Estas primeras novelas que ves
David Miklos
1. Escribí La piel muerta, mi primera novela, de lunes a viernes y, luego de más de un lustro de tomar notas, de siete de la mañana al mediodía, de manera religiosa y durante tres semanas, a mano y en las páginas de una libreta negra.
Apenas sonaba el despertador, aún ligado a mis sueños, dejaba la cama, encendía la lámpara de mesa, abría el cuaderno y retomaba la escritura allí donde la había dejado el día anterior, mientras el agua hervía para luego convertirse en una taza de té negro y pelaba una clementina, cuyos gajos masticaba entre las palabras nacientes del día (o del día naciente).
Hacia el mediodía hacía una pausa que, en realidad, se prolongaba hasta las 10 de la noche, hora en la que me iba a dormir.
Durante ese limbo de no escritura, paseaba por mi barrio, iba al cine, tomaba un café, si bien no me recuerdo leyendo libro alguno: estaba poseído por mi propia escritura.
Una buena mañana, terminé antes de tiempo. No podía escribir más. Y no sabía bien porqué.
¿Bloqueo? Imposible: ya me había demostrado que eso no existe, que basta con sentarse a escribir (tal es la proeza: sentarse a escribir y, eso, escribir).
La angustia de mi no escritura duró poco, gracias a un ansiolítico y a la invitación a realizar un trabajo que me sacaría de mi escenario habitual –un pequeño departamento en la colonia Nochebuena, Mixcoac– y me llevaría a contemplar el Océano Pacífico desde el muelle de Santa Monica, California. Allá lejos, cuaderno en mano –abierto sobre el escritorio de la suite en la que me hospedaron, tres veces más grande que mi departamento–, descubrí la razón de mi no escribir más: había terminado la novela.
Regresé a México, la transcribí en Word, la di a leer a varios amigos, luego a mi editora, y en febrero de 2005 la vi convertida en libro, mi primer libro propio. Sin embargo, La piel muerta no fue la primera novela que escribí, así que mucho de lo hasta aquí escrito es una mentira o, mejor aún, una verdad parcial. Volveré a este punto.
2. Mi amigo me relató su idea, muy buena, y yo le dije que, sin lugar a dudas, lo que me había contado era una novela, que bastaba con que se sentara a escribirla. Y le puse un reto, para no decir una trampa.
Le dije a mi amigo: ¿Qué te parece si cada lunes me entregas un avance de tu novela y yo te mando algunas páginas de la mía?
Yo, en realidad, tenía un libro acabado, pero debía meterle orden, más aún, armar el rompecabezas compuesto por varios tramos de escritura pertenecientes a distintos momentos de mi escritura, incluida una porción vertida en el cuaderno que luego sería La piel muerta y que, al final, no entró en la novela.
Todo ya estaba escrito, salvo por una docena de páginas que servirían de entrada al libro.
Lo que yo en realidad quería era que mi amigo escribiera su novela. Y eso hizo.
Más pronto que tarde, me dijo: Acabé. Y me mandó un último manuscrito de cerca de 300 páginas llamado “El cuerpo anterior”. (400, en realidad, me espeta cuando le muestro el primer borrador de esta Biopsia.)
Me recuerdo leyéndolo en un cuarto de hotel en el puerto de Veracruz, por las tardes, después de impartir un taller literario, a lo largo de una semana entera.
Me recuerdo, también, pergeñando las últimas líneas de Miramar, el más Frankenstein, que no Cthulhu, de mis libros, todo un híbrido insuflado de vida de manera misteriosa, algo eléctricamente también. La novela de mi amigo, su primera, me encantó.
Pero, para no hacer la historia larga, el manuscrito de 300 páginas (perdón: 400), “El cuerpo anterior”, acabó en un cajón. Y también volveré a este punto.
3. Mi otro amigo acaba de ganarse un premio de cuento importante, a cerca de tres lustros de la aparición de su primera novela, que sufrió rechazos inimaginables y, de algún modo, volvió a su punto de partida y fue publicada por la primera editorial que la dictaminó.
Esa primera novela ha sido traducida a un par de lenguas extranjeras y visto un par de ediciones más en español, una de bolsillo, la otra la definitiva, recién aparecida bajo el sello que cobijara mi propia primera novela.
Mientras pienso en escribir estas líneas, luego en cómo atajarlas, le pregunto a mi amigo, muy retóricamente, si esa novela, ahora en su encarnación definitiva, fue en realidad la primera.
Y, claro, me responde: No.
