Sobrevuelo bajo las nubes
Héctor Perea
A lo lejos aparecían los cuatro rascacielos, perdidos entre el smog amarillento. En la toma se reajustó un poco el encuadre. Luego la cámara subió todavía un poco más, ampliando el panorama visual, aunque sin alterar el ritmo de la ruta. Por fin, luego de un giro hacia la izquierda, el aparato, poco mayor que la palma de su mano, logró sobrevolar la copa de los árboles de Reforma. Las líneas limitantes de las banquetas, junto con las trazadas sobre los carriles de ida y venida del Paseo, lanzaban la perspectiva visual hacia Chapultepec, mancha verdosa en alta resolución enmarcada en un costado por los edificios de concreto, vidrio y acero de Polanco: lo más contrastante posible con el Bosque y los sillares de roca grisácea del Castillo. Pausado, ligero, sin brincos o desajustes, el dron siguió su vuelo silencioso. Ave de incógnito que todo lo veía y registraba bajo el suave roce de un índice lejano y una autonomía indescifrable sobre la pantalla del celular, convertido en control de imágenes intercambiables, efímeras. Entonces el viajante anónimo pasó la vista del Face al YouTube y la amplió a pantalla completa, no sin antes haber compartido el sobrevuelo en la red. El piloto a distancia notó sobre la banqueta el cuerpo de una mujer delgada, con el rostro semi cubierto por el cabello negro, rizado, en cascada, que tras salir del macizo boscoso del Paseo y pisar el paso de cebra a la altura de Reforma y Río Amazonas, volteó inesperadamente al cielo. Para fijar su vista en el cuerpo del ave mecánica.
La escena, al instante, o con diferencia de apenas unos segundos, aparecida de la nada en el Face de Alicia y Dada y Luis, apenas percibida llevó al trío a iniciar el streaming sonoro. Era un ambiente visual casi puro de no ser por la contaminación color bilis y no más que ruidos apagados de los autos circulando por Reforma. Uno que otro niño gritaba; alguno reía o llamaba o contestaba a algún adulto embebido en la placidez del boulevard arbolado, donde los postes de luz entremetían sus cuerpos fríos entre las ramas y las hojas de los fresnos y los truenos hasta que la imagen del Bosque se fue haciendo clara como por arte de magia. Al fondo, el Castillo mostró entonces, con plenitud, sus terrazas ahora llenas de gente común y corriente que antes habían sido sólo Carlota y Maximiliano. Y su séquito mestizo, desde luego. O el dictador y algunos secuaces. Vieron Alicia y Dada y Luis, cada uno en su pantalla y con ganas frustradas de conocerse y comentar, cómo el dron giró de pronto sobre su eje para abarcar sin ambages la ciudad completa, hacia el oriente. Entonces Dada pasó la imagen a YouTube y la puso en pantalla completa, no sin antes haberla compartido mientras Alicia cerraba su Face para ir a la farmacia y Luis, ya distraído en otra historia de redes y urgido de volver al asunto de trabajo, mudaba de pantalla y se reencontraba con la base de datos desprovista de paisajes, coches, gentes en ir y venir. El dron comenzó a bajar y desde el control virtual del celular recibió la orden de finalizar la toma por ese día.
Las 6:30 pm y casi oscuro por completo. Mari Cruz enciende una lámpara de la sala. Duda en tomar un último café antes de salir de compras. Y, de hecho, si vale la pena esto último por el cansancio que carga como una losa. Va a la cocina y prepara la Moka pequeña, de una taza. La pone al fuego y dedica algunos segundos a ver el cielo encapotado sobre Madrid, al fondo del paisaje de edificios color ladrillo que rodean ese tramo de la M30. Luego vuelve al estudio por un momento para apagar la computadora. Cierra el Word y el PDF. El Twitter no para de recibir nuevos mensajes. La mayoría noticiosos. Cierra también ese programa y, automáticamente, brinca en la pantalla el Facebook, último por eliminar antes de apagar la laptop. Al refrescar el contenido Mari Cruz ve aparecer, entre los nuevos posts, una imagen, quizá grabada o transmitida en streaming, donde figura una panorámica de su querido Chapultepec. El parque se extiende bajo la toma aérea. En conjunto, los árboles forman una vista casi líquida que pudiera reflejar invertido el cielo en verde; en un oleaje de ramas disparejo, puro en su estructura nerviosa, agitado por un viento mucho más cálido que el de Madrid. Las tupidas copas, fusionadas, agitan sus cuerpos porosos como un solo organismo. Vistas desde el cielo no parecen demasiado altas. Pero sí rítmicas. La masa de cedros, álamos, pinos; uno que otro ahuehuete pelón, con su apariencia de piedra antigua, permiten instantes de silencio visual, de absoluta transparencia. En su vuelo pausado el dron desprende del amasijo arbóreo agujeros momentáneos, de una fracción de segundo, que imitan en pequeñísima escala los que dicen tiene allá arriba la capa de ozono. De los que no hay imagen posible o siquiera imaginable para los ojos. Abajo, sin embargo, entre el verdor del cerro se ve algún paseante. Un perro tras algún hueso lanzado hacia los arbustos. Una pareja tomada de las manos. Por allí un cuerpo oculto entre las rocas, como en espera de algo, de alguien. Mari Cruz no puede despegar los ojos de la pantalla. Muchas, demasiadas historias simultáneas para verse en solitario, sin comentario posible. Quizá