El fin de la cuarentena y las lecciones no aprendidas. Un mundo que rechaza a la ciencia
Naief Yehya
Política y memoria de los patógenos
Salir de una pandemia no es cosa fácil. Los epidemiólogos dicen que en esencia hay dos maneras de hacerlo: una biológica, que puede ser cuando la población alcanza la inmunidad de manera natural o bien cuando se tiene una vacuna, tratamiento y sistemas para controlar el contagio que puedan acelerar el proceso de eliminación de la amenaza o por lo menos contenerla de manera eficiente y confiable; y una social, cuando no se tiene nada de lo anterior pero la cuarentena ha causado tantos estragos económicos, sociales y políticos que la gente opta por convivir con la enfermedad y atenerse a las consecuencias. Es decir, se asume que la epidemia ha terminado cuando el miedo al germen ha disminuido lo suficiente como para ignorarlo, aunque siga enfermando y matando gente.
La epidemia biológica viene acompañada de una epidemia de pánico con sus propias y a menudo muy graves consecuencias. El miedo al contagio es tan antiguo como la civilización. Casi podríamos decir que no solamente está inscrito en la historia sino también en los genes. Tan sólo la peste bubónica mató a la mitad de la población en China en 1331 y al extenderse hacia el oeste costó la vida a más de la tercera parte de los habitantes de Europa. Otro ejemplo muy repetido es que alrededor del sesenta por ciento de la población del imperio azteca fue exterminada por la viruela que acompañó a la llegada de los conquistadores. El daño masivo y psicológico que producen las epidemias es la expresión más clara de lo que imaginamos como apocalíptico. Cíclicamente los pueblos son barridos por organismos invisibles ante los que no hay valentía que cuente. En ocasiones estas catástrofes dejan lecciones, en otras tan sólo despiertan supersticiones, canalizan fobias y justifican rencores.
La primera respuesta organizada e institucional a una plaga tuvo lugar durante la epidemia de 1347-1352, que se extendió por los puertos desde el este del Mediterráneo a Sicilia, Florencia, Génova, Venecia y de ahí a Francia y España, y sobre los Alpes a Austria y Europa central. Sin medicinas ni tratamientos la única opción era esconderse de las personas y los objetos contaminados. Surgieron entonces políticas e instituciones que siguen existiendo de una u otra forma. En 1403 se estableció en la laguna de Venecia el primer hospital para la plaga, el Lazzaretto vecchio, que fue el ejemplo a seguir de otros que se erigieron aislados por barreras naturales. Asimismo, comenzaron entonces a aplicarse “purgas” de bienes y productos, que al ser bajados de los barcos cargueros eran desinfectados y tratados para eliminar posibles contagios. Comenzaron a usarse las cuarentenas de personas y animales —cuarenta días de aislamiento que se consideraban suficientes para disipar las miasmas de la pestilencia. Sin saber nada de micro organismos entendían que algo en el aire llevaba el contaminante y que la mejor manera de confrontarlo era evitar contacto. Pero si bien las epidemias nos han acompañado por milenios es un hecho que las experiencias tienden a ser olvidadas, probablemente porque las epidemias a menudo culminan de forma inesperada e impredecible, quizá el trauma hace que los pueblos traten de olvidar, de borrar la memoria colectiva, en ocasiones llegando a extremos como abandonar o incendiar pueblos. El covid-19 era un virus desconocido hasta diciembre del año pasado, sin embargo la experiencia con el SARS en 2002, que pertenece a la misma familia y con el que tiene coincidencias, debió haber dejado patente que estos virus son particularmente brutales con el personal médico de primera línea. En aquel brote en el caso de Canadá, casi la mitad de los infectados eran doctores, enfermeras y personal que estaba en contacto con las salas de emergencias. Sin embargo, la primera carencia notable en esta reciente epidemia fue de equipo básico de protección. Por ello se hacía al personal médico reutilizar máscaras, caretas y batas o usar equipo hecho en casa. Esto tuvo consecuencias terribles en la primera línea de defensa médica. Tan sólo en China más de 3000 trabajadores de la salud se contaminaron en los primeros meses de la epidemia y 22 murieron.
