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“Vida de fray Servando”, el libro mutante de Christopher Domínguez

“Vida de fray Servando”, el libro mutante de Christopher Domínguez

Román Alonso

Hay que decirlo, fray Servando ejerció su locura, viejo nopal lleno de tunas, a través del nepotismo. Además, le debemos el mal cálculo de no mudar la capital del país a Querétaro, lejos de la mítica – por no decir sísmica– Ciudad de México…

Christopher Domínguez Michael: Vida de fray Servando (El Colegio Nacional. México, 2022. 936 pp.)

 

Libro mutante, obra de Christopher Domínguez Michael (Ciudad de México, 1962), actual crítico de guardia de la literatura mexicana pero también un destacado biógrafo literario, Vida de fray Servando, es la segunda edición de un trabajo publicado hace casi dos décadas (Era, 2004).

Ahora bien, si por “biografía literaria” (lo contrario a una mera “biografía estándar”, diría Lytton Strachey) se debe entender aquella obra “seriamente documentada y amorosamente escrita” (para usar palabras del propio Domínguez Michael durante una entrevista con Luisa Bonilla), Vida de fray Servando resulta ser una de las grandes biografías literarias escritas en México, junto a Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe de Octavio Paz y Biografía del poder de Enrique Krauze, por ejemplo.

Obra robusta, formada por cinco grandes libros o capítulos, un epílogo, una cronología y un extenso cuerpo de índices y notas, Vida de fray Servando es un libro que demanda algunos días de lectura morosa, que bien valen el esfuerzo.

Hablemos de la vida. Hijo del gobernador del Nuevo Reino de León, José Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra nació el 18 de octubre de 1763. Fraile dominico a partir de 1780 y sacerdote a partir 1786, obtiene su título de doctor en sagrada teología en 1789, gracias al cual podrá impartir cátedra en la facultad de Filosofía de la Real y Pontificia Universidad de México durante casi un lustro (1789-1794).

Como parte de la élite intelectual novohispana, fray Servando fue un devoto lector (como Sor Juana Inés de la Cruz) de falsos sabios como Athanasius Kircher, “el intelectual europeo más importante del siglo XVII” (p. 45), autor de libros como La China ilustrada o el viaje a Oriente (1667).

Acaso el gusto por la obra de Kircher llevó a fray Servando hasta el anticuario novohispano José Ignacio Blas Borunda, quien le enseñó a comprender, de manera kircheriana, los petroglifos prehispánicos. Según la alocada interpretación de Borunda, las antiguas rocas (la Piedra del Sol, por ejemplo) demostraban que el sabio Quetzalcóatl era en realidad el apóstol Santo Tomás, quien cristianizó a los indios siglos antes de la llegada de los españoles (p. 55).

Estas ideas heterodoxas se harían públicas cuando fray Servando, “promesa de la predicación novohispana” (p. 96), dé por acertada la versión de Borunda durante un sermón que pronuncia el 12 de diciembre de 1794, en el santuario de la Virgen Guadalupe, ante el virrey y demás autoridades novohispanas.

Al pronunciar este sermón, donde confunde a Quetzalcóatl con el apóstol Santo Tomás, fray Servando difunde (acaso de manera inadvertida) una nueva “mitología de la fundación y del destino” de México (p. 36) que enlaza a los indios con la Iglesia católica sin necesidad de la intermediación española. En todo caso, para fray Servando, la imagen de Guadalupe no tenía su origen en “el sayal del indio Juan Diego”, sino en la capa de Santo Tomás Apóstol, enviado por Cristo a predicar a los antiguos indios mexicanos. Tomás habría levantado un templo católico en Tenayuca, pero “al tornarse apóstatas los indios, el apóstol mismo ocultó la imagen hasta que María llamó a Juan Diego para revelarle su paradero” (pp. 99-98).

Al escándalo inicial le siguió, a los pocos días, el arresto conventual de fray Servando, ordenado por el arzobispo Núñez de Haro, defensor celoso de los fueros de España en el Nuevo Mundo.

