Postverdad. Cuando la verdad se convierte en mercancía
Daniel T. Rodgers
El término “postverdad” tiene algo pegadizo, un toque de agencia de publicidad. Y eso es precisamente lo que puede estar mal con dicha palabra y con nuestro tiempo. No vivimos una era despojada de verdades sino, al contrario, protagonizamos un momento político-cultural saturado de afirmaciones sobre la verdad, cada una insistiendo sobre su veracidad. Así hemos construido un mercado de verdades abierto –y el resultado no es una situación feliz.
Si se puede hablar de un tiempo en la historia norteamericana reciente en el que la esencia de la verdad estuvo bajo escrutinio crítico esa fue la época de los años 60. Fue entonces cuando en la cultura popular y académica la creencia de que la verdad se hallaba en una esfera independiente de sus indagadores comenzó a fragmentarse. Los científicos sociales aprendieron a ser mucho más autocríticos en cuanto a sus métodos. Asimismo, los antropólogos advirtieron que no podían escribir solos sus etnografías y, a su vez, los historiadores entendieron que los archivos contenían ficciones tanto como hechos. Según palabras de Thomas Kuhn, los paradigmas formaban múltiples mundos de suposición con los que los científicos naturales trabajaban. Paulatinamente, todos se dieron cuenta de que ninguno de los investigadores de la verdad podía escapar plenamente del punto de vista y las experiencias que llevaba consigo. Con mucha frecuencia, lo que parecía “natural” no era natural en absoluto sino producto de la cultura y la aceptación tácita.
“Don’t truth me and I won’t truth you” [No me digas la verdad que yo no lo haré], escribió Kurt Vonnegut al inicio de esa era. Pero aunque el momento para el que Kuhn, Richard Rorty, Stanley Fish, y el best-seller I’m OK, You’re OK escribían es altamente caricaturizable como un simple ataque de relativismo, la autocrítica trajo enormes ganancias también. Los anarquistas epistemológicos de la época nunca formaron un número considerable. Para la mayoría de quienes trataban de pensar desde de la política y la epistemología un mundo más allá de las convicciones, las verdades no estaban muertas. Las verdades necesitaban ser discutidas. Tomaban forma en el discurso, el debate y el diálogo. Eran provisionales, plurales, sujetos a enmienda, a nuevos puntos de vista, crítica y reexamen. La búsqueda de la verdad exigía duda y capacidad de albergar más de una hipótesis; exigía paciencia. Las verdades postpositivistas y postideológicas se formaron en el acto de la investigación autocrítica. Ya sea en el laboratorio, el trabajo de campo social o el seminario de humanidades, los maestros enseñaban a los estudiantes a buscarlas.
Ese sentido de la verdad como producto de investigación y diálogo autocríticos no caracteriza al momento que vivimos. El ambiente político-cultural de hoy está saturado con pretensiones de verdad compitiendo, vociferando airadamente y con apenas una pizca de duda. ¿Es real el calentamiento global, sea cual sea la preponderancia de la opinión científica? ¿La globalización ha erosionado fatalmente el núcleo de la economía estadounidense? ¿El racismo ha “acabado”?
Algo de lo que inunda el aire –en última instancia, más espeso y nocivo de lo que cualquier democracia puede soportar– está mintiendo. Pero la mentira es muy antigua en la política democrática. Las figuras públicas mienten por razones de Estado (piensen en Bahía de Cochinos), mienten para proteger su base política (piensen en Watergate), mienten porque habitan un mundo en el que las posturas y las exageraciones tienen valor instrumental (piensen en Joseph McCarthy). Durante mucho tiempo los periódicos han hecho fortuna viviendo justo por encima de la verdad. Las medias verdades movilizan a multitudes políticas, ya sea mediante imágenes de especuladores pululando en los templos o comunistas acechando debajo de cada cama.
Las teorías de la conspiración son muy antiguas en la política democrática también. La cultura de la Guerra Fría estaba plagada de hipótesis conspiratorias. Tanto el anticatolicismo como el antisemitismo evolucionaron en pesadillas de elaboradas, subversivas y subterráneas conexiones. El éxito de la Revolución Americana dependía del creciente sentimiento de los patriotas de que estaban amenazados no sólo por este o aquel impuesto o regulación sino por una verdadera conspiración (como lo expresaron los redactores de la Constitución de Carolina del Sur en 1776) para “reducirlos del rango de hombres libres al estado de esclavitud más abyecta”.
Algo diferente en nuestros días es la velocidad y distancia con la que las afirmaciones de verdades en competencia pueden ser transmitidas. Los encuentros en los salones de la Sociedad John Birch en los años sesenta –igual que los hechos exagerados y conspiraciones incubadas en un bar de vecindad– estaban limitados en su capacidad para reunir una masa crítica de creyentes. Internet y los teléfonos inteligentes han alterado radicalmente esta situación. Los hechos generados en cualquier parte del planeta pueden ser consumidos prácticamente en cualquier otro lugar y después reenviados casi sin limitación alguna.
Este no es el mundo bueno y estrechamente integrado que muchos tecno-visionarios de los años 70 imaginaron. La tecnología que pudo ampliar el campo del diálogo, llevar a culturas y personas distantes a una comprensión más fiel ha contribuido, inesperadamente, a una fragmentación acelerada. Hace años Benedict Anderson escribió sobre el periódico como una tecnología importante para la solidaridad nacionalista. La alta política de la nación, las noticias deportivas del día y el horrible clima local, hallaban lugar en sus columnas. Sin un propósito consciente, la imaginación social de un lector se ampliaba para abarcarlo todo.