La memoria biológica
La humanidad ha sobrevivido a las epidemias gracias a lo que se denomina la inmunidad del rebaño o del grupo. Lo cual consiste en que los pacientes recuperados de la enfermedad desarrollan anticuerpos para volverse inmunes. Entre más sobrevivientes hay el virus tiene menos posibilidades de transmisión y eventualmente la epidemia se detiene, aunque no todos los individuos sean inmunes. Dado que el covid-19 es nuevo la inmunidad apenas se está creando y por tanto sus efectos son devastadores e impredecibles, asimismo nadie sabe de manera definitiva el grado de inmunidad que tienen los que se han recuperado. La inmunidad grupal está relacionada con la agresividad del patógeno para infectar, es decir el número de personas a las que cada contagiado se la puede transmitir. Se cree que el coronavirus tiene un índice de reproducción de dos a 2.5, es decir que cada persona infectada puede contaminar a dos o a dos y media personas. Una epidemia es eliminada si este índice es reducido a menos de uno. Debido al número limitado de personas que se han hecho la prueba aún es imposible saber si esto es cierto. Pero, de ser así, la inmunización mundial tendrá lugar cuando alrededor de la mitad la población haya sido expuesta al virus. En caso de que fuera más agresivo, y se piensa que puede serlo, con un índice de 3, haría falta que el 66% de la población lo contrajera para crear inmunidad de grupo. Esto implicaría que cerca de cinco mil millones de personas tendrían que enfermarse y eso tendría como consecuencia la muerte de unas 325 millones de personas —si se aplicara la tasa de mortandad promedio de 6.5%. Si consideramos que la influenza española mató entre 50 y 100 millones de personas en todo el mundo, el coronavirus resultaría muchísimo más catastrófico.
Las epidemias requieren de chivos expiatorios. Usualmente la culpa de la desgracia se atribuye a los grupos marginales o a los inmigrantes de haber traído el contagio. Si bien a lo largo de la historia las poblaciones han reaccionado con relativa consistencia a las plagas, también ha habido diferencias significativas en la manera de enfrentarlas, desde ciudades que impedían el acceso a extraños, incluso con guardias armados e imponiendo castigos severos a los infractores, hasta quienes pretendían que no pasaba nada, por miedo a dañar la economía. En vez de proteger la salud intentaban revocar leyes y edictos para favorecer el comercio. La pandemia de coronavirus ha mostrado la diversidad de reacciones posibles. Desde el medievo el terror ha causado que los gobernantes actúen de manera errática y contradictoria, a veces paralizándose o emprendiendo acciones irracionales e inútiles. En 2020 hemos visto líderes autoritarios negar el peligro del contagio como Bolsonaro en Brasil y Alexandr Lukashenko de Bielorrusia (en ambos países la tasa de infección y muertes ha aumentado considerablemente) y demócratas del partido verde aplicar un mínimo de restricciones, como la primera ministra sueca Isabelle Lövin, quien ve la pandemia “como un maratón no como un sprint” (ahí han tenido una tasa de contagios y muertes más alta que en los países vecinos pero más baja que en países que han cerrado completamente como Bélgica y Holanda). Otros regímenes muy distantes en el espectro político han usado métodos drásticos como China en la provincia de Hubei, Vietnam, Taiwán y Nueva Zelanda y han contenido el contagio de manera notable.
