El malestar en la teoría
David Medina Portillo
No sé dónde leí que en el panorama del arte contemporáneo la estética se limita al estudio de la belleza y, en cambio, el arte sólo es competencia de una teoría del arte. La fuente de esta afirmación no importa; después de todo, se trata de una opinión más bien corriente. Las simplezas a este respecto generan fortunas y sobran ejemplos donde cualquiera que practique equis disciplina sin hacer uso de una episteme dura pasa por zonzo: un noño del bellismo.
Ya se sabe, no hay arte sin un discurso sobre el arte de modo que la reproducción mecánica siempre nos condenó a las vulgatas de la “resignificación”. Y ese anti-Benjamin que aún se entiende con la Analogía tiene el rostro de algún médium turístico o, para el caso, habrá sido discípulo de Octavio Paz. Los rituales del “original” hablan de otro tiempo y resultan inocuos, ya sólo son pintorescos. Peor aún, todo credo de lo irrepetible es víctima de una cursilería trascendental o –faltaba más– ha pactado con alguna figura de la mendacidad. Por eso Jacques Rànciere ha denunciado a tiempo que el poder de la “forma” sobre la “materia” equivale a la acción del Estado sobre las masas. Ni cómo engañarnos.
Durante el viejo régimen el arte estaba patrocinado por y dirigido a un público históricamente privilegiado y, tras los acontecimientos revolucionarios de 1789, las nuevas sociedades desencadenaron sus propias estrategias de creación, del romanticismo a la explosión de las vanguardias.
En este contexto de normalidad democrática los únicos héroes posibles, decía Baudelaire, eran el dandi y el criminal. La imaginación radical juega con estas dos excepciones; de igual modo, ha fantaseado siempre con su propia mitología del origen: la revolución. El héroe baudelaireano vivía en los márgenes, igual que el nihilista dadá. La diferencia es que el primero ejercía un sacerdocio altísimo; el segundo, en cambio, había dejado de creer y rechazó en bloque al arte, suscribió la muerte del arte como institución simbiótica de un humanismo coronado por la Gran Guerra. Hay quien piensa que el equívoco de este rechazo es que abrió una ventana a las fuerzas oscuras: en las sociedades del capitalismo realmente existente nadie escapa a la lógica del interés.
Cuando se aborda este dilema tiende a destacarse cierta línea única para conjurar el equívoco. La capacidad disruptiva de las vanguardias se sanciona sólo en la medida en que colaboraron con las grandes proyecciones de una modernidad emancipadora. Así, la muerte del arte escenificada por Tzara terminó condenada por su propia gestualidad, implosiva al cabo. Aunque no todo fue estéril. En los años sesenta Duchamp se impacienta con la paradójica continuidad del episodio Dadá: “El neodadaísmo, al que ahora llaman nuevo realismo, arte pop o montaje, es una salida fácil que vive a costa de lo que hizo Dadá. […] Les arrojé un botellero y un urinario a la cara como un desafío y ahora los admiran e imitan” (Entrevistas con Pierre Cabanne). En la sociedad de la abundancia y tras protagonizar una de las experiencias más radicales de la historia, el dadaísmo reapareció como patrono de las rebeliones de los años sesenta; a partir de entonces, propiciará también un nuevo sistema del arte, heredero de la revolución contra cultural pero consolidado sólo por la generalizada reaganomics de los ochenta. La muerte del arte se precipitó en un desenlace paradójico. Uncida a la crítica del humanismo sin precedentes, ya no actúa desde los márgenes, como sus atávicos abuelos. Hoy se ha profesionalizado y cuenta con un complejísimo discurso de interpretación circulando entre instituciones sólidas, del posestructuralismo al potlatch del mercado del arte sobre el que teoriza Boris Groys.
Posted: July 7, 2013 at 8:50 pm