Fray Servando, acaso sin entenderlo, quedaba también atrapado en una vieja disputa entre los guadalupanos modernos (creyentes fanáticos del relato oficial sobre Juan Diego) y los antiaparicionistas de cuño antiguo que, si no entiendo mal, le daban a la imagen de Guadalupe un origen histórico diferente, aunque perfectamente conciliable con el Nuevo Testamento.

Sin poder frenar el proceso en su contra, fray Servando es enviado a prisión (donde lo visitará el Conde de la Cortina) y luego desterrado a Europa, condenado a pasar diez años preso en un lejano convento peninsular.

Fraile kafkiano, fray Servando se duerme siendo un eminente doctor teológico y despierta convertido en un bicho indeseable, con su prestigio hecho mierda por las autoridades, quienes le prohíben “de manera perpetua […] la enseñanza, el púlpito y la confesión (p. 842).

Ya en España, luego de permanecer algún tiempo preso (y de ensayar alguna fuga de prisión), fray Servando pedirá la revisión de su proceso. Mier, presunto culpable, será declarado inocente por la Real Academia de Historia de Madrid en 1800. Sin embargo, las autoridades conventuales harán como que les habla la Virgen, así que, aunque inocente, no saldrá libre.

Sin resignarse a la inacción de las autoridades, Servando se fugará del convento donde lo tienen preso. Apresado otra vez, volverá a escapar. Improvisado artista de la fuga, fray Servando será arrojado a prisiones conventuales cada vez más duras. Finalmente, gracias a un disfraz, conseguirá escapar del país, haciéndose pasar por el afrancesado doctor Maniau y Torquemada.

En Francia, acaso para no desmoronar más su ruinoso prestigio como doctor teológico y predicador, fray Servando se inventa la conversión de algunos “colegas” judíos, rabinos de Bayona, y algunos trabajos secundarios: maestro de idiomas, falso traductor de Chateubriand y párroco en la iglesia de Santo Tomás en París.

Fruto dorado arrancado del árbol novohispano, fray Servando se conformará con ser un mero espectador en la Francia constitucional, donde asiste como testigo al Concilio nacional de 1810 (p. 230), acaso un presagio de su futura participación como testigo “de las Cortes de Cádiz” y como “diputado del México independiente” (p. 232).

En París, Servando adoptará el “catolicismo constitucional” (p. 225) defendido por el obispo Henri Grégoire, su futuro corresponsal intelectual. Oruga novohispana en la Francia constitucional, fray Servando se transformará en mariposa jansenista y gregoriana, es decir, afín a las ideas del obispo Grégoire, quien “practicó un sueño de los reyes europeos: aceptar la dignidad espiritual del papa y romper toda intrusión de éste en los Estados nacionales” (p. 229).

Perseguido todavía por los dominicos en América y España,  Servando buscará “asilo sagrado” (p. 288) en la Ciudad Santa, a donde viaja para tramitar su secularización (papeleo burocrático que, al quitarle los hábitos del fraile dominico, lo transformará en sacerdote sujeto al Ordinario).

Si en Francia Servando era visto como un “ser mitológico, que excitaba la curiosidad” (p. 259), en Italia será un brillante cartógrafo del mundo eclesiástico (p. 227). Según Domínguez Michael, “en una época menos turbia Mier habría sido un magnífico historiador de la iglesia; un par de siglos atrás, un agente del emperador o del papado” (p. 227).

Clérigo (en el sentido medieval del término: hombre de estudios), fray Servando se entretiene en Italia observando “los ritos [litúrgicos] latino y griego” (p. 273) y “las ruinas de la antigüedad” (p. 274). En general, fray Servando nos dice poco de los escenarios que visita, pero es, me parece, un buen retratista, pues en sus pinturas “la figura se impone sobre la persona” (p. 283). En todo caso, a mi juicio, si fray Servando fue un “fanático de los hábitos y los vestidos” (p. 298), lo fue como un Toulouse-Lautrec (1864-1901), acaso el último pintor del siglo XIX en creer, según John Berger, “en la función social de sus retratados” (“La imagen cambiante del hombre en el retrato”).

