Autoficción
Alberto Chimal
Escribo sentado en la cama. Mi pie lastimado, el derecho, está apoyado en un par de almohadas para que pueda reposar un poco en alto. Tengo a Morris, uno de mis gatos, sobre mi muslo. No puedo escribir (evidentemente) tan rápido como quisiera.
Aun si el gato estuviera en otra parte, tampoco podría escribir tan rápido como quisiera porque estoy agotado. Vengo de varios meses de mucho agobio, debido sobre todo a compromisos de trabajo, aunque también a la lesión del pie, que es una recaída: un esguince en un tobillo que ya ha tenido varios y tiene un par de décadas más que yo. A causa de estas dificultades, no pude completar una entrega de esta columna para el mes anterior a éste.
Cuando esto me pasa suelo ir de bastón, con un refuerzo ortopédico y el cuerpo medio inclinado, distorsionado (engordado, seamos sinceros) por falta de movimiento. También se distorsiona la percepción: hace 10 años andaba así en un día que en realidad fue muy feliz y honroso, y en el que conocí y compartí mesa con el gran poeta Derek Walcott. Pero ahora sólo consigo recordar que Walcott, al verme, preguntó si yo tenía polio. Quién sabe dónde están escondidas la honra y la felicidad.
Avanzo un poco con este artículo, dormito, escucho un fragmento de un podcast. Luego dormito otra poco. Me impuse un periodo de al menos dos semanas lejos de las redes sociales para poner las fuerzas en esta escritura y en otras que tengo, todavía, pendientes.
Hace ocho años estuve muy enfermo —no del pie, para variar— y pasé varios meses en cama. De ese periodo salió un texto que hasta ahora es mi único intento de hacer “autoficción” o “autobiografía”. En él cuento algo de mi propia vida y de mis aspiraciones –de la historia que es el motor de esta existencia concreta; cada quién tiene la suya propia– en un momento que parece de hundimiento y fracaso. Cuento de mi madre y mi familia extensa y matriarcal; cuento de visiones de la infancia y la adolescencia, de los comienzos del trabajo de escribir. El texto está publicado: a veces se le lee como ensayo, a veces no, y su título es “El señor Perdurabo”, porque mientras lo escribía me acordé de Aleister Crowley, aquel escritor, esoterista, loco y artista del engaño que escribió, entre muchos otros textos, un cuento: “El testamento de Magdalen Blair”, que merecería ser un clásico del terror porque ofrece una imagen horrenda de lo que pasa tras la muerte. (Básicamente es la disolución de la conciencia, entre sufrimientos: la última actividad desesperada del cerebro mientras el cuerpo muerto comienza a pudrirse. Nada de túneles que llevan hacia una luz, de Infierno, de Paraíso, de nada. Creo que da a notar mi ánimo de entonces, y probablemente el de ahora también.)
Entre otros nombres que se puso, Crowley se hacía llamar Frater Perdurabo. Según él, ese nombre quería decir “persistiré hasta el fin”. Sonaba bien entonces. Carlos Velázquez leyó mi texto hace años y, muy generosamente, me dijo que debía convertirlo en una novela. Nunca me atreví y no creo que vaya a intentarlo ahora.
Morris se mueve un poco. Yo acomodo el muslo. El gato se sobresalta y se va. ¡Qué delicado!
Diría que la autoficción: la narración del yo, supuestamente sin invención ni artificios, podría llegar a convertirse en la columna vertebral de la literatura, de no ser porque ya es una porción esencial de la vida creativa (o no creativa) de millones de personas, la mayor parte de las cuales no tiene interés en los libros y, en muchos casos, hasta lo admite. La autoficción ha ido mucho más allá de los libros: la hacemos todos los días a todas horas, en las redes sociales, al encuadrar nuestra foto para que la cara se vea menos ancha y más tersa, al resumir con frases hechas nuestro estado de ánimo, al compartir solamente las anécdotas en las que somos felices / prosperamos / triunfamos moral o materialmente sobre nuestros enemigos / adquirimos cierto patetismo cursi en los momentos de enfermedad o desolación.
