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Otro paraíso

Otro paraíso

Rose Mary Espinosa Elías

• Carlos Martínez Assad,

En el verano, la tierra,

Planeta, México,

El encuentro entre José y su abuelo sugiere una relación compleja y enigmática que será desvelada a partir del viaje, real y metafórico, que cada uno de ellos hace: el primero en pos de reconstruir las identidades que lleva consigo, el segundo al abandonar su tierra dadas las condiciones de ocupación intolerables: dos suertes de exilio que los lleva a redescubrir sus respectivos destinos.

En esta confrontación entre el pasado y el presente, José narra en primera persona el periplo que, en el verano, emprende desde París, donde conoce a Alina –singular en valentía y hermosura– hasta Líbano, mientras que el relato del abuelo es en segunda persona y está dirigido especialmente al nieto José. Cada voz se diferencia también por cuestiones de formato: el tamaño de la letra y el ancho de los párrafos.

En ambos casos, el devenir de testimonios, de diálogos y de referentes históricos, estadísticos y geográficos, se hilvana con recursos poéticos: símiles, metáforas e imágenes, como la de la sangre “que subió por las raíces hasta cubrir el follaje de los cedros haciéndolos perder su verde intenso y coloreándolos de rojo”; con la asíndeton en “Palmira, la poderosa, Palmira, la próspera, Palmira, la reina de Oriente…”; con las “mil maneras” de nombrar Beirut: “Reina de la vida, Honor de los Reyes, Sede del Dios de la justicia, Ciudad del derecho, Sede de las letras, Puerta de Asia…”

Ambos viajes conllevan un tanto de esperanza y otro de desencanto, de auto afirmación y de rechazo: como quien deja su tierra para pertenecer más que nunca a ésta, así el abuelo tuvo que salir de Líbano “para ser completamente libanés”. Dejar el Bled por necesidad e idealizar retornar a él con mayores recursos, una fortuna amasada y, en el ínter, hacer vida en México, ese bello país donde se decía siempre era primavera y que en ese entonces albergaba ya a cinco mil libaneses: muchos de ellos con apellidos cambiados (González por Gassin, Pablo por Bulos, Pérez por Ferez) o tenidos por sirios y turcos, incluso judíos si vivían en La Merced.

Destaca el abuelo la paradoja de huir de una guerra para encontrarse con otra, la Cristiada (1926-1929), durante el gobierno de Plutarco Elías Calles: “Hasta en eso de perseguir a los cristianos México se parecía a Líbano, bajo el dominio del gran turco”, aun cuando algunos rasgos de mexicanidad le resulten tan extraños como el grito que celebraba la muerte de Obregón: “Nunca entendí la relación de los mexicanos con la muerte y con el poder”.

En medio del extrañamiento y la fascinación, de la gratitud, de la costumbre y de incluso haber fundado una especie de nueva tierra, persiste la nostalgia. Ante la imposibilidad de volver a casa, se cede estafeta a las nuevas generaciones: “Tienes que ir a Líbano, debes hacerlo. Encontrarás allí las huellas de tu pasado, los pasos de quienes te antecedieron” y un Beirut rodeado por un mar azul brillante y cuyos cedros se han mantenido allí “antes de que otros pueblos existieran”, dice la Biblia.

Empero, si acaso la instrucción del abuelo permanece inconscientemente grabada en José, su nieto, la travesía de éste en Líbano ocurre de manera incidental, al secundar a Alina en el propósito de encontrarse con sus raíces libanesas. Este periplo, que comienza en París, tendrá una serie de escalas y, en cada una de ellas, una revelación: de las distintas costumbres, de la desilusión, de la relación entre los amantes, de José consigo mismo y el sentimiento de ya haber estado ahí, haber recorrido las calles y comprado en los zocos “pulseras de oro con formas retorcidas que simulan serpientes”.

El camino que cruza por Siria implica despertar de madrugada al llamado a la oración –ese “canto pausado que, por momentos, se transforma en exigencia” y se introduce por los poros y se aloja en el cuerpo– y tomar un autobús repleto en que las mujeres se envuelven en vestidos anchos y largos y apenas muestran los ojos. Hay gritos entre el chofer y los pasajeros y, de pronto, Palmira, la novia del desierto. Ahora José murmura al oído de la osada y valerosa Alina el canto de Salomón: Ven conmigo hacia Líbano, amada mía… Y, entonces, al fin Líbano y al fin Beirut, la perla de Oriente que perdió la calma un día 13 de abril.

También la odisea de José desembocaría en guerra: 1975 y la sangre de los hermanos irriga los campos. Un pueblo doblegado que se mantiene en pie por un pasado glorioso, el islam como cobijo de un universo de diferencias, un Líbano en que los musulmanes pelean contra otros musulmanes y los libaneses contra otros libaneses, una Beirut irreconocible. Presa de la incertidumbre y del temor, José lanza una serie de preguntas: “Abuelo, ¿esta es la tierra que amaste y que me hiciste amar? Esto no es como me lo contaste. No hay historias maravillosas sino intereses políticos”.

Un viaje mágico y, a la vez, exasperante, que augura la separación de la pareja al encontrar cada quien su otra tierra prometida: Alina con mayor determinación, acaso hasta las últimas consecuencias. En cambio, José, aun entre el tedio y la desconfianza de cargar con libreta y lecciones de viaje ajenas, termina por “hilvanar la madeja” de la historia de sus antepasados. A un tiempo cautivo y cautivado por tanto que de sí mismo encuentra en Líbano, la tierra de las añoranzas del abuelo.


Posted: August 25, 2014 at 9:33 pm

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