Lo cito, textualmente: “Sí. Escribí dos novelas. Una, muy adolescente, llamada ‘El dinosaurio’, que abandoné cerca del final. Otra, medio truculenta, llamada ‘Una mujer sin alas’, sobre un tipo que comienza a salir con una chica que era demostradora en el supermercado. Descubre, luego de meses, que su hermano es el tipo que la violó años antes. Mata a su hermano. De esa conservo el inicio. Era una cosa muy azotada.”
Y sí, le digo yo: Es que uno es azotado, al inicio, ¿no? (¿Puedo citarte?). Sí, me dice mi amigo. Y es lo que acabo de hacer. También volveré a este punto.
4. Vuelvo a mi primer punto.
En pleno azote, y en un cuarto que le rentaba a una amiga cuando mi amigo más antiguo se casó y decidí cederle el departamento que compartíamos, escribí mi primera y azotada novela, llamada “SoHo”.
Era una novela muy mala, en la que el personaje principal quedaba atrapado en un limbo sin aparente tiempo ni espacio, después de que un misterioso fotógrafo le hiciera un retrato (y, de algún modo, usurpara tanto su alma como su cuerpo).
Para regresar al mundo real, el personaje de esa primera novela debía recuperar sus cinco sentidos, realizar concentrados ejercicios de evocación visual, táctil, olfativa, gustativa y auditiva, para recuperar su cuerpo.
Cuando finalmente lo hacía, no estaba más en el cuarto que rentaba en un departamento del DF, sino en un loft de Soho, Manhattan, en donde encontraba el retrato que el misterioso fotógrafo le había hecho, además de una bella mujer que era la suma de sus evocaciones sensoriales.
Algo así.
El año era 1995. Imprimí el manuscrito. Lo leyó un amigo. Y me recomendó encajonarlo. Eso hice.
En 1996 me las apañé con otra primera novela, ahora llamada “Bragas”, sobre la que no ahondaré.
No contento con ese otro manuscrito fallido, intenté una tercera primera novela, titulada “Surinam en ruinas”, que, si mal no recuerdo, era una especie de amalgama de “SoHo” y “Bragas”, misma que mandé a un concurso de primera novela, en la que resultó finalista, pero nunca fue publicada.
Después de tantos fracasos, pensé en darme un respiro. Y eso hice.
Me tardé siete años y las tres semanas ya relatadas en escribir mi verdadera primera novela, La piel muerta, entre un divorcio, varios fracasos amorosos, diversas mudanzas de departamento y de país, y el aterrizaje en 2004 en un trabajo que aún conservo. No he dejado ni de escribir ni de publicar libros, casi todos de narrativa, la mayoría novelas breves, desde entonces.
El más reciente y mi noveno o décimo, La pampa imposible, una vuelta de tuerca a La piel muerta, está por ver la luz bajo el sello de Literatura Random House.
5. Vuelvo al otro par de puntos pendientes.
Frustrado por el “fracaso” de “El cuerpo anterior” y sus 300, digo, 400 páginas encajonadas, mi amigo se dio a la empresa de escribir una segunda primera novela, más breve y en la misma línea que su predecesora.
La leí a lo largo de una mañana en Mazunte, Oaxaca, y supe que sería su primer libro. La mandó a concurso y a dictaminar, sin éxito. Hasta que se dio cuenta de que vivía, literalmente, en la editorial que la lanzaría a la luz. Y eso hizo.
Sacrificio, primera novela de Béla Braun (Ciudad de México, 1977), acaba de ser publicada por Nieve de Chamoy, editorial independiente y cuyo variopinto y logrado catálogo –tiene ya 12 títulos en su haber– será lanzado muy pronto.
La primera novela publicada de mi otro amigo, Antonio Ortuño (Zapopan, 1976) se llama El buscador de cabezas y ya es un visionario clásico de nuestras letras presentes, como lo demuestra la versión definitiva del libro, editado por Tusquets; acaba de ganarse el V Premio Ribera del Duero por su tercer libro de cuentos, La vaga ambición, y todas estas líneas son para celebrarlo, tanto a él como a Béla Braun y todas las plumas empeñadas en escribir una primera novela, luego de tantas novelas anteriores, encajonadas.
David Miklos es autor de La piel muerta, La hermana falsa y La gente extraña, así como de Miramar, entre otras novelas. Actualmente es profesor asociado de la División de Historia del CIDE, en donde se desempeña como jefe de redacción de la revista de historia internacional Istor. Es columnista de Literal. Su twitter es @dmiklos.
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Posted: April 10, 2017 at 9:57 pm