La sobrecarga de información en nuestro entorno moderno ha ayudado a producir el efecto contrario. Debido a que hay muchísimas más fuentes de datos de las que cualquiera puede inspeccionar, uno va a los sitios de información que conoce y confía, los que filtran el ruido general para, de ese modo, llegar a la “verdad en cuestión”. Las audiencias y los hechos que comparten se corresponden mutuamente. La paradoja de un mundo más íntima y hondamente interconectado es que tiende a crear grupos de usuarios de información, comunidades de certezas garantizadas, mucho más ampliamente difundidas en términos geográficos y, sin embargo, mucho más estrechamente entretejidas en cuanto a ideas.
Aunque por sí misma ninguna tecnología es determinante. Lo que caracteriza a nuestro sistema tecnológico moderno no son simplemente las condiciones de superficialidad de la información en la que se desarrolla sino que, más importante aún, esas condiciones constituyen un mercado. Y esto es cierto para gran parte de nuestra escena contemporánea. El éxito ampliamente conocido del estudiante de ciencias de la computación en la lejana república de Georgia en la promoción de noticias falsas y políticamente tendenciosas con fines de lucro durante las elecciones estadounidenses es un ejemplo particularmente vívido del mercado global de hechos espectaculares que hemos creado involuntariamente. Mientras, los anuncios se desbordan entre flash y flash de noticias.
Peor todavía, el mercado moderno de las verdades no está impulsado por derramas de ingresos sino por deseos individuales. Los clics son su moneda. Transmiten las necesidades de todos. Reducen completamente la sobrecarga de información para devolver sólo los hechos que uno está buscando. Todos los deseos en este sentido están satisfechos. La reorganización de la sociedad y el imaginario social a lo largo de las líneas del mercado, que se ha acelerado tan rápidamente, ha llegado a una suerte de culminación. Aunque en esta reconstitución de las verdades como mercancías, la mano invisible que trabaja para resolver las cosas [según las idea del capitalismo clásico] no aparece por ninguna parte. No hay diálogo. No hay discurso. No hay ponderación de las hipótesis en competencia. Las verdades se desplazan unas a otras sin puntos de contacto dirigiéndose hacia sus compradores designados.
En el proceso la idea misma de la política como acto deliberativo gracias al cual las personas con deseos y convicciones que deben resolver algo y encontrar su camino hacia un destino que nadie hubiera imaginado antes, se devalúa. Hacemos clic sobre verdades y, entre tanto, engendramos a esa figura que hoy domina ampliamente la imaginación de las ciencias sociales contemporáneas: la elección del yo. Pero donde las verdades son totalmente libres de ser elegidas individualmente, donde los procesos de investigación han sido marginados, lo social se desintegra. Lo mismo ocurre con la verdad.
Emprender nuestro camino de regreso de esta condición no será tan fácil como, si es el caso, denunciar la mentira cuando lo encontremos. No se logrará luchando por la verdad en las secciones de comentarios, donde incluso las exageradas y polarizadas respuestas podrían ser generadas por actores no humanos. La respuesta de los economistas a los mercados que funcionan imperfectamente es idear medios para incrementar su transparencia.
Hace un siglo, en otro tiempo igualmente vociferante, los constructores de instituciones públicas y privadas crearon un poderoso conjunto de métodos para atender las tumultuosas reclamaciones por bienes y servicios fraudulentos. Se idearon agencias de verificación independientes, laboratorios de investigaciones universitarias y agencias de estadísticas públicas para crear un conjunto de medidas y certificaciones comunes. Potencialmente, ellos y sus homólogos modernos aún podrían aportar sus hallazgos a cada hogar y conversación. Pero cuando la credibilidad de las élites universitarias y los datos del gobierno están bajo severo desafío como sólo otro conjunto sesgado de hechos en un mercado de datos, su capacidad para traer claridad al mercado abierto en las verdades se encuentra paralizada. ¿Quién juzgará las noticias exageradas e inventadas cuando cada árbitro debe luchar por mantenerse en pie en el mercado del arbitraje?
En efecto, encontrar nuestro camino de regreso a la noción de verdad como resultado de un proceso público de búsqueda, debate y deliberación, no será fácil. Se necesitará otra ronda de regulaciones del mercado y creación de instituciones. Hará falta un renacimiento del tipo de imaginación de contramercado que hoy sostiene a una institución como Wikipedia, de pie entre la estruendosa verdad-como-preferencia ambiente. Se necesitará una renovada dedicación con objeto de llevar las herramientas del examen, la investigación y la discusión colaborativa a cada nivel de la educación, desde las aulas de las primarias a los laboratorios y seminarios de los estudiantes graduados. Serán necesarios pacientes y humildes expertos, menos ansiosos por una frase pegadiza y comercializable. Sobre todo, se requerirá de un nuevo compromiso con la complejidad de la verdad y los procesos con los que se la indaga. Mientras podamos hacer clic sobre las verdades que queremos, siempre y cuando la verdad se imagine como un deseo satisfecho en un mercado político y comercialmente saturado, tendremos una superabundancia de hechos que las personas consideran verdaderas. Todo el mundo obtendrá lo que quiere y el público, junto con su confianza en la verdad, se desintegrará.
*Imagen de portada de Esther Vargas. Texto publicado previamente en The Chronicle Review.
Traducido al español por David Medina Portillo con la autorización del autor y sus editores.
Daniel T. Rodgers. Historiador emérito de la Universidad de Princeton. Su más reciente libro Age of Fracture (Harvard University Press) recibió el Bancroft Prize 2012. Colabora en Harper’s, The Guardian y The Chronicle Review.
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Posted: February 12, 2017 at 11:08 pm