Viaje alrededor de mi cabeza. Una historia de mi calvicie
Alejandro Badillo
Sucedió cuando tenía escasos 17 años: mi cabello, que nunca fue grueso aunque sí abundante, comenzó a desaparecer lentamente. El fenómeno no ocurrió de un día a otro; fue un continuo y casi invisible proceso que se concentró en mi coronilla y que pronto comenzó a preocuparme. Quizás fue lo inverosímil del suceso, quizás fue una absurda negación del destino, pero no hice nada, no intenté ningún remedio, ninguna defensa simbólica, hasta que un día me miré en el espejo y lo comprendí a cabalidad: estaba quedándome definitiva e irremediablemente calvo.
La calvicie, con algunas ilustres excepciones, no es un tema que se someta a discusión pública y, mucho menos, filosófica. No hay fondos del gobierno para atacar el problema. Los calvos no somos una emergencia sanitaria; tal vez, los más afectados tienen la posibilidad de enfrentar su destino con ayuda del psicólogo. Para los otros damnificados por la devastación capilar que crece en nuestro cráneo sólo nos queda la resignación y el estoicismo para sobrellevar los comentarios ingeniosos, los chistes y apodos que se dicen a nuestras espaldas. Quedarse calvo, para la sociedad, es una incidencia menor en la vida, a pesar de que vivimos en un mundo que nos bombardea con modelos utópicos de belleza: cuerpos atléticos, rostros bronceados y, por supuesto, deslumbrantes cabelleras. Sin embargo, la Alopecia Androgénica, el nombre científico de la calvicie, es la punta del iceberg de muchos temas insospechados y dignos de una exploración minuciosa.
Uno de los primeros autores en abordar la calvicie –quizás el primero– fue Sinesio de Cirene, filósofo natural de Libia y discípulo de Hipatia, la filósofa alejandrina. En Elogio a la calvicie, escrito en el siglo III d C, hace una defensa ejemplar de los calvos y rebate otro texto, Elogio de la cabellera de Dión Crisóstomo, que habla de las ventajas de las largas y abundantes melenas. En la línea de ensayos que se enfocan en lo aparentemente nimio, como el Elogio de la mosca de Luciano y Elogio de la locura de Erasmo, entre muchos otros, Sinesio pasa revista por diversas fuentes como la Iliada y la cosmogonía egipcia para demostrar que la denostada calvicie es, en realidad, una muestra de sabiduría. Uno de los ejemplos más curiosos que ofrece es que el cabello y el vello corporal son rasgos que nos emparentan con los animales, una característica salvaje. Por lo tanto, una cabeza libre de cabellos es una señal de raciocinio. Además, según el filósofo, un cráneo desnudo simula la redondez de los planetas, de las estrellas y otros componentes cósmicos. Una calva redonda, en efecto, semeja la superficie de una luna castigada por pequeños cráteres, arrugas y señales que ha dejado el paso del tiempo. Un cráneo redondo parece fundirse con el aura que rodea las cabezas de los santos. También es una superficie aerodinámica que disminuye la fricción con el aire y hace más ligera una larga caminata.
Una vez que la calvicie llegó a mi vida comprendí que había que enfrentar la realidad con pundonor. Perder el pelo entre los 18 y 20 años no es lo mismo que perderlo a los 60, cuando la juventud es sólo un recuerdo y la apariencia corporal pasa a un segundo plano. Sin mucho que perder transcurrió mi vida universitaria sin más sobresaltos que los habituales. Con el paso del tiempo mi cabeza rapada se consolidó como parte de mi identidad, la imagen que tenemos de nosotros mismos y que confirmamos, día tras día, cuando nos enfrentamos con nuestro reflejo. Quizás, pienso, perder el cabello obliga a repensarnos a nosotros mismos. No sólo es aceptar el paso del tiempo sino que, además, nos enfrenta con la idea de que somos falibles, sujetos a influencias y desgastes que apenas podemos descifrar. Michel de Montaigne utilizó en muchos de sus textos aquellos temas vergonzosos –la forma de comer, los problemas estomacales, por ejemplo- que se guardaban en silencio como un infamante secreto. El interés del ensayista era lógico: a pesar de que muchas religiones y filosofías nos aleccionan sobre nuestra parte espiritual, nuestra alma intangible, es indudable que no podemos ignorar nuestro cuerpo, nuestro punto de inicio y final, la nave con la que nos movemos por la vida. Y, sin embargo, a pesar de esta importancia, inmersos en una sociedad obsesionada por mostrar todo, el cuerpo sigue siendo un disfraz, un habitáculo sujeto a cualquier cantidad de convenciones sociales. Opinamos y escribimos de cocina, de futbol, de música, pero de nuestra experiencia diaria siendo nosotros mismos, preferimos el silencio. Por eso la incomodidad de la calvicie: no es una mancha que se pueda esconder y, al menos en tiempos anteriores, los artefactos hechos para ocultarla, como los bisoñés y postizos, son más infamantes porque nos recuerdan todo el tiempo que dependemos de ellos para poder salir de casa y enfrentar la jornada. Además, cualquier accidente puede ser más ultrajante y vergonzoso que la misma calvicie pues da a entender que no podemos lidiar con el problema, que necesitamos la aprobación de los demás. En la actualidad, con la tecnología, se pueden hacer microimplantes que, en muchos casos, pueden regresar el cabello perdido. Incluso con estos avances, la transformación indica que hemos claudicado, que no podemos enfrentar a ese nuevo yo que intenta abrirse paso a través de cada cabello perdido.
