La llorona, de Jayro Bustamante
Naief Yehya
El cine de horror es cine político.
Históricamente el horror es un género que canaliza las ansiedades sociales, el miedo al cambio y el malestar que provocan las tradiciones, el pavor a lo distinto y la angustia de lo uniforme. En gran medida este tipo de cine ha sido un recurso de defensa de los valores hegemónicos, de las buenas conciencias blancas y liberales. El mal y la amenaza usualmente venían de lo “otro”, de lo exótico, de lo telúrico y del pasado, aunque también eran producto de los poderosos, de familias decadentes y fortunas mal habidas. El cine de horror moderno que reemplaza el miedo gótico por amenazas humanas reales, a veces en forma de monstruos sobrenaturales y casi siempre con exceso de violencia gráfica, es un fenómeno posterior a la segunda Guerra Mundial. Si hemos de dar crédito a Psicosis, de Alfred Hitchcock (1960) como la primera cinta de horror moderno podemos inferir que la película que invirtió los valores convencionales del género fue La noche de los muertos vivientes, de George Romero (1968), en la cual el regreso al orden equivale al restablecimiento del orden racista y opresor.
El cine de horror contemporáneo es el género que registra con mayor crudeza los traumas históricos, ya sean las guerras en Medio Oriente, el terrorismo, la tragedia de la inmigración, la destrucción de los ecosistemas o el calentamiento global.
El cine de horror contemporáneo es el género que registra con mayor crudeza los traumas históricos, ya sean las guerras en Medio Oriente, el terrorismo, la tragedia de la inmigración, la destrucción de los ecosistemas o el calentamiento global. Hoy incluso en Hollywood el horror canaliza el infortunio y las injusticias que padecen las minorías. El ejemplo más conocido y popular actualmente es el cine de Jordan Peele (Get Out y Us).
Otras cinematografías ahora se sacuden el prejuicio de considerar que cine de arte y cine de género son antagónicos y adoptan el horror para hablar de sus verdaderos fantasmas. La fusión de mitos y problemas contemporáneos se presenta como una vertiente fílmica rica. Y uno de esos mitos es la leyenda de la Llorona, una de las más viejas y conocidas tradiciones mexicanas y centroamericanas. Fray Bernardino de Sahagún sitúa su origen un par de años antes de la conquista española con la aparición de una mujer espectral que repetía: “¡Hijitos míos, tenemos que irnos lejos de aquí! ¿A dónde los llevaré? Se trataba de un espíritu que advertía el inminente fin del imperio y la destrucción del pueblo mexica, una diosa madre que trataba de proteger a sus hijos. Otra versión es la de Bernal Díaz del Castillo quien cuenta que una mujer indígena tuvo amoríos con un español y concibieron dos hijos, sin embargo, él se negó a reconocerlos y se casó con una mujer peninsular de alta sociedad. La mujer devastada por los celos y furiosa por la humillación llevó a sus hijos al río y los apuñaló. Al verlos desangrarse en el agua recuperó la razón y comenzó a gritar el famoso ¡Ay mis hijos! que repetiría por los siguientes siglos en su interminable penitencia.
La historia tiene numerosas versiones y variantes pero en esencia hay dos perspectivas: la heroína vengadora y la villana; la de la mala madre que descuida, abandona, pierde a sus hijos (como en el caso de la Malinche quien permite que su hijo Martín sea llevado por su padre Hernán a España y nunca regrese) o los asesina por venganza contra el padre infiel en la tradición de Medea, de Eurípides; y la de la madre despojada de sus hijos que vaga como alma en pena. Los lamentos de la Llorona van acompañados de su maldición que es la amenaza de llevarse a los hijos de otros para compensar su pérdida. En ambas versiones el espíritu de la Llorona queda varado eternamente, pero en la primera versión este es el castigo por su crimen, mientras que en la segunda el castigo es perder a sus hijos.
