Cincuenta y ocho y más sillas vacías de las artes visuales cubanas
Dainerys Machado Vento
Sobre La silla de Oggún, el artista visual cubano Leandro Soto dibuja un machete que identifica al orisha, uno de los del panteón mayor de la religión yoruba. La pieza de 2001, hecha de acrílico sobre lienzo, es un homenaje al patrón de los herreros, dueño de los caminos y montes; pero es también una mirada a Cuba. Soto imagina que, sobre la silla, han quedado una pequeña taza de café, un antiguo automóvil diminuto y otras imágenes de un país, su país. Del mapa de Cuba parecen reproducirse fragmentos en los pedazos que componen el fondo de la imagen.
La silla es predominantemente verde. Los colores del monte cubano son los del santo que lo cuida, o viceversa. La explosión visual que es esta pieza se completa con el amarillo de una lámpara que pende (y prende) sobre la silla de Oggún. Del bombillo se expanden rayos que forman una especie de telaraña sobre toda la imagen, tejido que reproduce patrones que también recuerdan a la silueta del mapa de Cuba.
Es posible que estos múltiples fragmentos en diferentes planos sean los contornos de la misma isla, no solo porque Soto es uno de los artistas cubanos más destacados y prolíficos de las últimas décadas, también porque ha hecho de ese mapa un motivo particular que se repite en su obra. Véanse, por ejemplo, sus piezas El ancla de Yemayá, Visitantes, Aparición de la forma de una isla en el taller de Oggún, entre muchas otras.
El machete sobre La silla de Oggún puede tener entonces varias lecturas. Es el símbolo del orisha que en su ausencia preside esta pieza; pero es también imagen de la rebeldía de los esclavos africanos del Caribe; es un objeto que se emplea aún en rituales de la santería. Era la principal herramienta para el corte manual de la caña. Y devino, por ello, la mejor alegoría de la lucha en la manigua cubana en el siglo XIX: Las cargas al machete eran los ataques más temidos que los criollos podían emprender contra españoles, en un movimiento de absoluta violencia corporal que traducía el deseo de libertad en sangre.
El machete sobre La silla de Oggún alcanza entonces dimensiones múltiples. En esta lectura, la silla que Soto dibuja puede ser la silla de Cuba, o puede ser Cuba, isla rodeada de sus propios fragmentos que se disipan; isla contemplada por un ojo distante, que ha sido abandonada por su(s) habitante(s). En definitiva, la silla como metonimia del país, adquiere relevancia en las artes visuales nacionales desde que, en 1943, Wifredo Lam la usara en su período parisino como pretexto para juntar algunos de los elementos característicos de su visualidad.
El guiño entre la pieza más contemporánea de Soto y la de Lam es evidente. Basta colocar una al lado de la otra para comprender que estas sillas se miran y, sin ser espejo, dialogan cada una con sus tiempos de creación. Como las dos famosas sillas pintadas por Van Gogh en 1888, La silla de Van Gogh y La silla de Gauguin, la de Soto y la de Lam también quedan una frente a la otra; sirven como escena y escenario a la exhibición de objetos que las resignifican tornándolas mesas, junglas, país.
Con La silla, Lam llegó a la culminación de una serie que había iniciado un par de años antes con el dibujo La chaise y que continuó con Silla. La silla es su pieza definitiva de esta búsqueda lingüística y de materialidad. Hecha de óleo sobre tela en gran formato, está presidida por el objeto que le da nombre y al fondo muestra una jungla que, en términos estéticos y de color, posee múltiples reminiscencias con la más famosa obra de Lam, La jungla, también de 1943. A nivel verbal, Lam decidió que estuviésemos en presencia de La silla, no de cualquier silla, sino de una con un artículo determinado, “la”, que otorga fuerza y carácter único tanto a la pieza como a sus interpretaciones posteriores.
Como las dos sillas de Van Gogh, las de Soto y Lam están habitadas por pequeños objetos. Sobre La silla de Van Gogh, el artista imaginó que quedaban su pipa y su pañuelo; sobre la de Gauguin, una vela eternamente encendida y un libro a punto de ser leído. Encima de La silla, Lam recreó un búcaro lleno de flores. ¿Una forma de dominio sobre la jungla rebelde que aparece al fondo?, podríamos preguntarnos sabiendo que el monte cubano fue, en definitiva, el espacio donde encontró su transculturación final la religión yoruba, otro de los temas recurrentes en la obra de Lam. ¿O es ese búcaro sobre La silla una redundancia del paisaje cubano, pero urbanizado, domesticado?