Hoy como en otras epidemias del pasado, algunos grupos en diversas partes del mundo tratan de “liberar” a sus comunidades —a menudo en contra de los deseos de la mayoría— de lo que consideran órdenes opresivas y dictatoriales de cerrar la economía. En varios estados de Estados Unidos, principalmente con gobernadores demócratas, centenares de personas han salido a la calle a manifestarse en contra de las medidas sanitarias y los cierres obligatorios del comercio no esencial, exigiendo la apertura de bares, peluquerías, templos y manicuristas. Los inconformes han desfilado armados, muchas veces con rifles semiautomáticos, con los que han querido intimidar a los gobiernos locales, aprovechando el apoyo esquizofrénico de Trump, que por un lado dice apoyar las medidas de salud pública impuestas por su propio gobierno mientras tuitea su solidaridad con los fanáticos. Estos eventos de desafío han venido acompañados de actos de desobediencia civil, amenazas contra oficiales e intensa presión contra las autoridades con lo que se han transformado en manifestaciones políticas. El resultado es que aún con altos y crecientes números de muertes y contagios los gobiernos estatales han comenzado a levantar restricciones. Justo en la semana en que se anunció el comienzo de la apertura, se reportaron más de 150 casos y tres muertes, tan sólo en Nueva York, de una enfermedad relacionada con el covid-19, el síndrome inflamatorio multisistémico pediátrico, que como su nombre indica, ataca a los niños. Trump anunció que en otoño se abrirían las escuelas, contra toda recomendación médica.
Ahora bien, las enseñanzas de algunas epidemias parecen contradecir lo aprendido en otras ocasiones. La pandemia de poliomielitis del siglo XIX, que culminó a finales de la década de los cincuenta con la vacuna de Jonas Salk, creada en 1954, presentó una cara distinta de las enfermedades contagiosas. La polio ha acompañado a la humanidad por milenios y había estado prácticamente durmiente, fuera de brotes esporádicos, hasta que las condiciones de vida del siglo XIX la revivieron. Usualmente los anticuerpos de la madre se pasaban a los hijos con lo cual estaban protegidos. En cierta forma habíamos alcanzado la inmunidad del rebaño pero la vida en las ciudades modernas, con agua potable y sistemas de drenaje eficientes en las viviendas hizo que los niños dejaran de contraer el virus en números suficientes para mantener la inmunidad y de esa manera se desataron contagios sin precedentes. Las innovaciones que eliminaron las epidemias de cóleras y otros males impulsaron la epidemia de polio que comenzó en la isla de Santa Helena en 1844 y se extendió a Luisiana, Boston, Nueva York, Chicago, Copenhague y Melbourne. Las víctimas favoritas de aquella enfermedad eran niños y las de la actual covid-19 son ancianos y personas con un sistema inmunológico debilitado, la polio era una enfermedad del verano y el coronavirus prefiere el frío, en ambos casos el virus podía no hacer prácticamente ningún daño o bien tener efectos devastadores y a veces provocar la muerte. Entonces algunos pacientes requerían para mantenerse con vida del uso de los aparatosos pulmones de acero, ahora los pacientes más graves necesitan un invasivo respirador artificial o ventilador mecánico para aumentar sus probabilidades de supervivencia.
La plaga de la desinformación
Las epidemias son también una prueba difícil para los medios de comunicación, los cuales son realmente esenciales en una situación de vida o muerte como esa. Sin embargo, a menudo algunos se entregaban al amarillismo, explotando las noticias más sensacionalistas, sabiendo que el miedo vende periódicos. Aún hoy los datos incompletos, cuestionables e imposibles de verificar dominan en casi todos los medios. Patrick Cockburn escribe que durante la epidemia de polio en 1956, en Cork, Irlanda, los hoteleros y comerciantes presionaron a los diarios locales para limitar lo que publicaban acerca de la epidemia y de hacerlo lo confinaban a las páginas interiores, en reportajes que fueran acompañados por artículos positivos, en los que se señalaba que no había nada de qué preocuparse. Durante las epidemias del pasado el acceso a la información era limitado, pobre y definitivamente elitista. Ahora el problema principal es la desinformación y el agobio que provoca la sobre información: demasiados datos, afirmaciones y opiniones, ciclos de noticias demasiado rápidos con demasiadas contradicciones. Lo que un día parece ser una verdad científica irrefutable al siguiente es una ilusión absurda o una mentira malintencionada. Inicialmente todo indicaba que la población de riesgo era mayor de sesenta años, inmunocomprometida, enferma de diabetes o con problemas cardiovasculares. Mientras algunos piensan que sólo es una gripe y muchos políticos oportunistas han afirmado que el covid-19 sólo le da a los ricos, otros aseguran que el virus no discrimina. Sin embargo, la evidencia demuestra que esta enfermedad no tiene nada que ver con el resfriado y que afecta desproporcionadamente a las minorías (en Estados Unidos: afroamericanos, indígenas y latinos) y a quienes viven expuestos a niveles más altos de contaminación. Un día se cree que la densidad de población es determinante para el contagio, otro se dice que el uso de máscaras es irrelevante y que cerrar la economía demasiado pronto es contraproducente. Tiempo después se afirma que esas presuntas verdades no lo son tanto. Quedaba claro que los epicentros estaban tanto en las ciudades con gran producción industrial y líneas de suministro internacionales como Wuhan y Lombardía, como en ciudades y localidades con flujos intensos de visitantes como Nueva York y destinos turísticos como las estaciones de esquí. Por tanto, en vez de que la lista de países afectados esté encabezada por naciones pobres, con servicios de salud precarios, los más atribulados hasta ahora son países industrializados, incluyendo a las principales potencias del mundo: EUA, Rusia, Inglaterra, Alemania, Francia, Italia y España, así como una potencia regional: Brasil. Los países en vías de desarrollo comienzan a ascender en la lista, pero la ventaja que lleva Estados Unidos con 1.6 millones de infectados será difícil de alcanzar.
