Ser un sombrero
Sandra Lorenzano
No quiero ser un sombrero. Tampoco una boa que se comió un elefante.
De pronto, mientras leo el cuento de una mujer que decide dejar todo y viajar a una ciudad desconocida con una maleta que lleva cuatro o cinco prendas —todas negras para no tener que pensar en lo que se pone—, se me ocurre que en este momento de la vida quisiera ser así:
Sin señales de identidad.
Con un cuerpo nuevo.
Con una lengua nueva.
Pero está la memoria. Están las huellas en la piel. Están las palabras.
Quizás sea el momento de aceptar mi condición de sombrero.
Con toda la historia a cuestas.
* * *
En el principio no es jamás el verbo.
Es el vacío.
El silencio.
Las dudas.
Tal vez de lejos llegue un arrullo.
En el principio es siempre la incertidumbre.
La búsqueda de esa pequeña marca en el recuerdo.
Apenas un rasguño.
Verano del 68. La arena que se pega a la piel. Diciembre ventoso en aquellos sures. Somos sólo nosotros tres —papá, mi hermano y yo— y el cuerpo ausente de mamá.
Ella está sin estar. A pesar del dulce de leche. De sus brazadas más allá de la rompiente. De sus “buenos días” y “buenas-noches-que-duermas-bien-y-que-descanses”.
Ojalá el verano del 68 no hubiera existido nunca.
Está sin estar.
¿Será que escribo para que vuelva?
En el principio es siempre la incertidumbre.
* * *
El exilio me dejó tartamuda.
Aunque nadie lo percibiera, el tartamudeo estaba ahí: dispuesto a asaltarme.
Estaba ahí: poniéndome piedras en el camino.
Fue la forma en que mi cuerpo se quedó sin hogar. Ay lengua, tú que me faltas.
Lengua en duelo.
Lengua calcinada.
Lingua bruciata.
Aún tropiezo en ciertas palabras. Con ciertas palabras. Con ciertas sílabas. Intento evitarlas. Intento no olvidarlas. Pero las olvido. Entonces vuelven. Para recordarme que no hay más patria que el íntimo léxico familiar, como dijera Natalia Ginzburg.
Perdido para siempre.
El primer tropiezo es siempre mi propio nombre. Debo concentrarme: empezar con la sibilante sin confiarme demasiado porque las sílabas con R son engañosas, traidoras. Luego llega el apellido. Solamente al pronunciar la O final puedo relajarme un poco. No demasiado porque la nueva tierra está llena de piedras.
Sé que no se dan cuenta.
Quedo exhausta.
* * *
Se habla poco de esta lengua otra dentro de la misma lengua.
Se habla poco de este español exiliado dentro de otro español.
Parece un problema menor.
Pero nosotros sabemos que el tartamudeo está ahí. Al acecho.
* * *
He llegado a pasar unos meses en otra lengua. Una lengua que hablaban mis bisabuelos, que comprendían, sin hablarla, mis abuelos: “…soy aquellos que fueron antes de mí”. Otra vez Natalia Ginzburg.
Llego a otra lengua. En otro país. El segundo día me tropiezo, trastabillo, ¿tartamudeo? Y me caigo.
Fractura del húmero proximal.
Vendaje de Valpeau. Entre corsé y chaleco de fuerza.
Brazo derecho inmovilizado.
El de la escritura.
¿Nombre?, me preguntan en el hospital. Aún no sé si podré decirlo sin volver a caer.
* * *
Leo sin parar libros escritos por quienes han cambiado de lengua por necesidad, por deseo o por obligación.
Conrad. Beckett. Kristeva. Los ejemplos más conocidos.
Por ahora me quedo en Sylvia Molloy (que sigue escribiendo sus novelas en español). En Adrián Bravi (que decidió escribirlas en italiano). En Jhumpa Lahiri (que abandonó el inglés y el éxito de su primer libro por amor a otro idioma). La lista es larga.
Elijo La analfabeta, de Agota Kristof.
Me deslumbra. Me duele.
“Cinco años después de haber llegado a Suiza, hablo francés, pero no lo leo. Me he convertido en una analfabeta. Yo, la que sabía leer cuando tenía cuatro años.
(…)
No he escogido esta lengua. Me ha sido impuesta por el destino, por la suerte, por las circunstancias.
Estoy obligada a escribir en francés, es un desafío.
El desafío de una analfabeta.”
