El papa en La Habana. ¿Cuál fe para Cuba?
Odette Casamayor Cisneros
Los términos de la reconciliación según Bergoglio.
Se dice que Jorge Mario Bergoglio Sívori nació en Buenos Aires, Argentina, un 17 de diciembre –coincidiendo con la celebración en Cuba de San Lázaro (o Babalú Ayé para los practicantes de la santería) y con la fecha que la historia retendrá aquella en que los presidentes Barack Obama y Raúl Castro hicieron pública su mutua decisión de poner término a la ya cansona riña entre los Estados Unidos y Cuba. Como 266to Sumo Pontífice, cabe suponerse que sea Bergoglio hombre bien versado en materia espiritual, asuntos de milagros y, por supuesto, calamidades demoníacas. ¿Sería entonces su inmensa sabiduría la que le hizo salir despavorido rumbo a Roma, desde Filadelfia, pocas horas antes de que apareciera la luna sangrienta del domingo 27 de septiembre?
Así me preguntaba yo aquella noche, mientras observaba la luna desvestirse de su habitual frialdad de plata para enseñar unas duras entrañas sangrientas; como quien se quita hasta la piel para desgarrarse, en striptease absoluto, a la vista de quien quisiera mirar: algo así como una Lola Flores, La Lupe o Nina Simone sobre un oscuro escenario. Yo, que observé hipnotizada todo el proceso desde mi terraza, recuerdo además haberme preguntado si el papa Francisco estaría también mirando, de cerquita como le corresponde a la máxima autoridad de los católicos, aquella luna desgajada; o si con todas las cortinas de las ventanillas de su avión bajadas, dormía o rezaba, intentando ni pensar en que afuera podría estarse acabando el mundo. Porque esta era, según profecías cristianas que –incorregible incrédula– yo no podría enumerar, la luna sangrienta que provocaría el Fin de los Tiempos. En las últimas horas antes de su salida, ya Bergoglio había recibido señales poco tranquilizadoras, augurios de la proximidad del Armagedón: al abandonar New York –capital of sin–, subiendo la escalerilla del avión se enredó con su largo batilongo blanco y tropezó, sin llegar a caer. Tampoco corrió peligro su suertuda Santidad durante el pequeño incendio provocado por unos cables sueltos del ascensor en el seminario San Carlos Borromeo, donde pernoctaba. Ni lesionados hubo. ¡Alabado sea el Señor!
Aguda, la columnista Maureen Dowd destacó la coincidencia entre la fuga del Sumo Pontífice y la aparición de la luna apocalíptica en el Sunday Review del NYT. Para Dowd, en esencia, se trataba de otra prueba, dentro de la larga lista que expuso para recordar lo cool que es el papa Francisco, justo antes de lanzarse a desenmascarar el sexismo de su prédica y gobierno. Fue sin embargo el primer párrafo de su columna el que más rápidamente me cautivó: “After attending a cononization Mass at Catholic University with the pope who rails against the excesses of capitalism, I walked off campus to a festival of capitalism”. Dowd no menciona por supuesto a Cuba en su artículo –¿por qué lo haría?– pero yo, tras esta frase, no pude dejar de pensar en la gira cubana del papa, entre el 19 y el 22 de septiembre, justo antes de emprender su visita apostólica en los Estados Unidos. Los pasos papales denotan coherencia: en definitiva, su misión consistía en asegurar que los cubanos marchasen animados por las anchas avenidas del capitalismo, sin protestar y, sobre todo, con fe.
La coherencia de su Santidad no es milagrosa –aun si Raúl Castro anunciara que de continuar así el papa, volvería a rezar– sino obra de un muy preciso cálculo político. En mi opinión, deben estudiarse sus discursos con mucha más precaución que la que los agoreros dedican a predecir los cataclísmicos finales a causa de una luna bonita. Si no temerle.
