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La palabra herida de Jacobo Sefamí
COLUMN/COLUMNA

La palabra herida de Jacobo Sefamí

Sandra Lorenzano

Mili, en lo inacabado mutante*

Hay ausencias que están más presentes en la vida que todas las presencias.

Forman esos vacíos que llenan nuestra memoria con una fuerza irreprimiblemente dolorosa.

Y nos quiebran.

Nos quiebran la lengua.

La mirada.

La esperanza.

Cada una de las células de nuestro cuerpo dice su nombre.

En un susurro.

En un silencio.

En un grito que se astilla antes de nacer.

Como las páginas de este poemario de Jacobo Sefamí. 

Esquirlas.

Añicos.

Trozos desgarrados de un corazón niño.

El verso es así balbuceo: el del recién nacido y a la vez el del adulto doliente (no olvidemos que la primera novela de Sefamí se llamó precisamente Los dolientes). Porque la lengua en duelo es siempre lengua balbuceante, tartamuda.

Cada uno tiene su núcleo más profundo de oscuridad. Y es allí donde están esas ausencias que nos acompañan a lo largo de los años.

El núcleo más profundo, el más íntimo, es siempre una oscura llaga ardiente. 

No hay paz en él.

No hay resignación ni promesa.

Sólo fragmentos de palabras.

Pedazos de imágenes.

Sílabas punzantes que nos repetimos hasta hacer brotar la sangre.

Una niña (tres años) y su hermanito (cuatro) tomados de la mano.

Ésa la escena fundacional.

Una esquina en la colonia Roma. 1962.

Y la imagino hasta el último detalle.

No.

La vivo hasta el último detalle.

Porque ese miedo, esa sorpresa, ese silencio que se vuelve peso insoportable, me atraviesan.   

Porque me quedo pasmada, paralizada, muda, ante el horror.

Los coches pasan a toda velocidad: 

Él se detiene. Su hermanita de la mano.

Ella, deditos regordetes y dulces, se escabulle, se escapa. Su mano se vuelve agua suave entre los dedos del niño. Leche tibia. Leche negra del alba, había escrito Celan apenas unos años antes.

Y corre para cruzar la calle. Ella. Mili.

La noticia encabeza las páginas del libro:

Trágico accidente. Muere niña

de tres años de edad en la

Colonia Roma

Eran las cinco en punto de la tarde.

“El conductor se dio a la fuga”.

“La niña murió en la ambulancia…”

¡ Ay qué terribles cinco de la tarde !

¡ Eran las cinco en todos los relojes !

¡ Eran las cinco en sombra de la tarde !

Las cinco en sombra.

“Un niño de cuatro años de edad, hermano de la víctima, presenció el accidente, pero no pudo responder a ninguna de las preguntas de la policía.”

Mudo. Las palabras se le escurrieron como leche negra entre los dedos.

Como los zapatos blancos de Mili queriendo llegar al otro lado de la calle.

Sesenta años después las palabras, perdidas todas aquella tarde, vuelven como balbuceo.

Como versos entrecortados.

Como espasmos entre paréntesis.

Uno tras otro.

Porque lo único fluido es aquello que se escurrió.

Río. Mar. Dedos regordetes y dulces vueltos líquido rojo que cubre las sábanas.

Zapatos blancos corriendo hacia un Plymouth modelo 62 que se dio a la fuga. 

La primera página del libro quiere detener los dedos, la mano, la asfixia:

“(Vela) lo inacabado mutante (ve) la fiera (inventada) de la noche retrocede (desanima) la purga furtiva en que tu retrato devela el hollín (del encéfalo) (di) si los silencios resplandecen (vuela) en lámina (mancha) escarlata (crece) por debajo (rizoma) (absorbe) el golpe…” (p. 11)

Las palabras -casi apenas aprendidas- escapan en las grietas de la esquina de Zacatecas y Jalapa.

¿Cómo se escribe el llanto? ¿Cómo se vuelve poema el dolor?

Sólo el silencio tartamudo lo explica.

Explica la vergüenza del cuerpo que sigue vivo. Y a veces canta. Y a veces ama.

Hubo hermanos. Risas. Mujeres. Caricias. Hijos. Pasiones.

Pero en el fondo oscuro sólo está esa ausencia –Mili, tres años-.

Sólo se vive en una esquina de la Colonia Roma.

Eternamente es 15 de mayo de 1962.

Eternamente son las 5 de la tarde.

Cada fragmento del libro, cada poema, tiene en el título el nombre de Mili.

Ella, la nunca más nombrada da nombre. Bautiza.

“(espera) te alcanzo (dame) la mano” (p. 11)

Siete fragmentos: tres más cuatro las edades. Número cabalístico.

Por eso en el medio: las sefirot.

“Mili entintada en las sefirot (esplendor naranja en el asfalto)”.

Los diez atributos. Las diez emanaciones.

Y la Cábala ilumina el infinito –Ein Sof– para la raza del libro.

El árbol de la vida es “El árbol de Mili”, surgido de su “Reino”:

Eje

todo gira

en tu derredor

(Mili)

Las “Ensoñaciones falaces” cierran estas páginas que son clamor, que son aullido, que son plegaria, letanía. Kadish de un hombre de más de sesenta años por la hermanita siempre niña. Pero a la vez por sus propia infancia atropellada en una esquina de una ciudad “terrible, gris, monstruosa”, como cantara el poeta.

Una infancia que se quedó sin palabras. Sin luz. Sin oxígeno.

Se sueña entonces Yehuda Ha Leví.

Se sueña Hasday ibn Shaprut.

Y Moisés de León.

Y Juana Inés de la Cruz.

Se sueña en Estambul, y en Al Andalus, y en Nepantla.

Se sueña para “saber si su demencia tiene cura”.

¿Qué sino la poesía podría curarlo del dolor?

¿Qué sino la poesía podría despertarlo de

“la herida perenne

del descalabro

  de Mili”.

 

*Jacobo Sefamí, Mili, en lo inacabado mutante. México, Bonobos / poesía, 2019. El diseño cuidadísimo del poemario, la portada, el juego con las líneas que dan aire a la edición, son un regalo que sólo unas pocas editoriales nos hacen. El objeto libro se vuelve así parte del discurso poético.

 

Sandra Lorenzano es autora de Aproximaciones a Sor Juana (2005) y Políticas de la memoria: tensiones en la palabra y en la imagen (2007), de la novela Saudades (2007), del libro de poemas Vestigios (2010) y de La estirpe del silencio (2015). Forma parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte y es reconocida como una de las 100 mujeres líderes de México por el periódico El Universal.

 

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Posted: February 16, 2020 at 11:55 am

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