Antes de abandonar Roma (tal vez ya secularizado), fray Servando se vestirá con el atuendo lujoso del protonotario apostólico, rancio título del que, anoto yo, ya se burlaba Rabelais, el Cervantes francés, en su Pantagruel. Con esta vieja moneda eclesiástica (acaso no falsa pero ya sin valor), fray Servando viajará de nuevo a España, en donde, “códice extraviado”, será de nuevo archivado en una prisión (ya no conventual) de Sevilla. Tras fugarse, escapa otra vez del país. Araña descolgada de la vieja torre española, fray Servando aterrizará en Lisboa.

Luego de un paréntesis de tres años en la tierra de Camoens, donde trabaja para el afrancesado cónsul español José de Lugo (pp. 372-373), fray Servando ingresará como capellán voluntario al ejército español que pelea, en suelo peninsular, contra las tropas de Napoleón (p. 399).

Resulta emocionante seguir su paso por el campo de batalla. En pocas páginas (pp. 395-404), vemos a fray Servando salir volando, por culpa de alguna explosión, o acompañar a su batallón de infantería ligera en los combates a bayoneta calada, donde, medico de almas, le toca internarse en la batalla, entre “balas y granadas”, para vigilar a los prisioneros y auxiliar a los moribundos (p. 400). Concluida alguna gran batalla, fray Servando subirá al lugar más alto para gritar a las tropas improvisados poemas que celebran la victoria.

Fraile “en el centro de la historia” (p. 397), Servando será hecho prisionero por los franceses en la batalla de Belchite, pero se salvará de ser fusilado gracias a su don de lenguas (sabe nueve idiomas, entre ellos el francés). Un mes después, escapará de sus captores en Zaragoza. Finalmente, fray Servando será recompensado por sus “diez meses en el frente” (2 de octubre de 1808-27 de julio de 1809) con la devolución de su honra en España (p. 404).

Tras el sismo europeo de la guerra contra Napoleón, Servando viaja a Cádiz, la cuna del “liberalismo español” (p. 417), donde se vuelve “cronista parlamentario” de las Cortes (p. 427). Según Domínguez Michael, Servando madura políticamente en las Cortes de Cádiz (donde no fue un protagonista sino un espectador) y sale hecho todo un historiador, listo para escribir, entre otros trabajos, su Historia de la revolución de Nueva España, antiguamente Anáhuac… (1813). Con esta obra, iniciada en Cádiz y terminada en Londres, fray Servando se convierte “en el primer historiador de la  Independencia americana” (p. 475). También saldrá de Cádiz, por cierto, vuelto un conspirador independentista, integrante de la Sociedad de Caballeros Racionales, organización secreta que busca la independencia de América.

En Londres, hacia 1811, Servando se hará buen amigo del poeta romántico español José María Blanco White (cuyo talento era incluso reconocido por Coleridge), quien le enseñará el “whig way of life” (p. 447). Casi un lustro después, en Liverpool, Servando se embarcará en la nave de Xavier Mina, guerrillero español que organiza una expedición  para liberar a la Nueva España del dominio español.

Después de algunas vueltas por el Caribe y los Estados Unidos para conseguir armas y hombres, la expedición desembarcará en Soto la Marina (hoy Tamaulipas) el 15 de abril de 1817. Derrotadas las fuerzas de Mina, fray Servando será capturado y enviado a las cárceles secretas de la Inquisición, en la Ciudad de México. En este lugar, contra lo que se podría pensar, fray Servando encuentra un oasis de tranquilidad para escribir. Los inquisidores, frailes dominicos como Servando, le permiten consultar la biblioteca del palacio inquisitorial e incluso cultivar un pequeño huerto. Además, le proporcionan abundante papel y tinta para escribir su defensa. Dicho en otras palabras, “psicoanalizado” por la Inquisición, fray Servando se verá obligado a escribir sus Memorias (1819), relato soberbio de su vida en la Nueva España y en Europa.

