Imperio Náufrago
Luis Fernando Chueca
Rocío Cerón,
Imperio,
Monte Carmelo, México, 2008.
“Somos arrastrados por los presagios” dice el epígrafe de Virgilio que abre este Imperio de Rocío Cerón. Y uno, al leerlo, se ve tentado a darles la razón, a ambos, y a identificar también en nuestras más oscuras miradas los desencadenantes del horror. Después de todo, llevamos cargados los ojos, o el alma, o tatuados los cuerpos, casi como herencia, con los restos del naufragio. De todos los naufragios de los que nos hemos hecho.
De algo de eso habla Imperio: de guerras, muertes, pérdidas, desarraigos obligados. Del hombre enfrentado al exilio inevitable y continuo, siempre renovado, esté donde esté, pues mucha de esa humanidad que fundaba nuestras más hermosas utopías, se ha visto y se ve enfrentada a diario a las evidencias de su descomposición: un omnipotente manto de desolaciones que ensombrece y ahoga.
El poema inicial de Imperio advierte que “no pesan ni la lengua ni la costumbre / ni la prisión habitada de los sueños. // no pesan la luz ni el invierno ni la distancia del olvido”. Frente a ello, añade “pesan las horas la horca del instante”. Con ello inscribe una suerte de reverso del carpe diem. No, entonces, el conocido y celebrado “aprovecha el momento” o “bebe de cada instante la más bella y plena sensación”, sino, más bien —y como anuncio de lo que encontraremos en las páginas siguientes de este libro—, la invitación a penetrar en lo crucial de cada momento atroz en que nos vemos enfrentados a la más perturbadora evidencia. Lo real amenazante como en un espejo hecho trizas, o más aun, esquirlas, y que ofrece multiplicados refl ejos: variaciones, cada una más terrible que la otra, lo mismo. Interminablemente. No está de más recordar aquí a Vallejo: “¿Qué se llama cuanto heriza nos? / Se llama Lomismo que padece / nombre nombre nombre nombrE”.
Ante ello, entonces, ¿qué lenguaje puede resistir? En Imperio se pone en escena lo que Raúl Zurita, en su preciso colofón, llama “el desalojo irremediable del lenguaje por la muerte”. Pero añade el poeta chileno que “la empresa de la poesía de Rocío Cerón es la de repatriar… El poeta se yergue así como el portador de las claves de un sistema de anotaciones que se ha perdido…” Y es cierto: este libro persigue un lenguaje que pueda resistir a la catástrofe y a la nada que se extiende casi irremediablemente (“Nada queda” tendría que haberle dicho a mi madre // nada precisa el ascenso / nada queda en los bordes”). Y enarbola la memoria como posibilidad: “Resistencia: insistir en el pasado: memoria que clarifi ca”, dice en un momento; y en otro: “Hablo de un recuerdo que sostiene el mundo”. Una memoria, por cierto fracturada, que se desliza entre la concreción y la sutileza, que entrecruza espacios familiares con alusiones a la Historia con mayúsculas, que multiplica retratos o retazos de retratos. Frente al imperio signado por el burdo interés monetario, por la dominación o por el abuso, este otro imperio que a través de geografías, territorios, sitios diversos, busca poder reconocerse; pugna tercamente por erigirse y mantener el atisbo de lo humano. Una patria, pues de ello se trata (“Patria es un lugar tan lejano —exactoconstruido por los ojos”), imaginada como lugar de un deseo más poderoso que la muerte. Y entonces quizás debiéramos pensar que, contra el epígrafe de Virgilio, el libro busca, más bien, enfrentarse a los presagios. Reconocer su gigantesco infl ujo, es cierto, pero para revertir su ominosa fuerza. Esta es una de las lecturas posibles de este Imperio que nos ofrece Rocío Cerón: en este libro persigue un lenguaje que permita que los cuerpos que recorren sus páginas, o yacen mutilados en los suelos, recuperen vida y dignidad. Esta es, sin duda, una de las más hermosas pretensiones de la poesía.
Posted: April 16, 2012 at 6:16 pm