La fascinación que produce esta historia es tal que ha dado lugar a radionovelas, obras de teatro y ha sido llevada al cine y la televisión en por lo menos una treintena de ocasiones, incluyendo un par de veces confrontando al Santo y otros luchadores. La versión más reciente y posiblemente de mayor presupuesto, La maldición de la Llorona (Michael Chaves, 2019) pertenece al universo de The Conjuring, creado por James Wan, que también incluye El Conjuro (2013, 2016); Annabelle (2014, 2017, 2019); y The Nun (La Monja, 2018). Esta es una abominable colección de clichés, jumpscares, prejuicios étnicos y modorra fílmica que tiene en La Llorona a un monstruo intercambiable que asesina y aterra a víctimas inocentes con la intención de robar niños.
Completamente antagónica a ese desastre frívolo es la cinta La llorona, también de 2019, escrita y dirigida por el cineasta guatemalteco Jayro Bustamante (Ixcanul, 2015 y Temblores, 2019) quien apostó por emplear la leyenda para abordar el genocidio de los pueblos originarios en su país. Aquí la Llorona no tiene que ver con el espectro usado como lección moralizante por la iglesia sino que es una y todas las víctimas indígenas de siglos de opresión, despojo, racismo, esclavitud y abuso sexual. El exdictador Enrique Monteverde (Julio Díaz) —quien está obviamente moldeado en Efraín Ríos Montt, un genocida muy cristiano y muy admirado por Ronald Reagan, que fue condenado a 80 años de cárcel en 2013 y murió a los 91 años en 2018— vive sus últimos días en la impunidad de la paz doméstica hasta que se ve obligado a defenderse de los cargos de ser responsable de la masacre de mayas ixil entre 1982 y 1983, donde perdieron la vida una tercera parte de esa población y el 38% de las víctimas eran menores de 12 años de edad. Una de las víctimas da su testimonio a la corte hablando hacia la cámara a través de un delicado velo bordado, un t’zute. Sus palabras son desgarradoras y la evidencia innegable. La mujer termina diciendo en maya ixil con parsimonia: “A mi no me da vergüenza contarles lo que viví, espero que a ustedes no les de vergüenza hacer justicia”, una frase que fue dicha realmente en uno de los juicios contra los militares. A la acusación de haber convertido a los mayas ixiles en enemigos del estado el general responde: “Mi intención fue crear una identidad nacional…no sé de qué se me está acusando”. En el público vemos brevemente a la premio Nobel Rigoberta Menchú, con su familia, sentados en los mismos lugares que ocuparon en el juicio del exdictador.
Aquí la Llorona no tiene que ver con el espectro usado como lección moralizante por la iglesia sino que es una y todas las víctimas indígenas de siglos de opresión, despojo, racismo, esclavitud y abuso sexual. El exdictador Enrique Monteverde (Julio Díaz) —quien está obviamente moldeado en Efraín Ríos Montt, un genocida muy cristiano y muy admirado por Ronald Reagan
[A partir de aquí habrá spoilers]
El general Monteverde es encontrado culpable pero como suele suceder cuando las estructuras están corrompidas, políticos cómplices revierten el veredicto y Monteverde regresa a casa. No obstante los tiempos han cambiado, ni el pueblo se conforma ni la policía puede reprimir brutalmente a las masas, así que la mansión del exdictador es rodeada día y noche por gente que se manifiesta con fotos de los desaparecidos, grita consignas, canta y lanza piedras. Los espectros del pasado vivos y muertos acosan y rodean a la alta burguesía y ni sus altos muros ni sus guardias pueden protegerlos.