No debió resultar muy difícil para Bergoglio entender que si de algo han estado carentes los cubanos desde hace décadas es de una fe unificante. Fe en sí mismos, en el futuro, en que son capaces de manejar su destino. El escritor Leonardo Padura, cada día más famoso gracias a su prolífico empecinamiento en hallarle un sentido –tal vez inexistente– a la sociedad cubana actual, hace que su protagonista estrella, el expolicía y traficante de libros Mario Conde, lamente la ausencia de fe entre sus contemporáneos. En la novela Herejes (Tusquets, 2013) –tan apropiado título cuando se discuten cuestiones de fe– piensa, por ejemplo, que los emos habaneros “eran los nietos de un avasallante cansancio histórico y los hijos de dos décadas de pobreza repartida a conciencia, seres despojados de la posibilidad de creer”.
Recordé estas palabras de Conde porque, dada la reciente ubicuidad publicitaria de Padura, nuestro “Princesa de Asturias”, tal vez constituya un referente fácil para los lectores. Sin embargo, debe destacarse que en producciones más sofisticadas otros cantores, pintores, performeros, escritores y dramaturgos, hasta académicos han ido alertando, desde los noventa, sobre la incertidumbre que iba carcomiendo el corazón y el cuerpo de los cubanos que hasta 1989 creían que participaban de una forma u otra en la construcción de una sociedad mejor. El socialismo era el futuro, de eso no cabía duda hasta la Caída del Muro de Berlín. Pero, desde entonces, los cubanos han tenido que sobrevivir no sólo a la asfixia material cotidiana, sino también la muerte de la cosmología de la revolución cubana que en general sostenía ideológica y éticamente la existencia insular.
Un cuarto de siglo alejados del rebaño puede ser demasiado tiempo, por eso no ha de resultar sorprendente si, ahora, en el 2015, el actual papa vuela con artillería espiritual pesada a Cuba, a importar una fe reconciliadora, total. Sus predecesores, Wojtila y Ratzinger, también viajaron a la isla en 1998 y 2012 respectivamente, pero ninguno predicó con el mismo ímpetu ni tan explícitamente como Bergoglio, quien se autodenominó “misionero de la ternura de Dios” al anunciar: “voy a visitarlos para compartir la fe y la esperanza”, con voz pausada de abuelito condescendiente, días antes de partir hacia La Habana.
Invitada a escribir una notas sobre su visita, a mí, en quien su Santidad no revive más que una voluntad obstinadamente herética, sólo se me ocurre que pudiera repasar un poco esta cuestión de la fe que el papa se propuso devolver a los cubanos de la isla: hacerles creer que suceda lo que suceda, aunque sufran hambre, los arrastren y empujen, aunque pierdan hasta lo que nunca han tenido, no deben desesperar. Dios está con ellos. O con algunos de ellos, porque parece que Dios no se ha enterado de la huelga de hambre mantenida por el grafittero Danilo “El Sexto” Maldonado, encarcelado sin juicio desde diciembre 2014 por pintar sobre dos cerdos los nombres de Fidel y Raúl. ¡Sacrilegio!, puede que el Dios ése, si supo de El Sexto, haya expresado, iracundo tal vez. Mas eso ni con mucha fe que abriguemos podremos imaginarlo, pues su enviado en Cuba, el papa Francisco, no hizo alusión ni al Sexto ni a ningún otro tema que pudiera obstaculizar su misión principal en la isla: llevarle a los cubanos la fe. ¡Tienen que creer! Y rápido. Ya.
¿Por qué esa premura? Durante 25 años los cubanos han tenido tiempo de sobra para comprender el hecho natural y lógico de que no son interés fundamental de nadie. Mucho menos de Dios, a quien la mayoría no sabe dedicar ni un breve rezo pues la práctica del catolicismo –como cualquier otra doctrina religiosa– fue barrida de la vida pública e institucional desde los años 60, hasta que al visitar La Habana en 1998 Wojtila suscitara gestos de tolerancia religiosa en el gobierno tras pronunciar algunas palabras mágicas: “que Cuba se abra al mundo y el mundo se abra a Cuba”. Y amén, por supuesto, aunque su monserga no logró que el poder de San Pedro retomara los bríos poseídos antes del triunfo de la revolución en 1959. Por eso ahora, cuando al fin parece que van a romperse las ataduras políticas y económicas, armadas por los poderes internos y externos que han mantenido a los cubanos de la isla en una especie de letargo de impotencia y frustración, aterriza Bergoglio con ánimo de enmendar el peligroso descreimiento cubano.