El big bang informativo que propició el ciberespacio dio lugar a una revolución que abrió posibilidades sin precedente para la difusión del saber y el conocimiento pero también para la manipulación de individuos y grupos. En la era en que los demagogos y los populistas han convertido la información incómoda o que contradice a sus ambiciones en noticias falsas o fake news hemos llegado a un momento en el que nadie cree en nada y todos creen en cualquier cosa. Nada refleja mejor este potencial que una crisis de la magnitud de una pandemia. La plaga de la desinformación resulta tóxica por la cantidad de teorías conspiratorias que circulan acerca del origen de la epidemia, de los beneficiarios de las políticas sanitarias y de las verdaderas intenciones de las autoridades al despojar a los ciudadanos de sus derechos básicos. Pero se anuncian aún más graves en términos de las campañas anti vacunación, las cuales cuentan con dinero, amplia presencia en las redes sociales y apoyo de masas ignorantes y paranoicas. La propaganda en contra de la aún inexistente vacuna contra el covid-19 ya se prepara y complicará sin duda la posible salida de la epidemia. La desconfianza de las autoridades y de la ciencia que tienen los grupos de extrema derecha, que equiparan las órdenes de limitar movimiento con represión, autoritarismo cínico y fascismo, se verá nutrida con las acciones que tomen los gobiernos para tratar de proteger a la población.
Ciencia y anticiencia
En esta era hipertecnologizada, queda claro que la ciencia médica no ha avanzado gran cosa en términos de confrontar plagas. El gobierno chino publicó el 10 de enero la secuencia genética de la estructura del SARS-CoV-2. Si bien esto permite entender mejor el patógeno, la realidad es que de ahí a una cura o una vacuna hay un trecho muy largo y complicado, completamente ajeno a la lógica de la gratificación instantánea que ha fomentado la modernidad digital. Así mismo es paradójico que en este tiempo de obsesiones tecnológicas el rechazo a la ciencia se haya vuelto común. Trump, como otros populistas, detesta la ciencia y siente un orgullo muy especial al atacar a los expertos. Se ha hablado hasta el cansancio de la torpe, caótica e incompetente respuesta que dio el gobierno de Trump a la peor crisis de la historia moderna por rechazar los consejos y experiencia de epidemiólogos y científicos. Pero más allá del grotesco ridículo, de la inútil pérdida de miles vidas por la inacción y respuestas inadecuadas, las consecuencias de los errores, la corrupción, la inexperiencia y la soberbia de Trump y su equipo de improvisados e incompetentes dejarán heridas y cicatrices profundas que no sanarán en generaciones. Basta considerar la devastación causada en los asilos de ancianos de diversos estados que han sido diezmados, la evaporación de miles de pequeñas empresas y comercios, y el hecho de que para el 21 de mayo hay más de 39 millones de desempleados solicitando beneficios (sin contar a millones que no pueden solicitar ayuda y los indocumentados que no reciben protección alguna), de los cuales se estima que más del 40% han perdido su empleo definitivamente.
