Essay
Tres tristes prosas

Tres tristes prosas

Ernesto Hernández Busto 

En México

Me había sentado a comer en un japonés que me pareció bueno, yo solo, en las mesas de fuera, y miraba medio distraído a la gente pasar por una calle chata, al costado del centro comercial. Eran trozos de fotografías rápidas, pedazos de gente dentro de sus coches, lo que podía verse de ellos, incluso con la mente casi en blanco, mientras esperaba que trajeran mi pedido. Y de pronto, al nivel de la calle, dos figuras completas: hombre y niño. Padre e hijo, digamos; mirándolo todo, mirándome. El padre: rostro arrugado, orejas grandes, la piel cobriza asomando bajo las mangas de una camiseta blanca. Calzado con sandalias, pequeño, seco. El niño, en cambio, era como un grillito: no paraba de moverse, lo miraba todo con sus grandes ojos de asombro artístico, de suspiro. Yo tampoco podía dejar de mirarlos. Era raro verlos allí, en ese barrio elegante, de tiendas y restaurantes de lujo y empleados con traje. Un domingo. No parecían tener algo que hacer. Algo específico, digo. No pedían, no buscaban. Sólo paseaban por un lugar que también a ellos les debía parecer raro. El niño de pronto se detuvo junto a una mesa de la terraza. Miraba algo fijamente, pero yo no podía entender qué era. Sólo una mesa normal, vacía, en una terraza vacía. Estaba como hipnotizado, parado allí, frente a esa mesa. Y entonces le preguntó algo a su padre, en una lengua incomprensible y cantarina. Y el padre le acercó la mano para que tocara el cenicero de cristal, un cenicero común y corriente, puesto allí, sobre la mesa. ¿Qué es eso?, preguntaba. ¿Qué cosa es eso?

Koumiko/Shonagon

“Inventar Japón es una forma como cualquier otra de conocerlo”, dice el cineasta Chris Marker, rizando el rizo de una frase de Wilde: “The whole of Japan is a pure invention“. Y tiene razón, concluye uno tras ver Le Mystère Koumiko, su documental de 1965, donde flirtea con las convenciones del cinema verité, pero también con la idea de usar todo un país como pretexto para descifrar un semblante. Marker se sumerge en el interior de una muchacha japonesa que durante las Olimpiadas de Tokio de 1962 se dedica a observar a los jóvenes occidentales y reflexiona sobre las diferencias de ese mundo con el suyo. Aunque pretende ser un documento básico y “directo”, en realidad el filme es una meditación sobre lo irreductible de una personalidad, esa ficción humana que escapa a los hechos “puros” y que sólo se anuncia en un nombre, como si fuera una contraseña o una cifra mágica. La “verdadera” Koumiko (me entero luego) no fue un personaje encontrado al azar en la multitud, sino una amiga de los ayudantes de producción, y en la pantalla se mezclan la chica real y el golem markeriano. Reconocemos, por supuesto, el inconfundible estilo literario de Marker puesto en boca de la japonesa. Juegos de máscaras, donde resulta difícil precisar quién nos habla realmente. La invención al servicio de una verité última.

Muchos años después de esa primera incursión japonesa, en una secuencia de Sans soleil (1983), maravilloso cuaderno de viajes-película-ensayo-experimental o diario-filmado, Marker cita un fragmento de la cortesana y escritora Sei Shonagon, autora del célebre Libro de la almohada. A Shonagon le encantaban las listas, y tiene muchas en las que cada cosa es una pequeña revelación o sombra efímera. Listas de “cosas sorprendentes y perturbadoras”. De “cosas que suscitan una profunda memoria del pasado”. De cosas embarazosas. O espléndidas. Cosas que ganan (o pierden) al ser pintadas. Lista de vientos o nubes. De cosas dignas de verse. Enumeraciones que son un puente entre realidad y ficción. Su estructura, sin embargo, es justo lo contrario de un tratado: la del libro de notas donde recogemos, antes de acostarnos, las impresiones de un día, catálogo de nimiedades –y que sugiere el proyecto imposible de un recuento de instantes, de momentos que conducen al sueño, es decir, a ninguna parte.

La que cita Marker son “Cosas que hacen latir deprisa el corazón”:

“Gorriones que alimentan a sus crías. Pasar por un lugar donde juegan niños. Dormir en una habitación donde se ha quemado incienso. Advertir que un elegante espejo chino está un poco empañado. Ver a un caballero que detiene su carruaje frente a nuestro portón y ordena a sus servidores que lo anuncien. Lavarse el pelo, acicalarse y ponerse ropas perfumadas. Aunque nadie lo vea, sentimos un íntimo placer.

Es de noche y uno espera una visita. De pronto nos sorprende el sonido de las gotas de lluvia que el viento arroja contra las persianas.”

Lugar de encuentro

Me encuentro con la poeta norteamericana Mary Jo Bang, de visita en Barcelona, para presentar una pequeña antología publicada por una editorial independiente. Como toda la gente sabia, es más bien discreta, pudorosa, renuente a explayarse sobre cuestiones teóricas o ideas generales. No cae en las trampas de mi rendida admiración, ni siquiera cuando despliego algunas preguntas que muestran la intensa lectura de su obra (no entiendo cómo casi nadie conoce por estos lares su fascinante experimento con el Inferno de Dante, traducido y actualizado con referencias contemporáneas). La edad y el espíritu desenfadado e irónico propio de los liberals de la Costa Este se combinan como un precipitado químico en su perfecta nonchalance. Aunque hay un velo trágico en esa indiferencia: su hijo Michael murió hace años de una sobredosis. En algún momento de la noche, tras haber dado muchas vueltas y burlas, me dice algo que traduzco y transcribo, primero en mi cabeza y luego en mi teléfono, camino a casa, porque siento una extraña necesidad de no olvidarlo. “A veces te das cuenta de algo, sabes con exactitud que ahora realmente has entendido algo. Hay pocas oportunidades de entender o de hablar sobre las cosas importantes… Cuando miro mis poemas veo que hablan de la muerte, pero si vas con tu amigo y te pones a hablarle de la muerte, tu amigo se preocupará, te dirá que tal vez necesitas terapia o antidepresivos. Hay algunos límites en la exhibición de estos temas en los que pensamos todo el tiempo. ¿Dónde podemos ir a hablar de estas cosas sin alarmar a nuestros amigos y conocidos? Me di cuenta entonces de que el poema es uno de esos lugares donde puedes hablar de algo que te toca profundamente, algo muy triste o de lo que a lo mejor ni sabías que querías hablar”.

Ernesto Hernández Busto (La Habana, Cuba, 1968). Poeta, ensayista, editor y traductor cubano residente en Barcelona. Entre sus títulos más recientes se encuentran La ruta natural (Vaso Roto, 2015) y Diario de Kioto (Cuadrivio, 2015). Colabora en El País.

 

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Posted: November 26, 2017 at 10:00 pm

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