entrecruzadas en cierto momento. Un grupo de niños andrajosos juega, grita, deja atrás a uno bocabajo, inmóvil. Mientras ella empata las anécdotas con las imágenes el dron sigue inalterable su ruta hacia la Casa del Lago. Va por en medio de la Calzada de los Poetas, a menor altura. Y de golpe acaba la transmisión sin subtítulo ni comentario de cierre. Con cara de asombro, de absoluta decepción y tristeza por la lejanía de México, Mari Cruz siente haber perdido una posibilidad única. Hubiera querido saber lo que pasó con varias de las historias colectivas o individuales apenas bosquejadas al vuelo. Ver más de cerca las esculturas en bronce y mármol de los poetas elegidos por quién sabe quién. Escuchar algún concierto en la casa antigua junto al lago principal. Y entonces la despierta de la ensoñación la cafetera hirviendo, escupiendo el café por la boca y los costados y corre a la cocina sin haber resuelto la duda inicial sobre salir o no a la calle. Lo que sí es que antes de hacerlo dará un último sorbo al café y apagará finalmente la computadora, sin haber podido compartir lo visto. La noche está fresca y silenciosa. Y el parque del Retiro a diez minutos. Así que…
… escena que aparece unos minutos antes, desde su inicio, en el piso veinte de la Torre Bancomer. Se había colado de manera subrepticia en la pantalla del Face de María Emilia. Plano que no tendría que estar viendo sino sólo las páginas de cifras, proyecciones, resultados que analizar. Pero todo desaparece de su interés en cuanto ve el sobrevuelo por la avenida Presidente Masaryk. Las tiendas de diseño, los bancos y cafeterías parecen de juguete. Como todo Polanco. Y las gentes, vecinas o no del barrio. El dron pasa sobre una cafetería con terraza en la que, si pudiera seguir sus instintos, María Emilia tendría que estar en ese mismo instante con las amigas, para comenta las series de narcos y mafiosos de Neflix; o con Felipe, el jefe con el que a veces huye para recorrer el otro Polanco, el 3.0 de las puertas cerradas, los lugares reservados a los amigos especiales que no lo son más que allí: en la clandestinidad penumbrosa y los espacios de shows privados, de polvos blanquísimos y canutillos. Durante los días en que frente a los demás, y sin que nadie se dé cuenta, se viven las otras vidas. Las de verdad. Pero María Emilia se toca la nariz con cierta nostalgia y el dron no detiene su recorrido en la terraza –una de tantas–. Sigue su vuelo errático sólo en apariencia. Sin haber descubierto enigmas o misterios innombrables el ave mecánica pareciera rozar la copa de los árboles. Por lo que se eleva, pero sólo un poco. Lo suficiente para no chocar y seguir indagando en otros detalles de ese universo en miniatura. También, sólo en apariencia. La ejecutiva mira con placer cada fachada de casona neocolonial reconvertida en tienda de novias, de Jaguars o Lamborghinis. En financieras y restaurantes en la lista de los 50. Recorre la avenida con morosidad, sin perder detalles, bajo la voluntad del operador a distancia y el ambiente pop-camp de la música en el IPhone. La joven da la espalda a otras vistas, para nada virtuales, de Reforma. Captadas desde el rascacielos y que sólo fueron fantásticas para ella al inicio de la chamba. Las primeras dos semanas serían de fascinación. Ya a estas alturas, sumadas a las cifras y las prospectivas financieras, las vistas de Chapultepec resultan también bastantes aburridas. Gracias a la toma María Emilia descubre aún algunos sitios desconocidos de una colonia que siente como propia. Una heladería, una tienda de ropa de marca. Todos los demás locales alguna vez los ha visto, visitado, alucinado. Como aquel edificio rosado de los treintas, con pinta de crucero y balcones semicirculares en cada piso, de corte absolutamente familiar. En un depto. donde alguna vez se había encontrado con amigos de amigos que la dejaron al final entre gente nueva con la que hablaría de cine y de rock y de la vida hasta que tuvo que irse derechito, en un Uber, a la Torre del banco porque eran casi las ocho y el sol ya traspasaba sus lentes negros. Esa noche había descubierto que la casa preciosa era en realidad la de enfrente. Una blanquísima, de estilo Déco, con su Cambalache arriba y su Scotia abajo del que ahora salen gentes vestidas de diario corriendo. Alguno atraviesa el ventanal y, ensangrentado, en pleno arrastre de su cuerpo, alcanza la orilla de la banqueta. Sí, ese mismo era el edificio más hermoso de la avenida Masaryk durante aquella noche en blanco, nebulosa de ideas y argumentos sin fin. De estímulos inéditos, entre copas y pastillas multicolores. Hoy, en la toma del dron, todos huyen de los destellos provenientes de la casona; libran arbustos y bancas de diseño; se arrojan y ruedan por las escaleras exteriores del banco. Se arrastran hacia los árboles del camellón. Nadie mira los coches que frenan como pueden. Los cuerpos brincan unos sobre otros a media calle cuando alguien, tras María Emilia, le toca el hombro… Ella entonces, boquiabierta aún por el efecto de las imágenes inmediatas del dron, objetivas al máximo, logra cambiar la pantalla con un movimiento maestro de los dedos sobre el teclado. Y en vez de las vistas aéreas aparecerá ahora la inmóvil de las prospectivas bancarias.