Agota Kristof escapa de Hungría a los veintiún años, con su marido y una bebé de cuatro meses. Las tropas soviéticas han aplastado a la Revolución Húngara de 1956. A la pobreza se suman la violencia y la represión. Cruzan con otros compañeros por el bosque, pasan frío, hambre, miedo, y finalmente llegan a Suiza. Allí la esperan el tedio y la monotonía de la vida de obrera en una fábrica de relojes, y un idioma nuevo que la hace sentir a la intemperie: sola, incomunicada, aislada.
Una fábrica de relojes. Parece un mal chiste. El paso del tiempo marcado en un sitio donde no parece pasar. Pero el silencio le permite crear historias y poemas dentro de sí que después vuelca al papel. En húngaro. De a poco va conociendo las nuevas palabras, aunque nunca serán las propias. Nunca le darán raíces.
“Me dejé en Hungría mi diario de escritura secreta, y también mis primeros poemas. También dejé a mis hermanos, mis padres; sin avisarles, sin despedirme de ellos, sin decirles adiós. Pero sobre todo, ese día, ese día de finales de noviembre del año 1956, perdí definitivamente mi pertenencia a un pueblo.”
Cuando se permita, finalmente, adoptar esa otra lengua, volverá a la lectura y a la escritura. Pero tardará casi treinta años en decidirse a escribir una novela. En 1986 publica El gran cuaderno que la vuelve inmediatamente una autora de enorme éxito. A ésta seguirán La prueba y La tercera mentira.
Esa trilogía dura, casi imposible de leer y al mismo tiempo imprescindible. Un hacha que rompe el mar helado que hay dentro de nosotros, como quería Kafka.
“¿Cómo habría sido mi vida si no hubiera dejado mi país? Más dura, más pobre, pero también menos solitaria, menos rota; quizá feliz.”
* * *
“…menos rota…”
Quizás sea el momento de aceptar mi condición de sombrero.
Con toda la historia a cuestas.
* * *
Para Cioran el cambio de lengua era “un evento catastrófico” en la biografía de un autor. No hablamos en una lengua. Somos en ella.
¿En qué lengua sueña quien no vive en su lengua madre?
¿En qué lengua hablas con tus animales?, le preguntan a Silvia Molloy.
“A las gallinas les hablo en español, agrego muy segura, ante el estupor de mi amigo que no sabía que tuviera gallinas. Vienen corriendo cuando les digo ¡Chicas, a comer! “
* * *
Después de casi diez años de exilio en México, volví a la Argentina. Con siete meses de embarazo y la euforia de haber visto en unas cortas vacaciones, dos años antes, la alegría que se respiraba en las calles por el fin de la dictadura. Quería ser parte de esa fiesta. En el fondo quería ser parte de algo; de lo que fuera: “…perdí definitivamente mi pertenencia…”, escribe Kristof.
Con la ciclotimia clásica de los porteños, ya no encontré alegría —se había esfumado— sino figuras grises que adelantaban el invierno cuando aún no había llegado siquiera el otoño.
Conseguimos un departamento que era poco más grande que una caja de zapatos, unas semanas antes del nacimiento de la bebé. Me sentía tan ajena, tan otra, tan distante de mí misma, dentro y fuera de ese espacio, que pensaba todos los días cómo regresar a casa. ¿Cuál era mi casa? ¿Dónde estaba? ¿En esa ciudad en la que realmente nunca había vivido. (Buenos Aires quedaba a una hora del barrio donde había crecido y cada vez me resultaba más ajena)? ¿O en la otra: en la que tantas veces sentía mi extranjería? Aún no lo he resuelto. Suele defenderme de esa sensación de ajenidad refugiándome entre las cuatro paredes que he pintado de un amarillo cálido, y que tienen una ventana a la que asoma una maravillosa jacaranda.
Ésa es mi verdadera, única pertenencia.
Ningún sombrero ha aspirado a más.
Sandra Lorenzano es autora de Aproximaciones a Sor Juana (2005) y Políticas de la memoria: tensiones en la palabra y en la imagen (2007), de la novela Saudades (2007), del libro de poemas Vestigios (2010) y de La estirpe del silencio (2015). Forma parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte y es reconocida como una de las 100 mujeres líderes de México por el periódico El Universal.
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Posted: June 16, 2019 at 9:48 pm
❤️
Amada Sandra te leo y escucho tu voz, cálida pintada de ese amarillo en tus muros, de la estranjería, como tú la llamas, que para mi se convierte en una egoísta ganancia, sede la oportunidad de conocerta mejor a través de tus letras. Un beso, y cariños de Vlady .
De cuánta belleza dolorida tu sombrero, que no dudó has llenado de otros territorios.carloscfuentes decía: mí patria es el idioma español!. Brindo por vos querida amiga!