El mundo de las falsas vacaciones exhibido por Reiner Riedler
Dainerys Machado Vento
Al calor de las redes sociales, hemos comenzado a celebrar, cada vez con más frecuencia, el día internacional del café, de la donas y, de perdida, el día internacional de la ropa interior. El entusiasmo de una mayoría llega a imponer fiestas nuevas, celebraciones sin tradición, que no significan nada más que la posibilidad de algunas marcas de aumentar, al menos por unas horas, las ventas o la fama del producto que celebran. Y se podría argumentar que nuestra sociedad se erige desde siempre en una sucesión de conmemoraciones inventadas, que no hay nada de malo en imponer nuevas modas o festividades. Pero esto es verdad y también es mentira.
Acontecimientos históricos solían ser los motivos principales para pautar celebraciones nacionales o internacionales, pero a medida que gana espacio el libre mercado, las pautas parecen tornarse cada vez más comerciales. La abierta propaganda para consumir simulaciones culturales (de la cual el Metaverso de Facebook sería metáfora y clímax) no se detiene en esta decena de días al año que, honestamente, aún resultan fáciles de ignorar (antes de que alguno se convierta en la nueva Navidad). La artificialidad alcanza los cuerpos, el interior de los hogares, tanto como los fines de semanas y días de descanso, para terminar erigiéndose como mecanismo de legitimación social.
Vivir dos o tres días exóticamente, al límite de cada sensación; conocer los escenarios de nuestras películas favoritas o las copias de esos escenarios; pasar unos días en el castillo de las princesas de Disney; dormir noches enteras en medio del mar, en un crucero alejado de la ciudad, pero con clima controlado y piscinas artificiales; elegir como destino un balneario de olas generadas eléctricamente, todo ello no es solo posible, sino que se vuelve una aspiración sistemática para grupos sociales de casi todos los países.
Sin inocencias, plenamente consciente de lo que acontece a su alrededor, del éxito de la superficialidad como producto de venta, de la centralidad del urbanismo en la vida contemporánea y de la experiencia como bien de consumo, el fotógrafo austríaco Reiner Ridler recorrió, entre 2004 y 2009, algunos de los destinos turísticos más concurridos del mundo para fotografiar a sus visitantes, y devolvernos un espejo de esas ridículas elecciones que se suceden con la mayor naturalidad en la sociedad que hemos construido.
La particularidad de su recorrido visual, la advertencia tras las coloridas imágenes hechas por el fotógrafo es que los lugares capturados ofrecen una experiencia construida, unas vacaciones pensadas como vacaciones, un viaje que no tiene destino, diversión enlatada, en serie: Disney World en la Florida, Europark en Alemania exhibiendo las ruinas griegas a pequeña escala, un parque temático en China donde frente a una copia de las Pirámides de Egipto se levanta una Torre Eiffel, el escenario de Star Trek en un hotel en Las Vegas, todas falsas vacaciones, “fake holidays” como el artista llamó a esta serie, que devino exposición, libro (Fake Holidays, 2009) y que ha estado desde hace años exhibida en una de las salas de espera nada más y nada menos que del Aeropuerto Internacional de la ciudad de Miami, fake destino como ningún otro, donde la gente plastifica sus cuerpos para encajar en el paisaje de una ciudad siempre perfecta.
Para decirlo en una sola oración: La serie de fotografías a color Fake Holidays de Reiner Riedler ilumina, a través del absurdo que ostentan sus imágenes, la legitimación de la artificialidad en la sociedad contemporánea. Las fotografías resultan de una incómoda belleza. Son bellas porque estamos en presencia de un ojo experimentado en capturar sentimientos, instantes significativos y contrastes de colores; son incómodas porque muestran la absoluta homogenización que han ido asumiendo los intereses sociales, incluidos los destinos turísticos. Como es de esperarse, los sujetos son clave en estas imágenes, algunas de las cuales podrían clasificarse perfectamente como retratos. A fin de cuentas, sin esos seres sociales dispuestos a consumir diversión en serie, no existiría el absurdo espíritu de las falsas vacaciones.
La aspiración al descanso enlatado no es novedad. Podría tratarse de uno de los productos “perfeccionados” del progreso que se anunciaba en la década de 1950, en especial a partir del desarrollo infraestructural sostenido que inició después de las guerras mundiales, y que ha llegado a tomar y colmar también nuestros espacios de diversión. A principios de esa década, el comercio de alimentos y productos elaborados se multiplicó por diez. Las comidas de estación dejaron de ser de estación para estar disponibles todo el año, aunque no fueran igual de saludables. Claro que durante la llamada edad de oro casi nadie quiso aceptar que, entre los efectos secundarios del crecimiento explosivo de la post guerra, estarían la contaminación ambiental y el deterioro ecológico. Al final, la guerra fría se medía como una carrera científica, en la que cada victoria era un paso en la idea de progreso.
