La balada del extranjero
Glenn Gallardo
La calle en que viví llevaba el nombre
de un héroe de la Revolución Francesa.
Se hallaba en pleno centro
de una ciudad que con fuerza centrífuga
me hacía chocar desordenadamente
contra los límites de mi propia existencia.
¿Qué tarde empecé a sentir que no ocupaba
un lugar específico?
París estaba en todas partes,
como en todas partes estaba mi recuerdo de un
tiempo
en el que tuve otros nombres.
Me llamé entonces Augustin, Philippe;
me vestí de mil formas
cambiándome de ropa según las circunstancias,
el estribillo o la canción de moda.
Fui Abelard en su caballo de ancha grupa
cantando bajo los balcones las romanzas godas;
o Arthur el de corazón de mansa oveja,
o Peire Vidal reconstruyendo a Amor en todas.
Esa diversidad no me hizo daño
ni me llevó, según el veleidoso influjo
de cada día, de cada hora, a la disolución.
Así, los meses y los años pasaron sin que
experimentara
nostalgia alguna por una identidad o un nombre.
Lo mismo me arrojé en los brazos de Constance,
en Périgord, que tuve a bien acicatear la brida
del corcel
hacia las tierras altas de la Picardie
o de la vieja Aquitania. No es que me diera igual,
pues ese parecido entre países, música y mujeres
daba más bien una unidad territorial a mi alma.
Y sin que me dijeran lo que debía pensar,
ni cómo comportarme,
los hechos me arrastraron a la orilla del tiempo
donde, náufrago del olvido,
enajenado entre los meses de renta y las visitas
al médico,
me encontré con el que siempre fui realmente:
un hombre en la ciudad,
en medio de una vida en la que no cabía
nostalgia alguna por una identidad o un nombre.
Posted: April 9, 2012 at 3:52 am