Al ser disuelta la Inquisición en 1820, Servando será trasladado a la Cárcel de Corte. Entonces, José Joaquín Fernández de Lizardi demandará, en artículos periodísticos, su liberación.

Poco tiempo después, desde San Juan de Ulúa, antes de partir preso a Cuba, hacia un nuevo destierro europeo, Servando escribirá un verdadero alegato en defensa de la x como parte de la identidad nacional. En resumen, defenderá que se conserve la letra x como parte de nuestro alfabeto, en lugar de sustituirla por la j o la g, como pedían las reformas ortográficas de la Academia Española. Esta defensa servandiana, Carta de despedida a los mexicanos (1821), será ampliamente difundida en el país por dos lectores del fraile: Guadalupe Victoria, “guerrillero independentista”, y Carlos María de Bustamante (p. 684).

En Cuba, fray Servando se dará otra vez a la fuga, logrando abordar un barco que tiene por destino los Estados Unidos. Su “mutación política definitiva” tendrá lugar en Filadelfia, donde –gracias al diplomático colombiano Manuel Torres– abandonará la monarquía constitucional por el republicanismo (p. 694), viraje explicado en su Memoria político-instructiva (1821), obra que es “uno de los fundamentos de la tradición republicana de México” (p. 694).

Con la Independencia, fray Servando regresará al país (donde ha sido nombrado diputado del primer Congreso Mexicano), pero con tan mala suerte que, al desembarcar, será de nuevo apresado por los españoles en San Juan de Ulúa, último bastión español. Liberado por los propios españoles en 1822, viajará a la Ciudad de México, para tomar siento en el Congreso.

Si en el pasado fray Servando perdió su prestigio como “joven orador sagrado” en el Santuario de Guadalupe (p. 57), en el Congreso recobrará, como viejo diputado, su aura dorada de predicador. En todo caso, resulta poético que una imagen de Guadalupe (Isis mexicana) se exhiba en el salón de sesiones justo cuando fray Servando, asno de oro, recupera su honor ante los mexicanos. “Si en 1794 la Virgen lo había perdido, era hora de que en 1822 lo cubriera con su manto” (p. 732-733).

Cuando Iturbide (libertador de México) se convierte en un tirano, fray Servando se presenta como su más tenaz adversario. Disuelto el Congreso y preso junto con otros diputados, Mier se dará el lujo de escribir algunos versos satíricos en contra del Imperio. Liberado por la revolución republicana, regresará a su lugar de honor en el Congreso.

A partir de 1825 y hasta su muerte, fray Servando –”abuelito de la patria” (p. 753)– será huésped en Palacio Nacional, junto al primer presidente mexicano, Guadalupe Victoria.

Como diputado del Congreso Mexicano, fray Servando consagró la “independencia absoluta” de México  bajo la forma de una “república cristiana” independiente del poder político Europeo (pp. 721-722).

Sin embargo, hay que decirlo, fray Servando ejerció su locura, viejo nopal lleno de tunas, a través del nepotismo. Además, le debemos el mal cálculo de no mudar la capital del país a Querétaro, lejos de la mítica – por no decir sísmica– Ciudad de México, pues al parecer no había que seguir el mal ejemplo de los gringos, quienes mudaron su capital de Filadelfia a un lugar insignificante, Washington.

En el mejor de los escenarios, fray Servando, sabio republicano, promovió la creación de un senado que, en palabras de Domínguez Michael, “cuidaría a México de caer en la parlanchina y nefasta parálisis de otras repúblicas deliberantes” (p. 762). El senado, pensaba Servando, serviría como contrapeso a los “pueblos agitados por aspirantes, ultras, o demagogos” (p. 762) como Iturbide, “caudillo ungido por la tiranía de la masa, esa dictadura de la mayoría que le recordaba el ciclo que iba de Robespierre al 18 Brumario y de éste a la coronación de Napoleón” (p. 764).