Con el paso de los años mi calvicie ayudó a moldear la persona que soy. Incluso marcó mi pertenencia a una genealogía inaugurada por mi padre y abuelo calvos. Phillip Lopate, escritor norteamericano, en su ensayo “Retrato de mi cuerpo” hace una minuciosa exploración de sí mismo. A través de sus manías, las revelaciones que emergen cuando se mira en una cinta de video, comprende cómo sus carecterísticas físicas han moldeado su personalidad y su carácter. Su alta estatura hace que tenga raptos de soberbia e inclinar de más el torso lo vuelve inseguro. En el caso de los calvos hay una madurez prematura porque la cabeza, la región de donde surgen las ideas, muestra un aspecto vulnerable que se debe combatir de inmediato antes de sucumbir a una timidez que puede perdurar toda la vida. Los calvos debemos sobreponernos y demostrar –a veces con humor o ironía– que nuestra carencia es un feliz accidente, que lejos de los afeites y de los peinados de moda, somos seres ajenos al tiempo y que permanecemos largos años incólumes ante el espejo, mirando cómo las demás cabezas encanecen y los cabellos comienzan a escasear hasta ser el prólogo de una vejez demasiado temida. Nosotros entramos, solemnes, con nuestras frentes en alto, al último tramo de la existencia.
Una cabeza sin cabello tiene otras ventajas. Una pragmática, demasiado superficial si se le quiere ver así, es la cantidad de dinero ahorrado. Conforme el declive capilar se hizo más evidente, cavilé sobre la posibilidad de abandonar el peluquero. Un cliente menos era algo marginal en el negocio que visitaba cada dos o tres semanas. Eduardo Galeano, en El libro de los abrazos, refiere que su peluquero se burlaba de él al cobrarle sólo la mitad del servicio. En mi caso debo decir que nunca escuché un comentario desafortunado de algún peluquero. Los chistes a mis espaldas quedaron sólo en curiosas suposiciones y, acaso, alguna mirada de conmiseración ante mi pelo que raleaba, me recordaba mi trance. Una tarde de verano decidí tomar la situación entre mis manos, así que compré una máquina de rasurar y, con un poco de práctica, comencé a cortar aquellas partes de mi cabeza que aún tenían porciones densas de cabellos. Entre temblores e indecisiones logré la meta aunque me sentí como una oveja trasquilada por su propia mano. Sin embargo, después de unos momentos tuve la sensación de que al término de ese acto, de ese rito de iniciación, acababa de encontrar a mi verdadero yo, y que el otro, aquel muchacho con cabello que aparece de vez en cuando en espóradicas fotografías, era sólo un sueño.
*Imagen de portada del artista Philip Levine
Alejandro Badillo es narrador y reseñista. Ha publicado los libros de cuentos Ella sigue dormida (Tierra adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (Cuadrivio) y la novela La mujer de los macacos (Libros Magenta). Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca en la disciplina de cuento. Ganó en 2015 el Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela 2015 por su libro El clan de los estetas y en 2016 el Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo por su obra Por una cabeza.
Posted: September 13, 2016 at 11:15 pm