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Poder y representatividad de los negros de Cuba.  Notas tras una visita presidencial

Poder y representatividad de los negros de Cuba. Notas tras una visita presidencial

Odette Casamayor-Cisneros

El discurso especialmente dedicado al pueblo cubano que pronunciara el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, durante su último día en la isla, fue sin duda el clímax de la visita histórica que realizó entre el 20 y el 22 de marzo al país  –adversario hasta el 17 de diciembre del 2014. “En EE.UU. –dijo entonces– todavía es posible que alguien como yo, un niño que fue criado por una madre soltera, un niño de raza mixta que no tenía mucho dinero, pueda conseguir el cargo más alto del país”. Ligeras viajaron estas palabras desde el Gran Teatro de La Habana hasta mi casa en Connecticut, provocando una inesperada pregunta en mí: ¿Podría alguna vez un negro convertirse en presidente de Cuba?

Lo que la realidad presente y la historia de la isla arrojan como respuesta es la escasísima presencia de negros cubanos en los sectores más acomodados e influyentes de la sociedad, mientras son tradicionalmente mayoritarios en los estratos más pobres y desempoderados y, por supuesto, en la población carcelaria. Esta situación resulta evidente para todo visitante al descubrir que en los negocios más prósperos ni los propietarios ni los clientes suelen ser negros. La mayor parte de los negros cubanos no puede permitirse el lujo de mirar los precios anunciados en el menú de los modernos cafés y restaurantes privados recientemente abiertos en La Habana. En muchos casos, no poseen siquiera ropa adecuada para acercarse a estos locales donde uno bien puede preguntarse si su mesa está en Brickell o Miami Beach, o si permanece bien plantada en El Vedado o Miramar.

Pues es esta La Habana en la que aterrizaron el presidente Barack Obama junto con Michelle, sus hijas adolescentes Malia y Sacha, y hasta su suegra, seguidos de una dilatada delegación que incluía a otras personalidades afroamericanas, como la viuda y la hija del célebre beisbolista Jackie Robinson. Resulta comprensible entonces que esta visita –la primera efectuada a la isla por un presidente norteamericano en 88 años– provocara gran impacto, especialmente entre los cubanos negros. Para ellos, la oportunidad de celebrar ante una amplia audiencia no sólo a un hombre negro sino también a su familia, resulta inusual. En tal sentido, la presencia de los Obama en la isla volvió muy visible algo que, por supuesto, no es ajeno al contexto cubano pero ha sido tradicionalmente soslayado o tergiversado en la historia nacional: el poder de acción de los negros. El prestigio de numerosos negros cubanos como patriotas, intelectuales, artistas, científicos y políticos resulta innegable; pero su éxito ha sido rara vez reconocido como parte de un legado explícitamente afrocubano. Cuando los afrodescendientes reciben un homenaje público son solamente identificados como cubanos, sin distinción racial. En consecuencia, para los negros cubanos del presente se ha vuelto necesario luchar por rescatar su propia historia, reescribirla y encontrar referentes históricos propios con quienes, además de los valores universales y patrióticos, pueden identificarse a través de una experiencia compartida como afrodescendientes.

Como en el resto de las Américas, los negros en Cuba no son asociados comúnmente a la imagen del Poder, lo cual explica por qué la llegada de la Primera Familia norteamericana a La Habana intensificó un álgido contraste, particularmente en las imágenes mostrando los encuentros de Barack y Michelle Obama con sus anfitriones gubernamentales. Revisando aquellas imágenes, se vuelve evidente que el Poder cubano es fundamentalmente blanco; aunque debe reconocerse cierto esfuerzo para hacer visible en el primer plano de las fotografías a uno o dos de los pocos cubanos negros que forman parte de la élite revolucionaria. Tal es el caso de Esteban Lazo , presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular, cuya insistente aparición, convenientemente cercana a Obama, hacía sospechar una maniobra cosmética ejercida tan sólo en algunos eventos de la visita presidencial, como la cena en el Palacio de la Revolución. Rodeado por una mayoría de cubanos blancos, en estas imágenes resultaba obvia la excepcionalidad de Lazo, quien (en un país cuyo censo más reciente –efectuado en el 2012– estima que el 33.86 % de la población es negra y mestiza) es uno de los únicos cinco negros que figuran dentro de la nomemklatura compuesta por unos 131 miembros.