Y los medios –especialmente en Cuba, donde resultó evidente “el fácil corrimiento del kitsch rojo en kitsch blanco”, como le llama el periodista Jesús Adonis Martínez han conseguido mostrarnos un pueblo al parecer deseoso de hacer inmediatamente suya la fe que les regala el amable papa.
Todavía no se había posado en la pista del aeropuerto José Martí el avión de Alitalia, cuando ya estaba listo el batallón de recibimiento, con cañones dispuestos a disparar las 21 salvas de rigor, mientras afinaba la banda militar y la masa entusiasta, desde el edificio de la terminal aérea, iba ensayando muy peculiares cánticos de bienvenida. Era imposible no sonreír –al menos– tras escuchar algunos de aquellos contagiosos estribillos: “Uno, dos y tres, qué papa más chévere, qué papa más chévere, el que nos vino a ver”. Habanera que soy, estaba casi a punto de echar un pasillito, aun sentada, mientras veía la ceremonia en mi pantalla; desde el recuerdo me alcanzaba el original tema carnavalesco: “Uno, dos y tres, qué paso más chévere, qué paso más chévere, el de mi conga es”.
Los agasajos prosiguieron más o menos acompañados de las mismas rumbitas callejeras. En algún momento creí escuchar una versión de la famosa comparsa La Jardinera, surgida en los años 30 en un barrio históricamente pobre y negro de La Habana: Jesús María. “Flores, flores, ahí viene el papa Francisco regando sus bendiciones”, o algo así, saludaba ahora el exaltado público. Y fue entonces, recuerdo perfectamente, que comenzó mi sentimiento herético a bullir. Abundante era la conga de carnaval en el sarao papal, aun si nulo reconocimiento ha dado esa iglesia que ahora dirige Jorge Mario Bergoglio a las religiones cubanas de origen africano. Sin embargo, ¿ante qué altares ha dedicado la mayoría de los cubanos ofrendas y rezos? ¿Ha sido en el Cristo crucificado en quien han depositado lo poco que les queda de fe o en los orishas de la santería?
En un artículo publicado en The New Yorker, un agudo John Lee Anderson percibe la escasa devoción católica de los cubanos. En su bien organizado texto, sin embargo, olvida mencionar que en realidad persiste cierta devoción, sólo que no va dirigida a la iglesia católica, sino hacia el sistema religioso de la santería o regla de Ocha. En ella los cubanos no han dejado de tener fe, ni siquiera cuando entre los años 60 y 80 debieron fingir no profesar religión alguna. Mas a escondidas continuaron reverenciando orishas, prendiendo velas, lanzando centavos al mar al atravesar la bahía, tal vez –temerosos– sin entrar pero mirando siempre aunque sea de reojo hacia el portón del Santuario de la Virgen de Regla, con una negrísima Yemayá reinando, en su altar, desde 1792 hasta hoy.
¡Ay, Jorge Mario Bergoglio! ¿Podrías reconocer esa fe negra? Pues es esa la que invocan los cubanos para escapar de la crisis nacional tanto como para montar los negocios y proyectos que anuncian los tiempos nuevos, esos que se les incita a recibir entusiastas, con fe. Mas parece que el papa prefiere hacer caso omiso a los altares, los collares, los pañuelos blancos en las cabezas, los plátanos amarrados con tira roja al pie de la palma; tanto como prefirió no aludir al Sexto en su celda. Como grande y poderoso hacedor que es, Sumo Pontífice al fin y al cabo, la reconstrucción de la fe cubana deberá hacerse según sus propios términos: la fe ha de ser católica y tan blanca como sus inmaculados batilongos –o debería, “civilizadamente”, escribir túnica.