Monteverde, quien comienza a padecer de demencia, escucha continuamente a una mujer llorar. Su esposa Carmen (Margarita Kenéfic), su hija Natalia (Sabrina de la Hoz) que es doctora —cuyo esposo ha desaparecido misteriosamente— y su nieta Sara (Ayla-Elea Hurtado) están atrapadas con él en una vorágine de apariciones, ecos, pesadillas, sospechas, pavor y una invasión de ranas en una casona que literalmente parece hundirse. El agua es el leitmotiv que reaparece para no permitir el olvido, es en el agua donde los inocentes son asesinados como en la leyenda. La mansión se vuelve una prisión sitiada y el lugar donde las tensiones familiares aumentan hasta la ruptura. Es una casualidad que el encierro enloquecedor de la familia Monteverde viene a coincidir con el confinamiento de buena parte de los pueblos del mundo durante la pandemia que comenzó justo antes del estreno de la película.
Bustamante muestra con agudeza la desintegración de un orden racista y clasista, que comienza con la renuncia de la servidumbre. Los empleados toman consciencia de su condición y de lo que representa el general. Sin temor a las amenazas y el chantaje que durante siglos los han mantenido oprimidos: “Hasta tortillas les compran, en ningún otro lugar los van a tratar así”, “En ninguna otra casa van a encontrar trabajo”, se van exigiendo su paga. Los únicos que no abandonan al tirano y su familia son la criada más fiel de la casa, Valeriana (María Telón) quien habla maya cachiquel y muy probablemente es hija ilegítima de Monteverde y el guardaespaldas Letona (Juan Pablo Olyslager) quien tiene una no muy discreta obsesión con Natalia. Esa renuncia hace que contraten a la misteriosa y silenciosa Alma (María Mercedes Coroy), quien dice venir del pueblo de Valeriana. Desde su llegada se insinúa que ella es el personaje del título y cuando aparece, el general la ve desde una ventana entre los manifestantes, a unos pasos de un niño que carga un cartel con una foto de una mujer muy parecida a ella.
La recién llegada obsesiona a la pequeña Sara y despierta el deseo sexual de Monteverde. Con lo que parecemos entrar de lleno al tema clásico de la Llorona que busca llevarse niños. Pero en vez de entrar al terreno de los clichés Bustamante nos muestra la desintegración de una familia poderosa en el encierro. En vez de satanizarlos los humaniza al mostrarlos perder el orgullo y la dignidad: primero el general al salir armado a dispararle a guerrilleros imaginarios durante la noche casi matando a su propia familia y luego al ser descubierto por todos con una erección espiando a Alma; luego Carmen al orinar la cama por una pesadilla y finalmente a Natalia al saber que las acusaciones contra su padre son verdaderas y que es posiblemente responsable de la desaparición de su esposo. Con gran tino el director muestra la forma en que el privilegio y la opresión son asimiladas por las mujeres de la familia: es Natalia quien va a pedir perdón a Alma en nombre de su padre, mientras que Carmen le dice que no use más el uniforma porque le queda muy ceñido, con lo que implica que es culpa de Alma haber incitado el deseo de su marido.
La cinta inicia con una especie de rosario, con un murmuro creciente en voz de Carmen, en lo que parece una sesión espiritista en donde las esposas de los generales y militares imploran por protección. Mientras en otra sala los propios militares fuman puros, beben whisky y escuchan las recomendaciones de su abogado para presentarse como héroes en sus juicios (“Bajo ninguna razón agachan la cabeza”). Poco a poco las voces de las mujeres que rezan se funden con voces indígenas y el murmullo va aumentando en intensidad como si la invocación despertara a las víctimas. En vez de protección, Carmen, quien representa la oligarquía rancia y prejuiciosa (después de atravesar una turba enfurecida que se manifiesta frente a la mansión, lo primero que dice es “¿No me robaron nada?”), comienza a tener pesadillas en las que ella es una indígena perseguida por los soldados que antes de matarla ahogan a sus hijos.
En vez de protección, Carmen, quien representa la oligarquía rancia y prejuiciosa (después de atravesar una turba enfurecida que se manifiesta frente a la mansión, lo primero que dice es “¿No me robaron nada?”), comienza a tener pesadillas en las que ella es una indígena perseguida por los soldados que antes de matarla ahogan a sus hijos.