Se ha dicho que estas sillas están vacías, que hablan en cada momento sobre alguna ausencia. Sin embargo, los objetos que descansan sobre ellas evocan la presencia de diferentes sujetos en el espacio contemplado o imaginado por los artistas. Todas las sillas mencionadas aquí, las europeas del siglo XIX y las cubanas del XX y el XXI, auguran un retorno. El retorno de quien ha dejado sus objetos encima de ellas, componiendo la imagen de una pausa.
Si realmente se tratara de ausencias, estas sillas podrían estar más vacías. Ese es el sentimiento que nace de la contemplación de la serie Cincuenta y ocho sillas (2009-2016), de la fotógrafa cubana Damaris Betancourt. Betancourt demuestra que una silla vacía, completamente vacía, puede ser expresión de una desolación profunda, de una pérdida sin regreso.
¿Se vacían las sillas de las artes visuales cubanas a medida que el país fragmentado que los artistas recrean se diluye en una crisis interminable? La mirada de Betancourt muestra con perspicacia y belleza la decadencia de la nación, su absoluta desilusión, y lo hace a través de un objeto tan simple y de tanta tradición como una silla… o muchas sillas.
Quien aprecie Cincuenta y ocho sillas y conozca La Habana, podría adivinar los viejos palcos de madera que antes adornaban el interior del Cine Pionero en la Calle San Lázaro; o aquellos hierros desvencijados donde solía recostarse quien cuidara el patio del Centro Internacional de Periodismo, en la Avenida de los Presidentes. El Vedado, el Cerro, un pasillo de la calle Línea donde alguna vez vendieron pizzas con olor a luzbrillante, son lugares que se adivinan, huelen y presienten en las 58 fotografías de Betancourt que recorren la ciudad. Pero en realidad, se trata de mostrar la parte por el todo, siendo ese todo un contexto tan repetitivo como la decadencia. La Habana que sirve de telón de fondo a las sillas vacías de Betancourt podría ser muchos rincones de Cuba. La arquitectura que se devela es caribeña, indiscutiblemente cubana; pero su fragmentación le otorga una dosis de ubicuidad.
En la introducción a la serie, la fotógrafa ha escrito: “Estas sillas se encuentran por toda la ciudad y parecen tener personalidad propia. Así he querido retratarlas. Como si estos muebles hubieran sido seres humanos en otra vida, y en la infinita espera por un cambio en la sociedad, han terminado convirtiéndose en sillas”.
Le pregunto a Betancourt por qué buscar estos muebles para contar la historia de desilusiones de la isla. Ella me aclara: “Yo no busqué las sillas. Ellas se manifestaron ante mí. Caminando por La Habana, haciendo mis fotos, noté sus presencias y la forma elocuente y clara en que me evidenciaban el fenómeno del inmovilismo en Cuba. Eran tantas, muchas; casi siempre obstruyendo el paso, bloqueando las entradas, los pasillos, las puertas. Además, tan distintas y a la vez muy parecidas en ese gesto que emula a la pasividad humana”.
Su definición sobre el vacío social que sus imágenes evocan se torna aún más literal cuando asegura que las sillas que encontraba “parecían un ejército de ausentes”, “existencias extinguidas” que subrayaban la pérdida de la esperanza. Si en Soto, los objetos del orisha auguran el regreso de algún elemento humano o divino al espacio imaginado, en Betancourt son las sillas ese elemento humano, el único y, como consecuencia, un ser devenido objeto. La maravillosa paradoja de estas fotografías es que los sujetos que evoca son en realidad muebles, fantasmas de un país que han perdido su humanidad.
Betancourt reafirma esta idea cuando explica: “No está mi mensaje en el objeto, sino en lo que para mí representa. Cuando había avanzado un poco la serie, me di cuenta de que en el acervo visual colectivo hay ya muchas sillas representadas, pintadas, fotografiadas por grandes maestros. Entonces el relato empezó a redondearse, y a apoyarse en esos antecedentes visuales que argumentan y reafirman el simbolismo que he querido transmitir.” Entre los referentes que encontró, señala precisamente “las sillas compañeras de Vincent y de Gauguin, pintadas por Van Gogh, que expresan con tanta humanidad la compleja relación entre los dos artistas. La estupenda fotógrafa india Dayanita Singh sugiere un diálogo entre sillas en su serie Las sillas de Bawan”. Y en su lista personal incluye, por supuesto, La silla de Lam, que para la fotógrafa “ilustra y encarna inmejorablemente la esencia cubana”.