negro con camiseta

Pero estos intentos de la élite política cubana por mostrarse más diversa no se extendieron siquiera más allá de las puertas del Palacio de la Revolución. Cuando, promoviendo su campaña Let Girls Learn (Dejemos que las niñas aprendan) , la Primera Dama se reunió con diez jóvenes estudiantes de nivel medio y superior, fue imposible reconocer el rostro de alguna negra cubana. Lo cual es sin duda lamentable porque, de haber estado presente alguna mujer representativa de los estratos empobrecidos de la sociedad, tal vez se hubiera demostrado la necesidad de implementar en Cuba iniciativas que mejoren el bienestar de las mujeres en situación de desventaja, entre quienes también son desproporcionalmente abundantes las negras y las mestizas. Curiosamente, escasos días antes de la visita presidencial, fueron publicadas algunas críticas al anuncio de Michelle Obama de promover Let Girls Learn en la isla, aduciendo que la campaña resultaba redundante en un país socialista, donde la educación es ofrecida gratuita y universalmente. Pero estos argumentos contrastan con los resultados obtenidos de una manera consistente por la socióloga cubana Mayra Espina, en investigaciones que revelan la urgencia de implementar medidas que atenúen los problemas provocados fundamentalmente en la población femenina y negra por la crisis socioeconómica cubana.

Asimismo, podría haberse inferido que las imágenes que documentan la visita de la señora Obama a la biblioteca Rubén Martínez Villena, donde junto con sus hijas sembró magnolias y donó un banco, fueron tomadas en un país europeo y no en la Habana Vieja.

Aunque los Obama no han sido los primeros afroamericanos famosos que han recorrido las calles de La Habana recientemente. Por ellas se pasearon en abril del 2013 Beyoncé y Jay-Z, festejando su quinto aniversario de bodas. Entonces, la exitosa pareja agitaría, aun levemente, el imaginario eurocéntrico cubano. La diva, que suele ir por el mundo sacudiendo una lacia cabellera dorada, aquella vez peinaba trenzas recogidas en moño majestuoso. Siempre impecablemente sexy, vestía ropa (Thakoon Addition Resort 2013) con motivos tropicalo-africanos y calzaba unos lindos zapaticos bautizados “Giraffe Walk Jaipur”. Más africana que nunca, Queen Bey marchaba así del brazo de su rey Z, recibiendo agasajos por las calles de La Habana Vieja. Sin embargo, todavía más espectacular fue el bain de foule en que se sumergiera gozosa Rihanna al aventurarse por las calles del Cerro –cuyo estado de deterioro es evidente–; e incluso lanzar algunos pasillos de baile entre la gente del barrio para, más tarde, ingresar sudorosa en la pista de La Casa de la Música. Inmediatamente después de posar en un bar decadente bajo el lente experto de Annie Leibovitz, toda ensatinada en rojo, Rihanna permitió que la rodeara una muchedumbre de cubanos de todas las razas –aunque la presencia de negros era significativa, reflejo fiel de la composición racial de los barrios populares cubanos.

Por supuesto, Obama no pudo mezclarse con la multitud ni tuvo la oportunidad de captar la vida real en los barrios pobres de La Habana, pero estaba consciente de la persistencia de la desigualdad racial en la isla. Así pareció evidente cuando en su discurso al pueblo expresó el deseo de que los nuevos compromisos de los Estados Unidos con Cuba ayudasen a los cubanos de ascendencia africana “que han demostrado que no hay nada que no puedan lograr cuando se les da la oportunidad”. Pronunciado en un espacio público durante un evento televisado y trasmitido a toda la nación, este inequívoco reconocimiento de la facultad de acción propia del negro cubano constituye una ocasión extraordinaria para los afrodescendientes, quienes son frecuentemente representados como sujetos desposeídos de agencia, tanto en la isla como en la diáspora. Las imágenes que hoy se ofrecen de Cuba tienden por lo general a ignorar la capacidad de acción de la gente negra; que no se limita a la excelencia como músicos, bailarines y atletas, sino como cubanos trabajando por cambiar su situación presente, llevando las riendas de sus vidas. En otras palabras, cubanos negros con el poder de construir su futuro. Lo cual fue también una idea repetida por Obama durante su estancia en La Habana: el presente y el futuro de la nación es responsabilidad de todos los cubanos. Reunido con nuevos empresarios, destacó la necesidad de ofrecerle a todos la oportunidad de prosperar, “incluyendo a las mujeres y los afrocubanos” –insistió entonces.