La profusión rumbera continuó estimulando la aparición de interrogaciones en mí. Ahora me preguntaba si inconsciente –o conscientemente, ¡nunca se sabe!– los cubanos no estarían aprovechando la visita apostólica para volver a celebrar las marchas revolucionarias de antaño, aquellas que duraban horas, cubriendo de tumulto conguero las calles de la ciudad; aquellas marchas que últimamente, bajo el mandato de Raúl Castro, escasean cada vez más. El 26 de julio de 2015, por ejemplo, aniversario 62 del asalto al cuartel Moncada, con el que se marca el inicio de la revolución, se celebró en Santiago de Cuba de madrugada, a oscuras, casi clandestinamente. Lo hacían así, dicen, para rememorar a la hora exacta el ataque al Moncada, o evitando el intenso calor de la mañana (gesto inusitado pues nunca antes se habían tomado este tipo de precauciones).
Por eso, no pude evitar pensar que entre todos los agradecidos al papa Francisco figurarían tal vez el Martí de mármol al pie del obelisco de las arengas y el Che lumínico colgando del edificio del Ministerio del Interior, en la Plaza de la Revolución (ahora acompañados por un gigantesco mural del Mesías cubriendo la fachada de la Biblioteca Nacional). Al fin volvían ante ellos las masas rumberas ayer, reggaetoneras hoy. Otra vez, los vítores, las salvas militares, los himnos y conguitas pegajosas, respondiendo al mensaje escrito en el cartel del Mesías: “Venid a mí”. El fin justifica los medios. Bajo el encanto de los salmos o de consignas revolucionarias, que vaya la gente en masa a la plaza a conguear su buena fe ¿Qué importancia tiene entonces que la hija del Che, Aleida Guevara, se negase a asistir a las misas ofrecidas por el papa? Su gesto fue posiblemente interpretado como fuera de contexto, pasado de moda. Una excentricidad de quien no parece haber comprendido que los días presentes exigen de todos un esfuerzo máximo. Los cubanos además están acostumbrados a esforzarse. El sacrificio es palabra constante en la vida cotidiana revolucionaria. Los mártires de la Patria, sobre todo Martí y el Che, han sabido siempre que el cubano necesita fe. Y el joven estudiante universitario Leonardo Fernández lo ratificaba en aquel mensaje que leyó al Sumo Pontífice en el Centro Cultural Félix Varela de La Habana, y que corrió a través de los medios sociales como muestra de la valentía de los jóvenes cubanos: “Le queremos pedir algo especial: que renueve en nosotros la esperanza de que se puede crecer, estudiar, trabajar, caminar, soñar y ser feliz en esta compleja realidad que nos tocó vivi”.
A lo que Bergoglio, ameno abuelito, respondió exhortándolo a él y a todos los jóvenes cubanos a soñar, mantener la esperanza, a sacrificarse por el futuro –de vuelta el sacrificio, el servicio. “La esperanza se da en el trabajo”, decía con palabra candorosa el Sumo Pontífice. Realmente ¿habrá convencido a los cubanos de que sólo “la esperanza que es sufrida, nos da trabajo, nos salva de la cultura del descarte?” Y por ahí seguía celebrando “la cultura del encuentro” contra “la cultura del descarte”.