Betancourt ha dicho que terminó su serie en un número específico y a finales de 2016, “presagiando el año 58 del triunfo del totalitarismo en Cuba”. En sus fotografías hay, sin embargo, más de 58 sillas. Podría decirse que hay dos grupos de imágenes que sobresalen en esta serie; aunque la subdivisión –si fuera necesaria, que no lo es—podría ser más variada. Se aprecian por un lado esas sillas solitarias, destruidas o remendadas que reinan en diferentes paisajes urbanos; esas que se usan para cerrar una puerta o limitar una entrada. Por otro lado, están las sillas en masa; las que saca(ba) el gobierno cubano para sentar a la presidencia en los eternos desfiles en la plaza, las sillas en masa que auguran la fiesta en algún balneario de rostro soviético.
Son estas sillas multiplicadas dentro de una misma imagen las que muestran en forma exponencial la decadencia entorno a la que gira la serie. Acaso porque se amplifica con ellas el vacío de poder nacional a través de una estética absolutamente kitsch: sillas plásticas, las más nuevas de todas las que encontró la fotógrafa por la ciudad; pero también las que tienen menos personalidad, movidas en un viejo camión, sin voluntad ni identidad propia.
En estas imágenes, Betancourt logra expresar que la desolación en Cuba es repetitiva y que, si se contempla por mucho tiempo, se vuelve un acto sentimental. En esta poética, la silla sirva o no para sentarse no espera por el regreso de un ser humano ni divino, sino que muestra la pérdida de sensibilidad que se produce en la extrema pobreza y el caos cívico.
El artista plástico cubano Eduardo Leyva Herrera, residente en México hace algunos años, también ha sido seducido por las formas en que una silla puede contar la historia de un país. Ha retratado muebles que encuentra en las calles del antiguo Distrito Federal porque asegura que le recuerdan a La Habana. Dice Leyva que encuentra en algunas “la semejanza con el taburete cubano, asiento artesanal muy representativo de la isla”.
Es curioso, sin embargo, como en su mirada emerge también la relación del poder con estos objetos. Asegura Leyva que, después de retratar taburetes en Ciudad de México, “me vinieron esas imágenes archivadas en el subconsciente de las viejas sillas escolares donde descansaban los ‘cederistas’, que hacían guardias nocturnas. En la calle de cualquier barrio de La Habana, podía uno encontrar ese asiento arrecostado y marginado bajo sol y sereno”. ¿Ha sido la cotidianidad en Cuba tan politizada que hasta una silla es capaz de evocar a un sistema político?
Según Leyva Herrera, lo que lo impulsa a retratar estos objetos en particular no es su “notable abandono”, sino “el cambio de su funcionalidad: Quien colocó la silla en un determinado contexto la está usando, no para aquello que fue concebida, sino para territorializar un espacio que cree le pertenece dentro de una convulsa urbe”.
No pretende un ensayo tan breve agotar la presencia de las sillas vacías en el imaginario ni en las obras de los artistas visuales cubanos. Es apenas una hendija diminuta para pensar el estado de la cuestión. Curadores, críticos y creadores han debatido por siglos la importancia de estos muebles como objetos de arte. Y basta un recorrido por las imágenes de Juan Si González, especialmente las incluidas en Looking for Cuba Inside Project 2001-2021; o por el archivo de la destacada fotógrafa Gilda Pérez, para comprender las diferentes formas en que los artistas de la isla siguen contemplando las sillas desde diferentes perspectivas y empleándolas como el objeto (o sujeto) que mejor traduce sus conceptos.
La presencia recurrente de estos muebles en las artes visuales producidas tanto dentro como fuera de Cuba, prueba que los símbolos más tradicionales siguen siendo funcionales para construir discursos sobre lo cotidiano; pero que se siguen tornando también una declaración sobre lo nacional y el ser cubano, tal como la obra de Lam nos legó avanzado el siglo XX. Innegable es que las sillas de las artes visuales contemporáneas lucen ostensiblemente más vacías y desvencijadas que sus antecesoras.
*Imágenes, cortesía de Damaris Betancourt
Dainerys Machado Vento es autora del libro de cuentos Las noventa Habanas. Ha sido incluida en la revista Granta entre los mejores narradores jóvenes en español. Estudia su doctorado en Lenguas y Literatura Moderna en la Universidad de Miami. Es cubana.
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Posted: May 31, 2021 at 9:47 pm