En 1823, fray Servando, Isaías mexicano, pronunció en el Congreso un clarividente Discurso de las Profecías, “una meditación sobre la soberanía” (p. 764) donde abogó por un federalismo moderado, pues vislumbró “una guerra inminente que debe hallarnos muy unidos” (p. 763).

En este sentido, al final de su vida, fray Servando lamentó ver convertida a la República en manzana de la discordia de los grupos masónicos (pp. 774-776), pues detrás de la logia yorkina temió ver a los estadounidenses, interesados en usurpar “nuestras fronteras” (p. 775). Sobre este punto, profeta en su tierra, fray Servando no sería escuchado en vida. Sin embargo, el vicepresidente Nicolás Bravo declaró ilegales las sociedades secretas en 1828, acaso recordando al viejo profeta (p. 782).

Fray Servando entró en la “borrosa patria de los muertos” el 3 de diciembre de 1827, a los 64 años de edad.

Olvidado por la mayoría de los mexicanos hasta la aparición de su cuerpo momificado en 1861, en el exconvento de Santo Domingo, fray Servando se levantó como un lázaro literario gracias al liberal Manuel Payno (1820-1894).

En pocas palabras, si bien fue milagroso el hallazgo de su momia (hoy extraviada), despojo eclesiástico y patriótico, mayor milagro resulto ser la intervención de Payno, quien rescató las Memorias de fray Servando del archivo muerto de la Inquisición. Al publicar parte de las Memorias en 1865, Payno le abrió a Servando las puertas del Panteón literario mexicano.

Pasemos a la obra. Como no me convence (por contradictoria) la interpretación que hace Domínguez Michael de las Memorias como “el último gran libro de la tradición picaresca, escrito” por “un escritor antipicaresco” (p. 639), celebro que, páginas más adelante, compare las Memorias con los Caprichos de Goya (pp. 646-647), lo que me parece un verdadero acierto. Si la obra de Brant tiene su equivalente en lo grabados de Durero y la de Erasmo en los trabajos de Holbein, nada más natural que las Memorias de fray Servando tengan su espejo en los grabados de Goya, “el único genio de la generación de 1808” (p. 393) y “pintor de la España negra” (La innovación retrógrada. Literatura mexicana, 1805-1863, p. 236).

A mi manera de ver, más que una novela picaresca, fray Servando construyó, acaso sin intención, una sátira social de intención moral, similar a las de Erasmo (Elogio de la locura) y Sebastián Brant (La nave de los locos). Por tal razón, su obra es “selectiva, episódica, pues se basa en la conducta antes que en la acción” (p. 642). Como en las obras de Erasmo y Brant, en las Memorias de fray Servando “no hay intimidad ni mundo interior” (p. 643).

Según mi propia lectura, fray Servando escribió, acaso sin proponérselo, un elogio de la locura para el siglo XIX. Después de todo, para fray Servando existe tanta locura (es decir, necedad) en las cárceles como en los palacios, en los conventos como en los congresos. Por fortuna, América y Europa también le parecen llenas de una locura elogiable, encarnada en hombres como el jansenista Henri Grégoire, el republicano Manuel Torres y los independentistas como Xavier Mina. En todo caso, al escribir sus Memorias, fray Servando realizó –ante la Inquisición– el elogio de su propia locura.

Dicho sea de paso, la posteridad reconoció el inmenso valor literario de las Memorias. Escritores como “Payno, Valle-Arizpe, Reyes, leyeron” esta obra con “fascinación” (p. 744), lo mismo que Lezama Lima y Reinaldo Arenas (escritor que cifró en la vida de fray Servando su propia experiencia como perseguido por el régimen autoritario de Fidel Castro).

