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Ana García Bergua

Hay algo melancólico en los regresos cotidianos. Por ejemplo, cuando la gente vuelve de un paseo dominical por el centro de la ciudad y el metro va casi vacío, y ya todos los niños tienen sueño y las madres y los padres están cansados y todos piensan en el día que pasaron, en las energías recuperadas para la semana que se avecina. O cuando regresamos de una oficina agobiante o un changarro que exigen nuestra energía como criaturas nefastas, y dan ganas de llamar a los amigos, irse al cine o a tomar alguna cosa, o comprar pan dulce para instalarse en la casa frente a la serie favorita de televisión. O el retorno a la cotidianidad después un viaje, el momento en que deshacemos las maletas y nuestras ropas y artilugios vuelven a su sitio, junto con los pensamientos y los planes. Hace mucho tiempo escribí sobre los autobuses en los que antes regresábamos de la universidad o del trabajo al anochecer; no era extraño tropezarse con los bultos llenos de verdura que alguna señora traía del mercado o la acera donde había estado vendiendo, pues todavía el campo y la ciudad no eran tan ajenos. Los choferes iluminaban el camión con botes azules de crema Nivea a los que les ponían un foco adentro y eso daba al regreso un tono de escena en parte bucólica, en parte fantástica. Hace tiempo, la hora del regreso era la del anochecer; ahora es difícil de identificar, pues pareciera que cada vez más los trayectos son de ida, de un trabajo a otro, de un afán a otro y el regreso es siempre una hora postergada que casi se junta con la de la partida. Y también, hay que decirlo, en nuestras ciudades muchos no saben si regresarán. Pocas veces los regresos cotidianos son heroicos, aunque como están las cosas, algo comienzan a tener de ello. 

Ese tiempo del regreso es un tiempo distendido, no posee otra finalidad que volver a nuestro centro, cerrar la representación y ser de vuelta quienes somos sin disfraz, actores sin máscara y en camiseta; por algo se dice que al alma regresa al cuerpo cuando nos recuperamos de algún susto. Pero este regreso no siempre es fácil, desde luego: pienso en el caso de Martin Guerre –al que vimos reencarnado por Gerard Depardieu en la célebre película El regreso de Martin Guerre (1982)–, un campesino francés del siglo xvi, quien huyó del pueblo de Artigat donde residía, acusado de robo. En su lugar regresó un impostor que tomó su nombre, su casa y el lecho de su mujer durante tres años, hasta que las sospechas se acumularon y el verdadero Martin tuvo que reaparecer; a pesar de las acusaciones contra el otro, tardó en lograr que lo reconocieran para ser él mismo otra vez. O Ulises, que a su retorno a Itaca tarda en revelar su identidad, pues antes necesita vengarse de los pretendientes de Penélope para, después de lograrlo, volver a ser quien es entre los suyos. Así el regreso y la identidad están ligados de manera estrecha. El hijo pródigo regresa para colmar a los padres con sus dones, pero también los hijos parten del hogar de los padres para fundar los hogares a los cuales regresarán después. Y asimismo hay regresos que se viven como fracasos; es el lugar común de los que parten para triunfar y no lo logran. Los protagonistas de la muy memorable película del suizo Alain Tanner, El regreso de África (1973) que se han despedido de su familia y amistades porque parten a un viaje maravilloso al África, al cancelarse éste prefieren irse a vivir a los suburbios antes que confesarlo. Así, aunque siguen en la misma ciudad de la que debían partir, nunca regresan.

Mis padres y abuelos salieron de España y nunca regresaron. Es decir, regresaron ya muerto Franco, pero nunca fue lo mismo; sólo uno de mis tíos maternos regresó para seguir la vida en Madrid. Aunque mis hermanos y yo nacimos en la Ciudad de México, recuerdo mi primer viaje a la madre patria en 1976 –casi en los estertores del pinche caudillo—como un extraño regreso a aquel lugar mítico de los relatos familiares, retorno frustrado a un lugar que en mucho me resultó extraño, por más que lo quisiera ver de otra manera. Algo así le pasó a mi padre cuando buscó los recuerdos del suyo en su isla natal, según nos contaba y cuenta en sus memorias, y era como la confirmación de esa huella del regreso imposible que queda en muchos emigrantes, como figuras que tuvieran para siempre el centro desplazado, una especie de perpetuo desequilibrio imposible de nivelar. Tal vez hasta ese momento, a los quince años, me pude dar cuenta cabal de que mi hogar era este y aquí he retornado siempre. Mi madre nunca quiso regresar a España, quizá porque lo sospechaba y no quería que la realidad le deformara aquellos recuerdos que le daban identidad.  El retorno es también una revelación.

Ahora pienso, no en la partida de tantas familias alrededor del mundo –entre ellos, desde luego, los centroamericanos que surcan nuestras fronteras–, sino en el retorno imposible a sus hogares. Quienes dicen que deberían quedarse en ellos y no meter en problemas a los países aledaños, no se dan cuenta de que para ellos el regreso es imposible pues están amenazados por la dictadura, por el hambre que es otra dictadura y la pobreza. Qué más quisieran ellos, pienso, que no tener que huir para no poder nunca, completamente, descansar.

Ana García Bergua  Es escritora y ha sido  galardonada  con el Premio de literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela La bomba de San José. Ha publicado traducciones del francés y el inglés, y obras de novela y cuento, así como crónicas y reseñas en medios diversos. 

 

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Posted: October 28, 2018 at 9:24 pm

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