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Hasta el colapso del sistema socialista en los años 90, al Estado cubano le había sido posible mantener cierto nivel de igualdad a través de políticas públicas entonces efectivas que garantizaban el acceso de todos los cubanos a servicios de salud, educativos y culturales de elevada calidad. Pero el presente está regido por dinámicas socioeconómicas muy diferentes a las que dominaron la isla hasta 1989. Las reformas económicas introducidas por Raúl Castro tras cederle su hermano Fidel la presidencia en el 2006, a un tiempo que han posibilitado el desarrollo de pequeñas empresas, ha provocado también la estridente ascensión de una boyante clase que resalta de manera disonante dentro de la carencia generalizada. El capital detrás de estos pequeños negocios proviene usualmente del extranjero, facilitado por familiares o amigos a través del sistema legal de remesas o del ilegal de las mulas. Los negros tienen menos posibilidades de recibir sumas sustanciales por estas vías puesto que la mayoría de los cubanos en el exilio, cuya próspera situación les permite enviar regularmente importantes cantidades de dinero a la isla, son blancos.

Es en este tipo de situaciones donde percibo los verdaderos obstáculos a las buenas intenciones manifestadas por el presidente Obama de contribuir al mejoramiento de la calidad de vida de los sectores más desfavorecidos de la población cubana. Añádase que los negros cubanos y cubano-americanos tienen una escasa representación en las negociaciones entre Cuba y los Estados Unidos –a juzgar por las imágenes de estos encuentros que han sido publicadas. Parece además que entre los empresarios invitados a la reunión con Obama figuraban muy pocos negros –no porque se les restringiese la asistencia al evento sino porque la existencia de empresarios negros es una verdadera rareza en la isla.

Hacia los minutos finales de su brillante discurso en el Gran Teatro, el presidente Obama afirmó que, en lugar de pedirle demoliciones al pueblo de Cuba, prefería sugerirle a la juventud que construyera algo nuevo, justo antes de insistir que Castro no debía ver a Estados Unidos como una amenaza. Ahora, si Estados Unidos abandona su rol de enemigo contra el cual ha sido erigida la identidad cubana por más de medio siglo, entonces esa identidad –obstinadamente preservada– deberá ser replanteada. Bajo el imperativo de mantener la cohesión nacional ante los ataques contrarrevolucionarios en los años 60 y 70 y amparándose en la ideología nacionalista concebida por José Martí en el siglo XIX, la lucha contra la discriminación racial fue entonces considerada crucial por el gobierno. Aunque también ha sido escudándose detrás de la excusa de preservar la unidad del pueblo que la identificación racial ha sido obliterada en la historia de Cuba, aplastada bajo el peso de una mítica concepción nacional. Así, cuando la segregación racial fue oficialmente abolida en 1959, se suponía que toda diferencia se disolvería en las masas unificadas, enfrentando un enemigo común (Estados Unidos), compartiendo una única tradición e inmersos en la construcción del socialismo tropical. Mas, hoy, cuando la confrontación entre los dos países se debilita, ¿cómo impedir que los negros cubanos expresen preocupaciones propias, presenten agendas cuyos puntos no aparecen claramente reflejados en los discursos políticos del gobierno y de sus opositores en la isla y en la diáspora, o que reconsideren a la nación bajo sus propios términos?