Es posible asegurar, que de haber rastreado la llegada de la enfermedad en sus orígenes todo hubiera sido distinto. Un estudio de la Universidad Columbia plantea que de haber comenzado las medidas de distanciamiento social y el uso de máscaras una semana antes se hubieran salvado 36 mil vidas. Basta ver como Vietnam logró aplicar lo aprendido durante la epidemia del SARS para contener la propagación y hoy sigue sin un solo muerto a causa del covid-19. En cambio el país más poderoso del mundo quedó paralizado cuando las pruebas de coronavirus que manufacturaron los prestigiados Centros para el Control de Enfermedades (CDC) y comenzaron a distribuir el 5 de febrero resultaron defectuosas debido a que un reactivo estaba aparentemente contaminado. Este fiasco eventualmente empujó al gobierno a retirar las restricciones para producir kits de prueba y numerosos laboratorios comenzaron a hacer sus propios equipos. Ese grave error técnico hizo que se perdiera tiempo valiosísimo, ya que impidió que se pudiera tratar de rastrear un paciente cero, determinar los vectores de contagio, planear con tiempo para destinar recursos materiales y humanos, enfocarse en la cuarentena de los enfermos y no de toda la población. Trump impuso restricciones a los vuelos de China el 31 de enero, cuando ya era muy tarde, debido a que el primer caso confirmado en Estados Unidos de covid-19 fue un individuó que llegó a Seattle el 15 de enero. La enfermedad llegó esencialmente de dos direcciones, a la costa oeste desde Wuhan y a la costa este desde Lombardía. Mucho pudo haberse hecho para aislar los focos de contagio pero casi nada se llevó a cabo. Trump, en su afán de reducir el gasto del gobierno había eliminado al departamento de preparación contra pandemias del National Security Council en 2018. Sin planes ni personal capacitado para enfrentar la catástrofe, eligió pedir ayuda a corporaciones privadas para que ayudaran de manera voluntaria. Hasta la fecha esta ayuda ha sido casi inexistente. Pero no hay que creer que la pésima respuesta que ha dado Trump a la crisis es una garantía para verlo derrotado en las urnas en noviembre. Por el contrario las manifestaciones de su base, que si bien es tan sólo una fracción de sus votantes, son ensayos de las posibles movilizaciones que tendrán lugar en el aún remoto caso de que perdiera en las urnas. Estos militantes armados son su ejército personal, listos para intentar revocar la democracia en caso de ser llamados a defender a su líder. Esperemos que la enseñanza principal de esta pandemia para los estadounidenses no sea que las crisis son la oportunidad para amenazar al gobierno e imponer la ley del AR-15 (mientras no seas negro o musulmán).
Volver, volver, volver
Al imaginar el regreso a algo semejante a la normalidad es imposible no pensar en las grandes corporaciones que tienen sus sedes en rascacielos donde miles de empleados dependen de transportarse decenas de pisos en elevadores saturados de gente. ¿Cómo funcionarán esas empresa si tan sólo para llegar a sus despachos los trabajadores tendrán que esperar a veces por horas para subir y bajar en elevadores donde se pueda respetar la sana distancia social?
El mundo cerró sus puertas no tanto por solidaridad como por miedo, ahora comienza a abrirlas nuevamente y la mayoría de los países no lo hacen por confianza en las estrategias empleadas ni por tener buenos resultados con sus políticas de cuarentena sino por miedo a los extremistas y la ambición de los poderosos. En gran medida esto no es un regreso racional sino una concesión y una derrota ante el egoísmo. Entramos así a un periodo de franco nihilismo suicida, de pensamiento mágico, de movilizaciones con tintes nazis y de lecciones no aprendidas.
Naief Yehya es narrador, periodista y crítico cultural. Es autor, entre otros títulos, de Pornocultura, el espectro de la violencia sexualizada en los medios (Planeta, 2013) y de la colección de cuentos Rebanadas (DGP-Conaculta, 2012). Es columnista de Literal y de La Jornada Semanal. Twitter: @nyehya
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Posted: May 26, 2020 at 9:12 pm