en casa celebramos. Por eso en el 2014, durante la crisis de Crimea, cuando mi madre todavía vivía, nos volvimos a angustiar. Por eso en estos días aciagos del 2022, algo en mí tiembla de nuevo.

Solo he estado acostada tosiendo y mirando las noticias, muerta de terror ante lo que está pasando en Kyiv, donde nació mi abuelo. En Lviv, donde nacieron mi bisabuela y mi abuela. En Ucrania, a donde tantas veces he soñado con ir, y hasta hace poco no parecía imposible.

Escribo esto desde una habitación de hotel donde me quedé varada a causa del Covid19. mi prueba positiva antes de viajar de vuelta a casa me obligó a un encierro en el que mi cuerpo juega el papel de traidor. He sido incapaz de todo durante varios días. No he podido leer ni escribir hasta hoy. Solo he estado acostada tosiendo y mirando las noticias, muerta de terror ante lo que está pasando en Kyiv, donde nació mi abuelo. En Lviv, donde nacieron mi bisabuela y mi abuela. En Ucrania, a donde tantas veces he soñado con ir, y hasta hace poco no parecía imposible.

Esta nueva invasión rusa habría hecho que la sangre de mi abuelo hirviera y tal vez por eso hierve la mía. Recuerdo el estudio científico que hicieron en el que se comprobó que las células de los descendientes de personas que han sobrevivido enormes traumas, como el de la guerra, guardan la huella del terror. Gracias a ese estudio hace tiempo comprendí por qué, desde niña, la historia de mis antecesores tenía un efecto físico en mí. Un efecto que las noticias recientes han intensificado.

No sabemos si Putin, en su afán de ser un segundo Stalin, se detendrá una vez que haya tomado posesión de Ucrania. Lo que sí sabemos es que, como Stalin, no tiene consideración alguna de las vidas civiles. Bombardea edificios familiares y hospitales como si nada. Su maquinaria propagandística vende historias falsas que muchos incautos compran, entre ellos, vergonzosamente, las llamadas “Juventudes de Morena del Estado de México” (“Jumentudes” deberían ponerse, les viene mejor), que se han proclamado a favor de los rusos en un momento en que la mayor parte del mundo está alineado en su contra, reprobando esta gravísima agresión e imponiendo todo tipo de sanciones.

Históricamente es para nuestro país el peor momento para enfrentar una crisis internacional de gran alcance, como puede ser esta, ya que nuestro presidente no es ni intelectual ni diplomáticamente capaz de comprender la magnitud y seriedad del conflicto. Lo único que le importa son los memes y lo que algunos cómicos, y periodistas como Loret de Mola, dicen sobre él y su familia. Me entero de que ha desprovisto a las madres no solo de los apoyos que las estancias infantiles sino de las escuelas de tiempo completo, de las cuales los niños volvían a casa luego de ser alimentados. Sé que las vidas de las mujeres y los periodistas bajo este gobierno se encuentran en mayor peligro que nunca. Que la indiferencia ante la descomposición social del país nunca ha sido mayor. “Ni con el PRI”, declaraba un encabezado de hoy. Fusilan a casi veinte personas en San José de Gracia y el presidente se ríe, dice que no hay cuerpos y por lo tanto no hubo matanza. Recuerdo Ayotzinapa, Aguas Blancas, tantos crímenes. México no necesita ser invadido para vivir en guerra, pienso, nuestro infierno nos lo creamos solitos y hay a quien le parece entretenido, o insuficiente.

Qué ganas de tener un líder como Volodymyr Zelenskyy. Alguien que no solo tenga cerebro y sensibilidad, sino educación y cultura. Y que ame al país más que a su bolsillo (o el de sus hijos). No me sorprende, sin embargo, que para muchos mexicanos “de izquierda”, el admirable sea Putin.

Qué ganas de tener un líder como Volodymyr Zelenskyy. Alguien que no solo tenga cerebro y sensibilidad, sino educación y cultura. Y que ame al país más que a su bolsillo (o el de sus hijos). No me sorprende, sin embargo, que para muchos mexicanos “de izquierda”, el admirable sea Putin. Ese segmento de la población hace mucho perdió la brújula y no sabe ya hacia dónde está la derecha y hacia dónde la izquierda, solo saben que ahora les toca meter las manos al botín, finalmente. Además, estamos acostumbrados a la ley de la selva. Y en nuestras células está escrito que habremos de adorar al Tlatoani en turno. Supongo que también así se escriben los destinos de los pueblos.

Mientras convalezco y me lamento por lo que ocurre en México, la otra mitad del corazón lo tengo puesto en Ucrania. En la dignidad y la valentía de sus ciudadanos. En su lucha por la libertad. Tal vez si no estuviéramos tan ocupados haciendo chistes, podríamos aprender algo de la tragedia que se desenvuelve a tantos kilómetros de nuestros territorio, y tan cerca de la piel de quienes sabemos lo que es perder la tierra. Porque nuestros abuelos emigraron, porque nuestros padres emigraron, porque nosotros también lo hicimos. Y nadie deja su patria si en ella puede encontrar una vida digna, paz y sustento. A ver cuándo nos damos cuenta de que en México también estamos perdiendo la tierra. De que, en algún momento, dejará de ser suficiente para cobijarnos, y también para ocultar a nuestros desaparecidos y muertos. Un millón de desplazados ha causado la invasión de Rusia a Ucrania en una semana. ¿Cuántos llevamos en México? ¿Hay un meme para eso?

 

Martha Bátiz es escritora.  Ha ganado varios premios internacionales, entre ellos el Miguel de Unamuno de Salamanca, España, por su cuento La primera taza de café. Su primera colección de cuentos se titula A todos los voy a matar (Ed. Castillo, 2000); ha publicado la novela Boca de lobo, premiada en el certamen internacional Casa de Teatro de Santo Domingo y publicada bajo el sello de León Jimenes. Posteriormente fue publicada por el Instituto Mexiquense de Cultura (2008) junto con una versión al inglés bajo el sello de Exile Editions (2009). Martha es doctora el literatura latinoamericana, traductora profesional y fundadora del programa de escritura creativa en español que se ofrece en la Universidad de Toronto. Su Twitter @mbatiz

 

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Posted: March 3, 2022 at 10:43 pm

There are 5 comments for this article
  1. Susi kritzler at 8:08 am

    Tita! Felicidades!
    Comparto tu angustia ante el loco de Putin y tu desencanto ante la falta de condena de Lopez hacia la agresion y masacre de los Rusia a Ucrania!

  2. Dr. Rubén B. Morante López at 12:15 pm

    Excelente escrito Martha. Me averguenzo y pido perdón al pueblo y presidente de Ucrania por la carta de esos mexicanos. Perdonennos y tomen en cuenta que se escribió a la sombra de la ignorancia y el fanatismo que, por desgracia, ha sido el mal ancestral de mi país y la causa fundamental de una miseria material y espiritual que se refleja en la situación política, económica, moral y social que vivimos actualmente los mexicanos.
    Gracias Martha.

    • Martha Batiz at 6:06 am

      Gracias a usted, Dr. Morante, por su lectura y por tomarse el tiempo de comentar por aquí. Es terrible lo que ocurre en el mundo y en nuestro país.

  3. Pilar Miralles at 1:16 pm

    Profunda mirada a la descarada realidad. Dura mirada a la vida misma. poéticas palabras que llegan a lo mas hondo de nuestro corazón. Gracias querida Martha

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