Para el papa chévere, es evidente que fomentar la necesidad del sacrificio en Cuba es tal vez hoy más imperativo que nunca. Se necesita entonces una fe que aúne a todos los cubanos, los haga perdonar todo el pasado y aceptar el futuro. Como venga. Una fe para la reconciliación. Pero esa fe no puede ser negra ni supuestamente atávica, porque ha de alcanzar también a ciertos sectores del exilio, herederos de una burguesía poderosa, adinerada, blanca y católica, que se instaló fundamentalmente en el sur de la Florida en los años 60. Por muy blanco que sea el manto de Obatalá, orisha yoruba de la pureza y la paz, no sirve para estos propósitos reconciliadores. Aunque no estoy segura si esa fe católica será capaz de infundir el espíritu de sacrificio y resignación suficientes para que el negro que ve negada su entrada a uno de los nuevos locales privados que surgen en La Habana, o que es condenado a salivar ante los ricos manjares expuestos en mesas a las que no se puede sentar él, regrese contento a su cuarto de solar, dispuesto a trabajar al día siguiente para sostener la sociedad cubana.1 Pero de la desigualdad que junto con la reconciliación tan cacareada se avecina sobre los cubanos, no recuerdo haber escuchado hablar al dulce Bergoglio, quien insistió en sus discursos en la importancia de desarrollar lo que él llama “la amistad social”.
La reconciliación que se nos pinta parte también de la idea de la isla congelada en el tiempo. No de otra manera puedo explicarme que su Santidad pretenda que en un país donde el catolicismo es sinceramente practicado por una minoría, sus habitantes de repente comiencen a creer “que Jesús los quiere muchísimo, Jesús los quiere en serio, Jesús los lleva siempre en el corazón, él sabe mejor que nadie lo que cada uno necesita, lo que anhela, cual es su deseo más profundo, cómo es nuestro corazón (…) y cuando no nos portamos como él espera, siempre se queda al lado, dispuesto a acogernos a confortarnos, a darnos una nueva esperanza, una nueva vida”. Es decir, la más reciente historia de Cuba puede ser olvidada, regresando la isla a un momento virginal, sólo porque Jesús ama a los cubanos. Se puede, en virtud de ese amor, hacer tabula rasa y empezar de nuevo –¿en tiempos precolombinos, quizás?– con mucho amor…
¿Adónde fueron a parar nuestros años socialistas? ¿Qué se hizo de aquel lema repetido cada mañana antes de comenzar la escuela: “Pioneros por el comunismo, seremos como el Che”? ¿Sólo por el amor de Jesús puede pretenderse que el marxismo que definió la ideología y la existencia en la isla entre 1961 y 1989 no son de alguna manera u otra, desde la aceptación o la oposición, constitutivos de la manera de ser del cubano actual? ¿Es únicamente nostalgia cubana lo que justifica la exposición Pioneros: Building Cuba’s Socialist Childhood , acontecida en New York por los mismos días en que el papa se paseaba entre Cuba y los Estados Unidos?
Solemos decir que la fe mueve montañas. La fe, en efecto, atrajo a centenares de cubano-americanos que viajaron de Estados Unidos hacia la isla, con la esperanza de que su Santidad reconciliadora de los dos gobiernos, “también los ayudase a reconciliarse con su pasado”.
No sé si el Sumo Pontífice, tan poderoso, lo habrá logrado.
Y es que el pasado, pero aún más el presente cubano que Jorge Mario Bergoglio se esforzó con tanto éxito en no ver, ni se olvidan ni se borran fácilmente.
Connecticut, octubre 2015.
Nota
Sobre las desigualdades en la Cuba actual conviene remitirse a los trabajos de la socióloga Mayra Espino. Véase por ejemplo este artículo: “Viejas y nuevas desigualdades en Cuba. Ambivalencias y perspectivas de la reestratificación social”. Nueva sociedad 216, Julio-agosto 2008.
Odette Casamayor-Cisneros es profesora de literatura y cultura latinoamericanas en la Universidad de Connecticut. Es autora de Utopía, distopía e ingravidez: reconfiguraciones cosmológicas en la narrativa postsoviética cubana (Iberoamericana-Vervuert, Madrid-Frankfurt am Main, 2013) y el libro de cuentos Una casa en los Catksills (La Secta de los Perros, San Juan, Puerto Rico, 2012). Ha recibido el Premio Juan Rulfo de Ensayo Literario (2003), mención del Premio Torremozas (2002) y Premio de Ensayo José Juan Arrom (2009).
Posted: October 4, 2015 at 7:01 pm