Essay
El álbum de los sentidos
COLUMN/COLUMNA

El álbum de los sentidos

Lolita Bosch

Cuando nos planteamos escribir una novela casi nunca tenemos en cuenta que no contamos con dos recursos que parecieran habituales e imprescindibles para crear mundos posibles, trasladarlos de la realidad, imaginarlos o inventarlos. Pero aunque no nos parezca un punto de partida, lo cierto es que una novela no tiene sonido y una novela no tiene imagen. Y a pesar de no tener sonido para crear tensión, por ejemplo; o imagen para recrear algo similar a la realidad; el mundo que debemos poner a funcionar debe, de todos modos, ser un mundo radicalmente vivo.

Las fotografías, e incluso los poemas o collages, que a veces acompañan algunos textos son imágenes estáticas y por lo tanto no sustituyen la realidad sino la captura encerrada de un tiempo y un espacio, algo parecido a lo que pretende la novela pero absolutamente quieto. Es decir, no literario. ¿Cómo lograr, pues, que un mundo escrito permanezca vivo siempre? En primer lugar, partiendo de cuatro hechos fundamentales que tenemos que ver con claridad para confiar en nuestro lector: el lector es capaz de ver, el lector es capaz de entender, el lector es capaz de empatizar y el lector es capaz de interpretar. Nos lo recuerda Julio Cortázar cuando nos dice que es absolutamente imprescindible tratar al lector como un ser humano muy inteligente. Lo es. Por otro lado, debemos también tener presente que el quid de la cuestión, la certeza donde radica la tensión que debe producir la escritura, es que lo que el lector ve, entiende, le produce empatía e interpreta no es lo que el autor le dice sino lo que va sucediendo ordenada y paulatinamente mientras él crea el mundo que le es propio y que le es necesario a la novela que nosotros hemos escrito y él está ahora leyendo. El lector, durante el proceso de lectura, crea y termina el libro. De tal modo que debemos plantearnos con toda la precisión posible cómo funcionan estos cuatro objetivos fundamentales (ver, entender, empatizar e interpretar). Porque, a rasgos muy generales, podríamos decir que cada uno de ellos se logra gracias a uno o varios elementos concretos de la novela. Es decir que cada uno de estos aspectos es un gajo de esta mandarina que es la novela:

1) Lo que ve el lector lo genera básicamente el espacio: Dónde estoy, cómo es este lugar, qué personajes lo habitan, etc.

2) Lo que el lector entiende lo genera, en esencia, la historia y el tema sobre el que versa la novela. Pero también, de forma mucho más inasible y efectiva, el ritmo que la mece y la estructura que la jerarquiza y ordena.

3) La empatía sólo la puede provocar alguien humano o humanizado; es decir, el personaje. Y únicamente puede sentirla otro humano: el lector (parece una obviedad pero no lo es, piénsenlo dos veces).

4) Y, finalmente, lo que el lector interpreta tiene que ver con nuestra capacidad de crear códigos y complicidades pero también con diversos elementos literarios que nos parecen casi impensables y, por lo tanto, inasibles.

De tal modo que antes de comenzar esta sistematización guiada de la escritura literaria, conviene listar y analizar los recursos de los que disponemos para hacer una novela. Usemos, como ejemplo y punto de partida, un espacio con cuatro paredes blancas: el hospital o la clínica en el que muchos de nosotros nacimos. Este lugar, cobra un interés particular si logramos que se construya no como un hospital sino como el lugar en el que nacimos tú o yo. ¿Y cómo logramos pensar en la novela y no en la historia a partir de este espacio y este hecho? Sacando del frente el conflicto o la anécdota principal. No dedicando toda la atención a qué va pasar sino en dónde y cómo empieza: Aquí he nacido yo (o tú).

¿Y entonces, cómo construyo el espacio en el que he nacido, tan cargado de simbolismo, sentimiento y algo similar a la nostalgia? Pensando que es un espacio en el que le estoy pidiéndole al lector que entre. No en un lugar tan solo mío, sino un espacio cargado de sentido al que le pido al lector que acceda en lugar de utilizarlo, únicamente, como un lugar en el que va a pasar un trozo de la historia que quiero contar (nacer). Porque si  lo pensáramos con la historia como eje de todo nuestro trabajo, puesto que la historia es tan lógica, nos veríamos abrumados por una concatenación de coherencias que nos impediría ver y sentir y que únicamente nos llevaría a seguir pistas para entender una historia, no para entrar en un mundo que es mío cuando lo escribo y mío cuando lo leo. No un espacio que sólo sirva para que suceda algo en él sino que tenga sentido porque entro yo (escritora) y entras tú (lectora). El espacio milagroso en el que nos encontramos y casi casi nos comprendemos.

