Un atardecer sin lentes de sol: “Las malas”, de Camila Sosa Villada
Alfredo Núñez Lanz
Somos como un atardecer sin lentes de sol»,
decía La Tía Encarna. «Nuestro fulgor enceguece,
ofusca a los que nos miran y los asusta.
Al anochecer, entre las sombras del Parque Sarmiento, en la ciudad de Córdoba, Argentina, un desfile prohibido acontece. Es un desfile doble: el de una caravana de travestis que se pasan el whiskey de mano en mano con tal de darse ánimo o evadir el frío –de vez en cuando también se comparten la cocaína– y la otra procesión es de autos que buscan pasar un rato de felicidad, sexo pagado. Ambos grupos se ocultan en aquella oscura comarca clandestina: las travestis simulan en la oscuridad las imperfecciones que aún no pueden costear y los clientes probables se sienten más cómodos en la penumbra de sus caparazones de cuatro ruedas, desde donde llaman a bocinazos y cierran las transacciones. La Tía Encarna, matriarca eterna y defensora de las travestis, es la única que se aleja de su clan, “un poco desorientada, hostigada por los zapatos de acrílico que a sus ciento setenta y ocho años se sienten como una cama de clavos”; arrastrando su siglo de vida y golpes persigue un sonido y una corazonada: el llanto de un bebé que proviene del bosque, de las zanjas donde se esconden las prostitutas cuando hay una redada policial. Entre las ramas espinosas por fin lo encuentra y finalmente lo rescata.
Esta es la premisa de Las malas, la extraordinaria novela de la escritora argentina Camila Sosa Villada que el año pasado obtuvo el Premio Internacional Sor Juana Inés de la Cruz otorgado por la FIL de Guadalajara. Este hecho sentó un precedente histórico en la República de las Letras hispanoamericana, pues por primera vez se otorgó el galardón a una mujer trans. Las “críticas” ramplonas, basadas en la identidad de género de la autora –sí, por increíble que parezca– no se hicieron esperar sin siquiera darle al texto el beneficio de la duda. Recordemos que el premio Sor Juana está dirigido a la literatura escrita por mujeres en un afán por darle reconociemiento, visibilidad y proyección.
Gracias al efectivo manejo del lenguaje, la autora logra encontrar la belleza en medio de la sordidez, ofreciéndole al lector una hermosa flor surgida de la ciénaga. Sosa Villada muestra su preocupación por retratar el léxico que comparten los travestis y mujeres trans, un código violento donde cada actante de ese mundo peligroso e injusto recibe apodos, insultos o burlas que van incorporándose a la manera de pensarse y ser. Pero lo extraordinario de este lenguaje es que la autora lo trabaja, lo depura y trastoca con tal de que trascienda las barreras endogámicas y logre universalidad. Mediante una serie de recursos poéticos manejados con gran precisión la novela nos seduce llevándonos a comprender cómo opera la sensibilidad travesti, cuál es su esencia más allá del maquillaje, los tacones y las pelucas que la adornan en esa fiesta permanente que oculta el dolor del rechazo.
Haciendo uso de la primera persona, Camila comparte su confesión en tiempo presente, provocando el efecto de acompañarla en su discurso y vivir cada uno de los episodios que cuenta. El camino de la narración no es lineal, sino caprichoso, desobediente, con saltos temporales que, en aparente caos, van desentrañando el pasado familiar, los orígenes de aquella rabia que nace de la opresión: “El miedo lo teñía todo en mi casa […] El miedo era mi padre. No hubo policías ni clientes ni crueldades que me hicieran temer del modo en que temía a mi papá […] Es posible que ahí se geste el llanto de las travestis: en el temor mutuo entre el padre y la travesti cachorra. La herida se abre al mundo y las travestis lloramos”. El miedo al que hace referencia la autora también está marcado por el estigma social: si se es travesti la muerte llegará más pronto y será violenta; así profetizan las estadísticas, las familias y las buenas conciencias, como si el destino de cualquier individuo trans estuviera marcado por el oprobio y, peor, fuera merecido.
El relato de infancia y adolescencia de Camila es terrible y magnífico, pues su brutal sinceridad conmueve y conduce a la reflexión; somos testigos de la manera en que la esencia de Camila se abre paso a través del cuerpo de Cristian a pesar del entorno hostil, burlando los golpes, las amenazas de muerte, con la furia de quien defiende su esencia. Paralelamente, las historias de los miembros del clan de La Tía Encarna se van trenzando en un variopinto tejido de contrastes y paradojas, pues la desheredada encuentra una nueva familia que es también un ejército combatiente. Y un hogar. Aquí el trabajo de ambientación es muy destacable al pintarnos esa casa-buhardilla donde el clan convive, “la pensión más maricona del mundo”, ese hábitat coloreado de rosa, con plantas que crecen libremente y parecen arropar a los cuerpos denigrados, macerados y a veces rotos de sus habitantes.