Amanece con un rojo intenso entre las ruinas, más allá de la imponente mole rocosa. En la cima de la montaña las columnas y el frontón del templo dibujan, a contraluz, un perfil de revista. Bill Vargas quería ver la imagen completa, con paisaje y templo, por última vez antes de volver a su Wyandotte, más que apreciado apenas tolerado. Y por cierto que debe confirmar asiento e imprimir el pase de abordar antes de salir al último paseo. Así que enciende la tablet y se dirige un instante al baño. El avión de American saldrá a tiempo y el asiento no está mal hacia el final del pasillo. Así que, luego de un brinco rápido para constatar el final pausado del amanecer, el viajero entra al Face y comienza a bajar el cursor por la pantalla en busca de tendencias y cosas raras que abrir: Christopher Walken baila Fatboy Slim, acción que remata volando por el lobby del hotel. Bill se topa luego con el título en español –último detalle de la herencia familiar: la lengua aprendida directamente de su padre– “La impresionante transformación del secuestrado Marco Antonio hace sospechar…”, y de inmediato descarta la lectura del tema candente al sentirse tan lejano ya de ese mundo rabioso, irremediable, lleno de injusticias y miedos. Luego, en el sitio de las oldies, escuchará a Django Reinhardt y su trío tocar jazz en un barecito del Montmartre en guerra. Presentaciones de libros, cumpleaños de amigos surgirán por todos lados en su Face. Cuando de pronto brinca una panorámica desconocida en la pantalla. Un paseo entre las nubes algo densas que van de un blanco ligeramente pardo a un amarillo sucio. El vuelo permite descubrir, por entre los huecos dejados sobre la superficie bofa y sin cuerpo palpable, fragmentos enigmáticos de un barrio de calles estrechas y casas bajas. La tonalidad gris de la sencilla arquitectura del sitio se fusiona con el tono de la gente común y corriente que va y viene por calles sin banquetas. En camiseta o sólo suéter los hombres, y las mujeres sin resalte alguno. Todos en medio del ruidero inescrutable de los vendedores ambulantes en plena oferta de baratijas y alimentos poco apetecibles. Mientras la escena completa, vista a través de los vistazos aéreos, va definiendo la forma del tianguis, el mercado de ruedas esparcido por varias calles, algunos vendedores que no parecían interesarse en vender hablan entre sí y miran sin cesar, nerviosamente, en muchas direcciones, con los celulares siempre a punto de comunicar. La sencillez y monotonía del paseo nuboso contrastará, en la percepción de Bill Vargas, con la monumentalidad grabada en su memoria inmediata, donde las piedras y columnas y frisos de un blanco y una definición totales encajan con absoluta naturalidad y contundencia en el paisaje crudo, semidesértico del universo mil veces leído o visto en las ilustraciones de los libros de texto y en las películas. Las batallas narradas por autores míticos o recogidas a lo largo de los siglos por la tradición occidental chocan ahora con la contundente falta de heroísmo de lo que ve el denigrado como pocho, al fin –y con orgullo– chicano, en ese sobrevuelo anónimo del Face. Qué maravilla haber hecho el viaje que, dentro del peor de los absurdos, debía ahora comenzar a dejar atrás ante la inminencia del regreso a la burda realidad de su existencia. Al vació absoluto de su vida diaria, llena de pequeños placeres y la seguridad inalterable de su día a día, de su año con año. Inmovilidad que lo acompañaría hasta el fin de los tiempos. Bueno, al menos del suyo propio. Sin la elegancia del pasado, confrontado sólo con la vulgaridad sin límites, mortal, del hoy, ¿cómo entender la solidez de las columnas en el Partenón, su silencio milenario lleno de significados, sólo roto por la sonoridad de aquella hermosa lengua incomprensible hasta por los hablantes actuales de la misma? ¿Cómo recuperar el blanco inmaculado de las luchas por el poder de la Grecia clásica? ¿Cómo desprender y dar esa pátina