En otro punto no menos importante, fray Servando fue el “más brillante de los propagandistas de la Independencia” (p. 559). Su Historia de la revolución de Nueva España, antiguamente Anáhuac…, “libro de cabecera de Bolívar” (p. 509), fue decisivo, según Bustamante, “en la conversión de Agustín de Iturbide a la causa de la Independencia” (p. 509).

Con su Historia de la revolución…, fray Servando disparó la flecha de la historia teológica en el talón de Aquiles de la Nueva España, echando por tierra la leyenda dorada de la conquista religiosa que justificaba la dominación política española.

Teólogo independentista, fray Servando combatió en su Historia al fuego con el fuego y al mito con el mito, convirtiendo a Quetzalcóatl en Santo Tomás Apóstol, predicador católico ante los indios. En este sentido, al imaginar un mundo prehispánico católico, fray Servando hizo que los conquistadores españoles, pecadores de ultramar, se quedaran sin papel que desempeñar en la antigua Iglesia mexicana. Una Iglesia que, como todas, se encontraba siempre amenazada: “siempre derrumbándose por dentro y atacada por fuera”, para decirlo con palabras de  T. S. Eliot (“Los coros de ‘La Piedra'”). Derrumbándose por dentro por culpa de la impiedad de los indios  (adoradores de dioses paganos que olvidaron las enseñanzas católicas de Santo Tomás-Quetzalcóatl) e invadida desde afuera por los españoles, bestias negras que, a juicio de fray Servando, no tenían derecho de propiedad sobre las parcelas espirituales en América.

De todas formas, la Historia servandiana, elogiada por Lucas Alamán (p. 510), será hecha a un lado, en el mediodía del siglo XIX, por Lorenzo de Zavala y José María Luis Mora (p. 513).

“Héroe republicano más recordado por sus extravagancias que por sus obras” (p. 71), fray Servando “fue uno de los primeros demócrata-cristianos de México” (p. 71). Pero “ajeno por temperamento a la vida piadosa del fraile o al estado contemplativo del monje” (pp. 70-71), fray Servando fue más un hombre de libros que de rezos. De cualquier manera, su vida nos muestran el momento en que, en México, “la cultura eclesiástica se ponía al servicio de los nuevos tiempos” (p. 410).

“Jansenista mexicano” en “una sociedad donde toda teología era política” (p. 208), fray Servando (aunque presumía sus títulos nominales como protonotario apostólico y prelado doméstico del papa) fue un “opositor político y religioso de Roma, los jesuitas y la monarquía absoluta” (p. 181).Empero (p. 622), como Erasmo, Servando “permaneció fiel a los papas […], criticándolos” y “rehusó separarse de una Iglesia cuyos abusos denunciaba” (León-E. Halkin, Erasmo. FCE. México, 1971, p. 13).

Más hijo de la Iglesia, que del siglo, lo contrario a Simón Bolívar (p. 530), Mier fue un católico convencido que se propuso trabajar por una vuelta al mítico paraíso mexicano, corrompido  por los indios paganos y, a partir de la Conquista, por la serpiente española (p. 267).

Si bien escribe sus Memorias cuando es ya “todo un intelectual” (p. 343) que “presiente un nuevo tipo de honra: […] el honor de ser preso político, creación jacobina y romántica” (p. 345), lo cierto es que, “más católico que cristiano” (p. 227), fray Servando será incapaz de fugarse de “su condición frailuna” y de “la institución eclesiástica” hacia el romanticismo (pp. 340, 582). Sin embargo, “primer escapado del señorío barroco” (como decía Lezama Lima, p. 361), fray Servando apoyó “la extinción de los monasterios y de la vida conventual” en México (p. 804).

Al final, si fray Servando resultó en Europa un personaje secundario –figurante en la multitudinaria ópera napoleónica”, “como tantos hombres de su generación” (p. 547)–, en México terminará sus días como personaje legendario. Entre muchas otras cosas, como sabemos ahora, porque al escribir sus Memorias, “la última gran obra literaria del virreinato” (p. 347), fray Servando se convirtió en el verdadero “fundador de la literatura mexicana” (p. 543).

