40 años de ciberpunk
Alberto Chimal
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Hubo un tiempo en el que el futuro era diferente.
Esta frase ya no suena tan rara como podría haber sonado en el siglo XX. Ya nos hemos acostumbrado a las historias con componentes especulativos, es decir, que tienen entre sus recursos narrativos comunes las imágenes de lo por venir (o más ampliamente, de posibilidades diferentes a las ya conocidas para el desarrollo y la existencia de las civilizaciones humanas).
Estas imágenes se pueden encontrar en casi todos los géneros y medios de la actualidad, sin importar lo lejos que estén de la profecía (que es un tipo de texto muy particular, más propio de la religión o de la teología mística) o de lo que aún llamamos la ciencia ficción.
Pero es verdad que las ideas que las culturas occidentales tenían sobre el futuro, y el aspecto que éste tendría, fueron muy diferentes en otras épocas. Por ejemplo, las representaciones de una civilización aséptica, utópica, habitante de corredores blancos e impolutos, atendida por robots humanoides y vestida con overoles de plástico —resumidas en la serie animada Los Supersónicos (The Jetsons, 1962-63) o en películas como Con destino a la Luna (Destination Moon, 1950, de Irving Pichel y George Pal)—, fueron un cliché dominante durante décadas, pero ya no lo son: han desaparecido del imaginario colectivo.
Ahora solemos pensar que lo que nos espera es, por encima de todo, peor que la situación que estamos viviendo, sea cual sea nuestro entorno inmediato. Se puede ver en la ficción, en los artículos de opinadores, en las opiniones de trolls o de simples ciudadanos; en la publicidad y en las conversaciones cotidianas. Lo que entrevemos, o nos hemos enseñado a entrever, es una serie distinta de lugares comunes, de frases y paisajes, que al unirse crean un entorno distópico: parecido en muchos aspectos al presente, pero más sucio y contaminado, más caótico que los gobiernos y poderes fácticos de este momento. Un mundo con más polarización, más gritos de tribus y facciones, menos tiempo para cualquier otra cosa que no sea trabajar en labores precarias y buscar las distracciones más simples y más tóxicas. Un mundo conectado digitalmente pero no enaltecido, sino embrutecido y alienado por la comunicación instantánea. Un mundo en el que una oligarquía diminuta y codiciosa acapara el poder y la riqueza. Un mundo en el que medios y tecnologías avanzadas pueden controlar a enormes poblaciones e interferir en el funcionamiento de sus cuerpos y hasta sus cerebros.
Esta imagen aterradora, deprimente del mundo futuro puede dar la impresión de haber existido siempre: de ser en verdad una profecía que se vuelve un poco más cierta cada día. Pero en realidad es muy reciente. Surgió y se popularizó hace unos 40 años, a partir de la explosión de un subgénero de la literatura que pasó luego al cine, la televisión, el cómic, la moda y mucho más. Una variedad de la imaginación a la que todavía conocemos como cyberpunk.
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El nombre, castellanizado con la i latina, proviene de un cuento con el mismo título, publicado en 1980 y escrito por el estadounidense Bruce Bethke. La palabra es un neologismo por composición: una contracción de cybernetic punk. En ese término híbrido, la cibernética, el estudio de los sistemas de control que anunciaba la mejora de los cuerpos humanos gracias a la informática, se encuentra con el movimiento punk, que negaba toda posibilidad de futuro y que al menos en sus inicios —en la cultura de lengua inglesa de los años setenta— denunció la crueldad del neoliberalismo de Thatcher y Reagan. La premisa del cuento de Bethke contiene, en buena medida, todo lo que vino después: su mundo voraz, angustioso y nada utópico dibuja ya el futuro que describí al comienzo de esta nota.
El cuento de Bethke no fue, por otra parte, el verdadero iniciador del movimiento ciberpunk. La palabra, y el modo de abordar la ficción especulativa, se pusieron de moda hasta la publicación de la novela Neuromante del canadiense William Gibson, aparecida en 1984. Todavía hoy se cita, como un atisbo de nuestro presente electrónico y virtual, su primera frase, que se redactó en un tiempo todavía analógico, pero que mantiene su potencia a la hora de igualar naturaleza y tecnología: «El cielo sobre el puerto era del color de la televisión, sintonizada en un canal muerto.» La serie de televisión Black Mirror (2011-), una de las muchas herederas del ciberpunk en la actualidad, no ha hecho más que actualizar esa metáfora al convertir la pantalla, además, en un espejo.
El editor y antologista Gardner Dozois, uno de los más influyentes de la ciencia ficción en inglés a fines del siglo XX, fue el principal responsable de la popularización del nombre ciberpunk, que utilizó para describir las publicaciones —realizadas por él mismo o por otros editores— de escritores como Gibson, Bruce Sterling, Pat Cadigan, Rudy Rucker, Paul di Filippo, Greg Bear y muchos más. El “movimiento” llegó a ser declarado “muerto” como literatura apenas a fines de los años ochenta, pero lo que ocurría era exactamente lo contrario. Lo ciberpunk (como perspectiva, como actitud y manera) ya estaba en todos lados: había saltado al cómic y la animación con Akira (1988), cuya versión fílmica fue dirigida por Katsuhiro Otomo a partir de su propio manga, y estaba en series televisivas como Max Headroom (1987-88). En 1993, el escritor mexicano Gerardo Horacio Porcayo publicó la primera novela ciberpunk mexicana: La primera calle de la soledad, que seguía a un primer brote de años anteriores en revistas y fanzines nacionales, adelantadísimos al establishment cultural de la época. Y lo mismo ocurrió en muchos otros lugares del mundo.