Antes del arribo de Barack Obama los cubanos ya se debatían ante el desafío de reinventar nuevas estrategias de identificación. No se trata de un súbito brote. En años recientes, el sostenido trabajo de activistas e intelectuales como Sandra Abd´Allah-Álvarez Ramírez, Tomás Fernández Robaina, Alejandro de la Fuente, Inés María Martiatu, Norberto Mesa Carbonell, Esteban Morales, Zuleika Romay, Daysi Rubiera Castillo, Tato Quiñones y Roberto Zurbano, entre otros, ha permitido revitalizar las discusiones en torno a los problemas raciales. Sin embargo, tanto en la isla como en el exilio persiste el titubeo o la renuencia a adentrarse en el debate racial. Tras estas posiciones creo percibir la sombra del Miedo. Miedo consciente o inconsciente a perder privilegios conservados desde los tiempos coloniales hasta el presente en ciertos sectores de la población, mayoritariamente blancos. Miedo también a ser conminados a trabajar en un proceso de reinvención ontológica de lo cubano, una vez que la idea de la rígida y confrontacional cubanía deviene obsoleta. Finalmente, miedo a reconocernos a merced de las imprevisibles energías de un contexto global. Los cubanos no somos seres excepcionales, y tampoco son excepcionales las negras y los negros de Cuba. Somos parte de una afrodescendencia global. En este punto, presiento el avance de los indignados que saltan ante la mera idea de considerar que los negros cubanos pueden compartir experiencias similares con otras comunidades afrodescendientes, particularmente con los negros de los Estados Unidos. A través de la historia, la literatura y la política cubanas, la mínima intención de comparar a los negros cubanos y norteamericanos ha sido vista como una especie de sacrilegio. Cierto, en Cuba no se sufrió ni las leyes Jim Crow ni las atrocidades del Ku Klux Klan, pero en 1912 miles de afrodescendientes fueron masacrados cuando el gobierno de José Miguel Gómez ordenó la brutal represión de los adeptos del Partido Independiente de Color, quienes abogaban por los derechos civiles de los negros en Cuba. ¿Por qué estos actos no dejarían profundas cicatrices que se han mantenido vivas a través de generaciones? Todos los afrodescendientes en las Américas compartimos el mismo dolor, perdurable, proveniente de las mismas heridas.

Pero hoy, en lugar de disolver las energías en catárticas erupciones, deberíamos más bien asumirnos sin miedos como agentes sociales, e imponer nuestra participación activa en la presente reinvención de Cuba. Es este el momento de reconocer explícitamente nuestra identidad racial tanto como reconocemos la pertenencia nacional y cultural –cualesquiera que estas sean. Como ciudadanos cubanos negros, toca incorporarnos a la arena política y cívica, elaborar y presentar nuestros propios programas. Es tiempo, por ejemplo, de demandar la implementación de políticas que protejan a las comunidades negras más vulnerables junto con la promulgación de leyes que penalicen la discriminación racial y la expresión pública de los prejuicios raciales. De haber existido ya este tipo de leyes, quizá habría sido imposible que en la prensa oficial un periodista negro titulara su diatriba contra la visita del presidente Obama con la frase racista: “Negro, ¿tú eres sueco?”. Es el momento también de narrar nuestra historia íntima y expresarla públicamente, colocándola dentro de los programas de estudio diseñados por el sistema educacional cubano. Expresarnos directamente, amplificar nuestras voces.

Nuestras cicatrices de afrodescendientes han de ser reveladas, si deseamos curarlas. Y a partir de ahí, conscientes ya de nosotros mismos, podríamos continuar algún camino juntos, como cubanos.

• Versión de un texto previamente publicado en inglés, “The Obamas and the Blacks of Cuba”. Huffington Post, 28 de marzo 2016. 

Odette Casamayor-FotoOdette Casamayor-Cisneros es profesora de literatura y cultura latinoamericanas en la Universidad de Connecticut. Es autora de  Utopía, distopía e ingravidez: reconfiguraciones cosmológicas en la narrativa postsoviética cubana (Iberoamericana-Vervuert, Madrid-Frankfurt am Main, 2013) y del libro de cuentos Una casa en los Catksills (La Secta de los Perros, San Juan, Puerto Rico, 2012). Ha recibido el Premio Juan Rulfo de Ensayo Literario (2003), mención del Premio Torremozas (2002) y  Premio de Ensayo José Juan Arrom (2009).

 

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Posted: April 4, 2016 at 9:11 pm

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