El uso de largos planos secuencia y tomas fijas en las que los personajes entran y salen de foco imprime un ritmo lento a la narración. Para enfatizar la ansiedad se vale de la extraordinaria fotografía del peruano Nicolás Wong y sus equilibradas composiciones en las cuales hay una estudiada precisión, una sobria paleta azul grisáceo y consistentemente fragmenta, encuadra y divide las imágenes utilizando muros, ventanas y particiones arquitectónicas para enfatizar estados de ánimo. El diseño del sonido es igualmente fundamental al imponer el ruido como una barrera psicológica y angustiante. Buena parte de la cinta transcurre entre las paredes de la mansión, las cuales parecen estrecharse para aumentar la claustrofobia. La toma nocturna en las escaleras con las tres generaciones de mujeres de la familia es un ejemplo notable del excepcional lenguaje visual del cineasta que emplea una sola imagen para sintetizar la situación de las protagonistas: la madre que pertenece a un tiempo en que el genocidio era aceptado y normal y tan sólo puede salvarse y ver a las víctimas si “un espíritu se posesiona de ella y la obliga”, como dice el director; Natalia, que representa a los herederos del dolor, aquellos que no se atreven a hablar por miedo y vergüenza; y la pequeña Sara que es la esperanza de un cambio y renovación.
El giro determinante de la cinta es mostrar que Alma y Carmen son encarnaciones antagónicas de la Llorona. La indígena es la mujer despojada de sus hijos y asesinada, mientras que Carmen es la mala madre, cómplice de los asesinos de los niños de Guatemala.
El giro determinante de la cinta es mostrar que Alma y Carmen son encarnaciones antagónicas de la Llorona. La indígena es la mujer despojada de sus hijos y asesinada, mientras que Carmen es la mala madre, cómplice de los asesinos de los niños de Guatemala. Bustamante podría mostrarla como una arpía, sin embargo, a pesar de todo la trata con empatía y humanidad, como una víctima más de la brutalidad militarista y patriarcal. Es una mujer que continuamente trata de engañarse a si misma con contradictoria retórica racista, intenta de justificar a su marido y de paso defender al sistema de privilegio. Carmen descalifica las acusaciones contra el genocida con argumentos tan frágiles que su hija ni siquiera trata de argumentar. Natalia simplemente quiere saber si su madre sabía la verdad de lo que ocurría. Y a eso Carmen tan sólo responde: “Para que el país avance hay que ir para delante, lo que se quedó atrás está atrás y si lo volteamos a ver nos convertimos en estatuas de sal”. Pero finalmente es ella quien llevará a cabo la venganza y hará justicia con sus manos.
Alma no es un símbolo ni una caricatura actualizada del espectro que amenaza las calles de la colonia sino que es el personaje que fue inspirado por la abuela de la actriz María Mercedes Coroy, quien como dice Bustamante en una entrevista: aprendió a llorar en silencio mientras se ocultaba del ejército para no ser violada y asesinada, y lo que intenta es hacer que las víctimas puedan llorar a gritos para no dejar descansar a los culpables ni a los indiferentes, para que sus historias no se olviden ni queden impunes. Esta llorona aparece como una vengadora pero en vez de sacrificar a los hijos de sus víctimas viene a abrirles los ojos. Su maldición consiste en obligar a la burguesía de ese y todos los demás países que fueron colonias, a confrontar el pasado, a verse a si mismos como cómplices activos o silenciosos y así comenzar a cambiar a la sociedad.
Naief Yehya es narrador, periodista y crítico cultural. Es autor, entre otros títulos, de Pornocultura, el espectro de la violencia sexualizada en los medios (Planeta, 2013) y de la colección de cuentos Rebanadas (DGP-Conaculta, 2012). Es columnista de Literal y de La Jornada Semanal. Twitter: @nyehya
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Posted: August 19, 2020 at 10:19 pm