Prácticamente nadie en Facebook alcanza los logros estéticos de Karl Ove Knausgård en los seis tomos de su autobiografía novelada Mi lucha, o de Laurent Binet, Emmanuel Carrère, Julián Herbert, Amélie Nothomb, Margo Glantz, el propio Carlos Velázquez (¿ya leyeron su El pericazo sarniento?), etcétera.
Pero la abrumadora mayoría de los autoficcionistas de hoy no tiene ni idea de que existan esas aspiraciones, ni, para el caso, esos autores y autoras, y mucho menos la palabra autoficción. Ésta llama la atención en la actualidad porque las redes nos han traído la Era del Yo (yo todo el tiempo, yo para todo, yo, yo, yoyoyó) y no al revés.
Hay algo de obsceno en las exigencias de la Era del Yo. Cualquier contorsión es buena si atrae la mirada de alguien, cualquier acto ridículo o degradante vale unas cuantas reacciones y comentarios. Y casi nadie, seamos sinceros también en esto, piensa en “la justa revuelta contra la tiranía de la ficción” (una justificación habitual de la escritura autofictiva) mientras prepara su siguiente foto o historia de Instagram. Tampoco en que la “directa, precisa y temeraria escritura del yo” bien podría ser regla esencial para la supervivencia de la novela en nuestro presente problemático.
(Eso último viene de un artículo de Vicente Verdú que en su día fue muy famoso, y en el que notaba, además de su menosprecio de la ficción y alabanza de la autobiografía, el atraso de los escritores de América Latina, que al contrario de los de Europa no se daban cuenta de que la ficción está caduca. Póngase aquí un emoji enojado. ¿Se nota que en este punto del texto estoy escribiendo con un poco más de ánimo y fuerza? Es que acabo de comer. Decir que acabo de comer, supongo, sería un aparte que le habría encantado a Vicente Verdú. También puedo agregar que, cuando mi esposa vuelva del trabajo, le propondré que pidamos pizza, porque tampoco puedo estar mucho tiempo de pie, y ver en la computadora Deadpool 2 o alguna tontería por el estilo.)
Es posible aprender la autoficción realmente existente: es posible volverse aficionado o incluso adicto a hacerla, sin entregársele por entero. No estamos (todavía) transmitiendo la totalidad de nuestra vida: gritando en el vacío, que es como algún tipo a quien leí describe su experiencia como usuario de Tinder, las 24 horas. Tampoco vivimos (todavía) encerrados en transmisores de televisión, como los que el millonario y artista conceptual Josh Harris ideó en los años noventa. Pero las posibilidades de cada persona varían. “El señor Perdurabo” está centrado en mi propia experiencia, y sobre todo en la soledad del cuerpo enfermo, no tanto por vanidad sino porque no quería involucrar a otras personas: en el texto aparecen, por supuesto, menciones a parientes, amistades y demás, pero no hay nada parecido a los chismes familiares ni las anécdotas escabrosas y detalladísimas al estilo de Karl Ove. No podría incluir nada parecido. A lo mejor el pudor es un exceso imperdonable en nuestros tiempos, pero ese es el límite que tengo.
Hace frío y el pie me molesta. Mi esposa no llega todavía. La parte más fuerte de la escritura desde un yo concreto no está en la “sinceridad”, el “valor” ni, de hecho, la “escritura”. ¿Tiene futuro? ¿O se va a ir para donde ya se fue, me dicen, la escritura de ficción? A lo mejor la siguiente generación de grandes figuras de la red ni siquiera siente la necesidad de prolongar su fama publicando libros. A lo mejor J. K. Rowling y otros autores semejantes –muy latinoamericanos, por cierto– son los últimos.
Por fin llego a las últimas palabras de este artículo. Lo siguiente que debo hacer es terminar una novela. Morris vuelve y se sube en mi pie. Pesa un poco, pero me da calor.
Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego, Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal
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Posted: December 5, 2018 at 9:57 am