Y se sabe que hoy experimentamos ventajas en el extendido uso de la luz eléctrica y la internet; pero también cargamos las consecuencias en las comunidades sin acceso a agua potable y océanos contaminados, con gobiernos negados a detener el crecimiento infraestructural. El plástico es ubicuo y estamos casi todos envenenados con teflón, aunque no lo sepamos. La ideología del progreso, según el historiador Eric Hobsbawm en su célebre libro Historia del siglo XX fue clave a partir de 1950, y abrazó la antigua idea de que el dominio de la naturaleza era una medida del avance de la humanidad. Se asentó, en fin, la creencia de la Revolución Industrial de que todo progreso tecnológico era sinónimo de bienestar y, más aún, que el bienestar solo se podía construir en grandes ciudades.
Entre las consecuencias de estas transformaciones se encuentra un marcado aumento de la representación del espacio urbano en el imaginario popular. Está tan naturalizado, que a veces ni somos capaces de ponerle resistencia. La idea de la construcción artificial de espacios debe haber contribuido, por mucho tiempo, a pensar que hasta se podría prescindir de la naturaleza. Antes de que el cambio climático se volviera un tema internacional, antes de que las más jóvenes generaciones se dieran cuenta de que la aspiración al desarrollo tecnológico era insostenible si no se frenaba éticamente, pasaron décadas en que se comprendía la artificialidad urbana como si fuera el sendero lógico que toma el desarrollo. Esto mientras se expandía la histeria del consumo que, como había advertido el filósofo francés Jean Baudrillard, marcaría a una sociedad donde tecnología y velocidad se dieran la mano. La combinación ha resultado letal.
Rusell Cobb asegura en el prólogo de The Paradox of Authenticity in a Globalized World que la autenticidad es un efecto, no una realidad, que se trata de la construcción histórica de una identidad que ata a un grupo de personas y a sus expresiones culturales a lugares específicos. De ahí que la percepción sobre autenticidad cambie de un lugar a otro y cambie, también, en el tiempo. O sea, la autenticidad es una construcción. No hay que olvidar, insisto, en que todo lo que hoy se reconoce como clásico es una invención cultural: París no sería la ciudad del amor si entre los siglos XVII y XIX no se hubiera desarrollado ahí el movimiento literario conocido como romanticismo, a la vez que la urbe experimentaba un florecimiento que atraía a artistas de todo el mundo; New York no sería reconocida como capital del mundo si los emigrantes que llegaron desde finales del siglo XIX no hubieran contribuido con su desarrollo inmobiliario y económico. Pero, ¿dónde están hoy los límites en la construcción de lo auténtico? ¿Dónde los límites de una idea global de originalidad? Y, sobre todo, ¿cómo sostener con ética las aspiraciones de progreso y bienestar?
Fake Holidays exhibe descarnadamente el estilo de vida legitimado por el libre mercado, mismo que se expande como aspiración entre grupos históricamente diferentes. De ahí que los turistas –devenidos consumidores, no exploradores— posen frente a la torre Eiffel de París con la misma seguridad con que posan frente a una copia exhibida en China o una construida en Las Vegas.
Ante la falta de respuestas, la extensa serie fotográfica de Riedler sigue encendiendo alarmas. Muestra mucho más que a grupos de persona sonriendo en sórdidos escenarios construidos para saciar a toda costa sus aspiraciones de diversión. Sus fotografías a color iluminan cómo hasta los espacios más pequeños y lejanos aspiran a convertirse en centros de atracción, y no ofreciendo las particularidades de su naturaleza o historia, sino imitando a otras: satisfaciendo aspiraciones globalizadas, vendiendo “experiencias” específicas y no destinos. Fake Holidays exhibe descarnadamente el estilo de vida legitimado por el libre mercado, mismo que se expande como aspiración entre grupos históricamente diferentes. De ahí que los turistas –devenidos consumidores, no exploradores— posen frente a la torre Eiffel de París con la misma seguridad con que posan frente a una copia exhibida en China o una construida en Las Vegas.
Se ha dicho que, desde 1989, el objetivo de este fotógrafo ha sido colocar al sujeto social frente a su propio sistema de valores. A la larga, Riedler no solo ha documentado con sus imágenes los comportamientos repetidos alrededor del mundo, sino que ha dejado testimonio de la globalización de ciertos afanes de consumo que resultan tan inciertos como insostenibles.
Si se mira con atención, se notará que cuerpos y vestuarios de esta serie también muestran una marcada homogeneización. Excepto contadas excepciones, es difícil adivinar el lugar que se muestra por la apariencia de sus visitantes. La crítica a los paisajes artificiales se multiplica así a través de los sujetos que consumen esos falsos destinos con la misma ferocidad con que aceptan la comida rápida, se apegan a irreales estándares de belleza, y a todo eso que se vende como normativo y extrañamente auténtico en el siglo XXI.
*Images by Reiner Riedler
Dainerys Machado Vento es autora del libro de cuentos Las noventa Habanas. Ha sido incluida en la revista Granta entre los mejores narradores jóvenes en español. Estudia su doctorado en Lenguas y Literatura Moderna en la Universidad de Miami. Es cubana. Twitter: @Dainerys_MV
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Posted: January 23, 2022 at 7:14 pm
Me pareció espléndido