digna de los héroes a las luchas del presente, pura grosería, intereses corrompidos, odio? Y en eso estaba, sentado ante el ventanal. Con la Acrópolis al fondo y el cielo como única frontera ante la inmortalidad, en sacrificio de los minutos finales de su estancia, vio cómo se abría un hueco enorme entre las nubes de la pantalla y aparecía al fin, completa, la Merced: el claustro mudéjar, el mercadillo de comida y chucherías con sus edificios muertos hacia afuera, plenos de humanidad hacia el interior. Reconoció en seguida el barrio de sus años de miseria en la ciudad. De mendrugos con semanas de dureza robados a las ratas entre olores de orín y excremento. De su infancia pringosa, violenta, antes del brinco familiar al norte. Las miradas laterales se buscaron entonces. Chocaron entre sí, bajo un solo testigo celeste. Las máscaras unísonas, vigilantes, lanzaron sus cuencas vacías hacia los puestos clandestinos sin soltar los celulares, que pegaron con goma imaginaria a la oreja. Y los puestos, en un instante, habían desaparecido hechos rollo. Jalados hacia las entradas de bodegas semiderruidas, de casuchas y vecindades. Por entre las puertas laterales de la minúscula iglesia. De donde volvieron a salir las mercancías y sus máscaras rodeados de agentes de bigotito y cachiporra, complemento de una redada surgida como de la nada. Y los hombres, mujeres, niños grises trataron entonces de esquivar los golpes y patadas. Los empujones contra la pared. Buscaron como locos la transparencia. Una inmediata desaparición que, como por arte de magia, los librara de la posesión de las sustancias líquidas y sólidas que tragaban o tiraban por las alcantarillas o aventaban como granadas minúsculas al dron. Al del ojo fijo, sin parpadeos: el avecita negra, inalcanzable, que con toda tranquilidad libraba los obstáculos al subir y bajar; al inclinar su cuerpo y lanzarse en picada sobre la chusma para lograr la toma única, de premio. El robot aéreo sobrevolaba a la turba, a toda velocidad. Siguió a la desbandada por las calles de Correo Mayor; y luego, sin obstáculo alguno, por Jesús María. Por último, ya con relativa tranquilidad, sobrevoló La Soledad, donde todavía lograría algunas imágenes vendibles de los puestos de santería, protegidos por alguna Santa Muerte y su novio el Malverde. El dron se perdió entonces por la plaza que remataba la calle, tras la estela de unas damas que en minifalda y medias negras, caladas, buscaban donde aterrizar su humanidad. Ante la brusca pérdida de la transmisión, que en ningún momento pudo ni quiso compartir, Bill, con el corazón agitado, decidió seguir su propia ruta. Ahora por el Twitter, el Instagram. Navegando en sus distintos servicios de mail que le dieron la tranquilidad suficiente para iniciar, con la mente limpia, en blanco, el regreso. Confirmó el buen clima de la región en el Weather Chanell. Y la tranquilidad de sus calles, de su mundo sin ningún chiste pero confiable, en el Google Earth. Y entonces sintió, no sin cierta alegría, que estaba ya de vuelta en Lousville, Kentucky.
Héctor Perea (Ciudad de México, 1953) Narrador y ensayista, fue becario del Centro Mexicano de Escritores y es miembro honorífico del Sistema Nacional de Creadores de Artes. Entre sus libros de cuento están Casa de cielo (España, Mirada Malva, 2017), Los párpados del mundo (España, Mirada Malva, 2007) y Aguasvivas (México, EL Ermitaño, 1997); y entre los de ensayo y crónica, El más allá de la mirada (México, INBAL/Universidad Autónoma de Nuevo León, 2019), La música delgada (México, UNAM, 2015) y Ojos de Reyes (México, UNAM, 2009). Ha obtenido, entre otros reconocimientos: el Premio Universidad Nacional 2020, por creación artística y extensión de la cultura; el Premio Internacional Alfonso Reyes 2019; el Premio Bellas Artes José Revueltas de Ensayo Literario 1994 y, en 1989 y 2018, el Premio Nacional de Periodismo Cultural del Club de Periodistas de México.
Posted: October 5, 2021 at 9:39 pm