Las malas está escrita en clave dual. No sólo pasado y presente se entrelazan, también la punzante pluma de la autora alterna registros que van de lo fantástico a lo realista, de lo sagrado a lo profano ofreciéndonos momentos donde incluso nos coloca en una frontera difusa entre lo real y lo metafórico. Esa zona propicia las mutaciones de los personajes, como María la Muda, que de pronto descubre su naturaleza de ave y poco a poco acepta la metamorfosis; o Natalí, sometida al influjo licántropo de la luna llena. También está el mito de los “hombres sin cabeza”, seres expatriados de piel oscura capaces de enamorarse de las travestis, pues comparten su desarraigo. Esta combinación de recursos duales seducen y abruman, pues el realismo mágico jamás edulcora la brutalidad, la crudeza de esa vida en los márgenes y al filo del asesinato.
Quizá el personaje mejor caracterizado, el más entrañable y sorprendente de Las malas sea La Tía Encarna, quien vive una maternidad fuera de los cánones: un ser poderoso capaz de burlar la vigilancia policial, que arropa a sus hijas travestis, las castiga y perdona: “Esa mujer ahí parada, que cargaba con el odio del mundo sobre su espalda, era más que digna de nuestro amor, así fuera una perra, así fuera una déspota, una solitaria desesperada capaz de todo. Esa mujer nos dio de comer cuando todo el mundo nos perseguía”. Una caracterización lúcida, pues nos recuerda que no hay ser que encarne mejor la dualidad, la dicotomía discursiva, que una madre. La maternidad de La Tía Encarna es tan terrible como tierna: ella cría a sus hijas, las arrendatarias de su pensión, enseñándoles a protegerse y amarse, con métodos dolorosos, pero a la vez efectivos y siempre ofrece dignidad, descanso o el alimento adecuado, “el secreto mejor guardado de las nodrizas, el placer y el dolor de ser drenadas por un cachorro. Una dolorosa inyección de paz” y con todas sus limitantes, con toda su animalidad, bondad y sacrificio, esta mujer logra criar a un niño. Su sola imagen significa la más alta transgresión en este mundo hispanohablante todavía binario y rupestre.
El año 2020 ofreció toda clase de libros sobre maternidades conflictivas, la mayoría tratadas desde el tremendismo, con gritos de denuncia tan estridentes que silenciaban cualquier otro logro formal. Pocas supieron sublimar a través del lenguaje la experiencia violenta de vivir la femineidad en este contexto de machismos rampantes y cínicos como Camila Sosa Villada. Esta novela no sólo es un manifiesto, también es un rito que nos recuerda el ejercicio de la escritura como un acto revolucionario. Aquí se estruja al lector con belleza y podredumbre a partes iguales demostrando una gran astucia para no achatar el discurso y reducirlo a la mera queja o el desahogo machacón. “Yo también te parí”, le dice la Tía Encarna a su niño, apodado El Brillo de los Ojos, “pero por un camino de ramas y sangre […] hiciste renacer mi carne que estaba muerta completamente como un puñado de hierba seca. Tu nacimiento no es menos que este. Y yo no soy menos tu madre por no tener entre las piernas una herida abierta”.
Como su autora lo mencionó al obtener el premio, “tal vez el valor de Las malas radique en el silencio”, ese silencio donde Camila puso una parte de sí misma a salvo, aquella parte incapaz de transmitir el verdadero horror que fue defender su identidad travesti hace veinticinco años. Sin duda, Las malas continuará abriéndose paso entre los lectores con la fuerza tenaz de un cactus que nace y florece en el desierto.
Alfredo Núñez Lanz. Cofundador de Textofilia Ediciones. Es autor de los libros Soy un dinosaurio (Conaculta, 2013), Veneno de abeja (Secretaría de Cultura, 2016) y El pacto de la hoguera (Ediciones Era, 2017). Becario del Programa Jóvenes Creadores del FONCA 2014 y 2016. En 2018 obtuvo el “Premio nacional de narrativa histórica Ignacio Solares” para obra publicada por El pacto de la hoguera. Su Twiter es @NunezLanz
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Posted: February 24, 2021 at 10:29 pm