Si los antiguos representaron a “Isaías de pie ante una diosa de velo sombrío (la Noche) y un niño con una antorcha en la mano (el Alba)”, queriendo significar que “el profeta recibe la inspiración en la hora misteriosa en que la luz comienza a abrirse paso en las tinieblas” (Émile Mâle, El arte religioso. FCE, México, 1952, p. 13), nosotros podríamos decir que fray Servando Teresa de Mier, profeta de la independencia mexicana, recibió la inspiración entre la noche del siglo XVIII y el alba del siglo XIX.

Si el obispo Henri Grégoire vivió el ascenso del águila napoleónica y la restauración del catolicismo en Francia, en México fray Servando vivió el ocaso del viejo clero barroco novohispano y el ascenso del águila republicana, ya sin la pesada corona de Iturbide.

En todo caso, hombre de entre siglos como Erasmo (1469-1536) y Sebastián Brant (1457-1521), fray Servando Teresa de Mier (1763-1827) fue un personaje central de la “transición entre el antiguo y el nuevo” escenario político (p. 533); un Jano de entre siglos que habitó lo mismo la catedral novohispana que el palacio republicano.

A mi modo de ver, en lo más alto del retablo novohispano, sor Juana y fray Servando son la luna de la poesía y el sol de la historia. Si la luna Sor Juana habitó el sueño de la Nueva España hasta que se tornó en pestífera pesadilla, con la luz de la sátira, el sol fray Servando iluminó al siglo XIX, incinerando, con el fuego del mito y de la historia, a la vieja ciudad barroca.

Obra crítica escrita sine ira et studio (p. 69), Vida de fray Servando es, como las Memorias, “un caudal de historias” (p. 514), una obra en donde abundan los personajes secundarios. Ahora bien, si Vida de fray Servando es una obra de teatro isabelino en cinco actos, como creía David A. Brading (“Vida de fray Servando, de Christopher Domínguez Michael”), tal cantidad de personajes secundarios se agradece, ya que, para decirlo con Goethe, los actores “de segunda fila, resultan útiles en las buenas obras, pues aparecen en ellas como en los cuadros las figuras perdidas en la penumbra, que prestan el magnífico servicio de dar mayor calidad y realce a las que están a plena luz” (Eckermann, Conversaciones con Goethe).

Gran teatro biográfico, Vida de fray Servando no es uno de tantos “panfletos patrióticos” (p. 538), sino el estudio minucioso de toda una existencia, algo que hubiera celebrado el doctor Johnson.

Si bien es cierto que toda biografía está “sujeta […] a envejecer, gracias a las mudanzas del gusto y la apertura progresiva de los archivos” (Octavio Paz en su siglo, p. 15), en mi opinión, Vida de fray Servando es un libro que se mantiene joven y robusto.

Radiografía literaria y silueta del intelectual más importante de la Independencia, Vida de fray Servando es, a su vez, una biografía literaria (exhaustiva y formidable, como decía Aurelio Asiain al reseñar Octavio Paz en su siglo) escrita por un crítico tenaz interesado en la política y en la historia.

Decía don Alfonso Reyes (prólogo a las Memorias de fray Servando Teresa de Mier): “Estos hombres simbólicos, como Mier, como Blanco White, como Newman, en quienes –en una o en otra forma– se opera la crisis de las nuevas ideas, escriben siempre apologías de su vida, y mueren con la inapelable angustia de no haber sido bien comprendidos”.

Gracias a Christopher Domínguez Michael podemos hoy comprender un poco mejor a fray Servando Teresa de Mier, escritor de genio y hombre simbólico en la historia de México.

 

 

Román Alonso (Ciudad de México, 1985) es ensayista y editor. Dirige la revista cultural Anagnórisis. Su twitter es @RomnBecerril

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Posted: November 14, 2022 at 6:28 pm

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