Busquemos otro ejemplo. Imaginemos una novela cuyo conflicto principal es una violación infantil y una amnesia posterior de muchos años. Como punto de partida todos nosotros pensaríamos que es objetivamente comprensible la brutalidad que supone una violación infantil porque socialmente es un crimen cargado de significado. Pero saquemos la violación del texto por un momento y veamos dos ejemplos de lo qué queda: una niña a la que le ocurre algo que no sabe lo que es porque padece amnesia o una adulta desorientada que no confía en un recuerdo que recupera inesperadamente. Es decir que cuando saco momentáneamente del centro de mi trabajo literario la violación, la niña que la ha padecido cobra la importancia que merece aunque ni ella ni el lector todavía no sepan que ha sido violada. Y ésta es la niña que yo debería ser capaz de construir en lugar de pensar que todo lo explica la historia o lo que se suele llamar ‘su anécdota principal’. Porque una niña podría sentirse rota por muchas razones. Porque ha sido violada, obviamente, pero también porque ha visto a sus padres morir en una guerra, ha perdido a sus amigas en un terremoto o padece una enfermedad crónica y degenerativa. Pero, en la sociedad que compartimos, ser violada tiene una connotación distinta al hecho de que tus padres, por usar uno de los ejemplos, mueran en una guerra. Es decir, que el hecho en sí mismo creará la imagen que el lector tendrá de esta niña. Por eso es que debemos ir más allá y entender que la niña que protagoniza esta historia no es una niña violada y basta. Porque nadie es solamente lo que le ocurre. Sino una niña compleja que recuerda tejiendo con el lenguaje, una niña que se narra su propia historia, una niña que le tiene miedo a los lugares en los que estuvo el día de la tragedia… Muchas más cosas que el triste suceso que vive en el texto. Es decir que si sacamos el conflicto principal y nos preguntamos cómo es este personaje, deberíamos ser capaces de darnos cuenta que, antes que nada, que esta niña es víctima de un estigma. Y que antes, mucho antes que cualquier cosa que le haya sucedido, es una niña. Sin adjetivar. Aunque creamos saber cómo es una violación en la vida real porque hay hechos comunes que nos hacen pensar que que por el hecho de que yo haya vivido un suceso tú lector debes vivirlo y entenderlo exactamente igual. No es así. Nada es estático. La literatura es una animal vivo y eterno. Y si a mí (escritora) no me sucede nada por escribir algo (aunque lo haya vivido) no podré lograr que le pase algo importante al personaje y mucho menos al lector.

Importante de verdad.

¿Pero cómo conseguimos que el lector se identifique con la voz del narrador que crea ese espacio en el que entra y sale y que tenga, por tanto, la necesidad de construirlo? Desde luego, no pensando que hay espacios fascinantes por sí mismos. Porque si las cuatro paredes blancas y lisas de las que hablábamos anteriormente no limitan la habitación en la que nací yo (o tú) sino una sala de espera de un dentista, por ejemplo, difícilmente lograremos captar la atención de un lector. O si esas mismas cuatro paredes blancas y lisas fueran las de casa de tu bisabuela en la que sólo estuviste una vez y a donde ahora has regresado porque acabas de descubrir que tu abuelo está enterrado bajo el suelo de la sala con el diario que cuenta la historia de la familia, de nuevo son cuatro paredes fascinantes.

Por lo que podemos concluir que al lector le parece aburrido todo lo que no tiene la necesidad de construir. De hecho, eso es siempre lo aburrido de la literatura: lo que el lector no quiere hacer. Y es por eso, antes que nada, que debemos pensar y aislar lo que queremos que haga un lector en nuestra novela: escuchar la historia que le vamos a contar o construir un lugar donde es posible que esta historia ocurra.

Lolita Bosch nació en Barcelona en 1970, pero vivió mucho tiempo en Albons (Baix Empordà). También ha vivido en Estados Unidos, India y, durante diez años, en la Ciudad de México. Ha publicado, entre otras novelas, Tres historias europeasLa persona que fuimosLa familia de mi padre o Esto que ves es un rostro, así como su antología personal de literatura mexicana Hecho en México y el ensayo narrativo Ahora, escribo. Su Twitter: @LolitaBosch

 

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Posted: October 1, 2017 at 9:37 pm

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