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Aun si no todas las obras creadas desde entonces han tenido la resonancia de las provenientes de Estados Unidos, Europa o Japón —más favorecidas por la globalización económica, más apreciadas en sus propios países— lo cierto es que el ciberpunk dio cuerpo y expresión a algo que ya estaba sucediendo en la cultura mundial. Se debe recordar que ni Gibson ni Bethke escribían aislados de sus entornos; se debe recordar que la década de los ochenta, con sus crisis económicas y sus amenazas de destrucción total, estaba rematando el largo periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial en el que la visión más ingenua del progreso, con la que había empezado el siglo XX, quedó definitivamente desacreditada. A la distancia, puede dar la impresión de que algo esperaba suceder y ser nombrado: de que hacía falta únicamente un contenedor, un concepto que uniera las angustias de una época.
Un ejemplo puede servir para ilustrar esta idea: en 1984, el año del lanzamiento de Neuromante, se estrenó también la película Terminator de James Cameron, que agregó al subgénero de la ficción apocalíptica, ya en boga, la noción paralela del ciborg u organismo cibernético como una amenaza, deseosa de exterminar, y no de favorecer, a los seres humanos. ¿Podría el ciberpunk —en otras circunstancias, en una historia contrafactual distinta— haberse llamado Tech Noir, que es el nombre de un antro new wave en la película de Cameron? Esto lo propuso en su momento el gran crítico Naief Yehya y la respuesta es sí, por supuesto. En ese otro mundo encontraríamos al primer tech noir, quizá, en la película Blade Runner de Ridley Scott, estrenada en 1982 y que adapta una novela de Philip K. Dick (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de 1963) para convertirla en una versión futurista, a colores, del cine negro de principios del siglo XX, incluyendo su detective cínico y su mundo de moralidad ambigua. En la novela y la película hay una corporación avariciosa, un medio ambiente que se cae a pedazos, robots tan avanzados que no se pueden distinguir de los seres humanos…
Hacerse estas preguntas sirve también para ver lo lejos que ha llegado lo ciberpunk en el mundo real. Se puede tomar un puñado de obras que han recibido esa etiqueta: digamos, la novela gráfica Hard Boiled (1991) de Frank Miller y Geoff Darrow, la película animada Paprika (2006) de Satoshi Kon, la novela Las constelaciones oscuras (2015) de Pola Oloixarac y el thriller Posesor (2020) de Brandon Cronenberg. Si nos preguntamos qué tanto tienen en común, la respuesta será: muy poco. Sus medios son diferentes, pero también lo son sus argumentos, sus tonos, sus recursos formales, su visión del mundo. Como otros grandes modelos o patrones de la imaginación en las culturas humanas, lo ciberpunk ha triunfado multiplicándose y mutando hasta desaparecer, confundido en el caos del resto de esas culturas. Hasta llegar a ser, de ciertas maneras, desde ciertos ángulos, esas culturas.
De este proceso viene, en muy buena medida, lo que entendemos hoy como nuestro futuro. Y, repito, no solamente en el mundo de habla inglesa. Países del “tercer mundo” o “sur global” entendieron lo ciberpunk todavía mejor que sus precursores en el “mundo desarrollado” y han adaptado a sus propios contextos elementos del ciberpunk original como la cultura hacker, los personajes dedicados a la acción contracultural o la creación de escenarios especulativos como crítica directa del capitalismo. El objetivo es, hasta hoy, reclamar el derecho de imaginarnos en esos futuros, de abrir paso al pensamiento y las personas que no existíamos en otras visiones del porvenir. La antología The Big Book of Cyberpunk (2023) de Jared Shurin es una de varias que ofrece un panorama amplio de los alcances de este esfuerzo en la actualidad (e incluye, por cierto, a tres autores mexicanos: además de Porcayo, Pepe Rojo y Bernardo Fernández Bef).
Por todo lo anterior hay que desconfiar de quienes hablan de una apoteosis obvia del ciberpunk: una cumbre visible. No está en todos los sub-subgéneros que se derivan del concepto inicial, como solarpunk, steampunk, cypherpunk y otros, en los que punk se vuelve un sufijo sin significado y se intenta simplemente centrar las obras en tecnologías distintas de la cibernética. Tampoco está en la cooptación de la palabra, que ya es marca registrada en Estados Unidos y la Unión Europea. Mucho menos en el ascenso de la figura mitificada del magnate tecnológico, que cree parecerse a Tony Stark —interpretado por Robert Downey Jr. en Iron Man (Jon Favreau, 2008)—… pero que en realidad es Elon Musk, Peter Thiel, Mark Zuckerberg, Sam Bankman-Fried y otros weirdos blancos, inmaduros pero con muchísimo dinero, encerrados en fantasías morbosas de poder e influencia. Ellos son parte del mal —de la ambición desmedida, destructiva, ciega hasta perder toda semejanza con lo humano— contra el que todavía nos advierte lo ciberpunk.
Alberto Chimal es autor de tres novelas, más de 30 libros de cuentos, ensayos y guiones de cine y de cómic. Recibió el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002, el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima 2014 y el premio del Banco del Libro 2021, entre otros. Su libro más reciente es la novela La visitante. Contacto y redes: https://linktr.ee/
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Posted: August 22, 2024 at 8:33 pm