El puerto espacial de mi ciudad
Alberto Chimal
Cuando era niño, una maestra de primaria me encargó escribir un cuento sobre mi ciudad.
Aclaro que fui niño hace mucho tiempo, y no tengo idea de si aún se encargan semejantes trabajos en las escuelas. Y también aclaro que yo vengo de una ciudad llamada Toluca: la capital del Estado de México, que no es ni la ciudad de México ni el país de México. Esto último lo digo porque, al menos en mi remota infancia, uno tenía clarísimo qué era el Estado de México –de cuántos municipios se compone, con qué otros estados colinda, cuáles son sus productos y ciudades importantes–, pero poco a poco iba dándose cuenta de que el resto del mundo no lo sabía y no tenía interés alguno en saberlo. A niños y niñas de mi edad se nos machacaba toda esa información en las clases de ciencias sociales, y además se nos hacía cantar cada lunes el himno del Estado, que hasta hoy podemos repetir de corridito como perros de Pavlov y permite reconocer a varias generaciones. Pero bastaba hablar con personas de otras regiones de México para notar que ese mapa, esos datos, esa identidad que tan precisa se veía en nuestra memoria, todo era desconocido para muchas de ellas. Nuestra región era parte del centro del país, o la zona superpoblada colindante con la ciudad de México, o nada muy preciso: afuera, otra parte. La “provincia”, quizá, si ellos mismos no se entendían como de “provincia”.
Era culpa del nombre, por supuesto, que sigue siendo fuente de confusiones aunque tengamos el himno (“el Estado de México es una / prepotente existencia moral”) e incluso nuestro propio gentilicio (“mexiquense”, del que algún funcionario en los años ochenta derivó el aún más feo “tolucense” para la gente de mi ciudad). No faltan acontecimientos históricos y personas destacadas en la ficha de Wikipedia del territorio –incluyendo a una enorme cantidad de políticos del añejo Partido Revolucionario Institucional, que dios nos perdone–, pero eso no era suficiente y, probablemente, sigue sin serlo. Estamos demasiado cerca de la capital para ser una periferia de verdad, como las regiones fronterizas, y demasiado lejos de cualquier cosa que pudiese distinguirnos, playas como las de Guerrero, desiertos como el de Sonora, qué sé yo. ¿Han oído de todo lo que sucedía en las regiones del Imperio Romano que no eran Roma, o que no estaban involucradas en alguna campaña militar del Imperio Romano? Por supuesto que no. Así con mi estado y con mi gente. Y a mí, por lo menos, no me parecía consuelo saber que la situación se repite a diferentes escalas, como en un fractal: que cualquier tolucense es más privilegiado que un habitante de Ozumba o de Tonatico, o que México, entero, le importa un carajo a la mayor parte de la población de la Tierra, si es que saben siquiera el nombre del país.
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Pero la verdad es que, en los primeros años de la vida, casi nadie debe pensar en asuntos como los que acabo de tratar. Y yo estaba hablando del cuento que tuve que escribir en la primaria. (Uno que fue niño raro…)
No me lo encargaron a mí solamente: fue a toda la clase de Ciencias Sociales, como parte del trabajo habitual del año escolar. Estábamos estudiando precisamente la información básica del Estado de México, y ahora pienso que la idea del trabajo no era realmente escribir una narración. La maestra usaba la palabra “cuento” para significar un trabajo breve, nada más, y lo que esperaba del grupo era que investigáramos algunos datos en nuestros cuadernos, en el almanaque o en alguna otra fuente (¿se acuerdan de los almanaques, oh, personas nacidas antes de 1990?) y luego los escribiéramos uno tras otro en varios párrafos y no en una lista. Algo como
El día de hoy me levanté en la mañana en mi casa de la ciudad de Toluca, que es la capital del Estado de México. Desayuné y salí a mi escuela, como uno más de los niños que habitan la ciudad, situada en el Valle de Toluca y cuya población es [tal, disculpen, no recuerdo]. Después de salir de mi casa, mi ruta hacia la escuela me llevó primero hasta el estadio de futbol de la Bombonera, que es uno de los atractivos turísticos de Toluca al igual que el parque del Calvario y el monumento a
Etcétera. El primer criterio de evaluación debe haber sido la cantidad de información contenida en el texto.
¿Qué hace el alumno raro que a partir del encargo se pone a pensar en el lugar de Toluca en México, de México en el mundo? (No tan articulado ni tan rollero como el presente articulista, por supuesto que no, pero sí pensé en eso. Me acuerdo.)
¿Qué hice? Como además ya leía cuentos, por gusto, raro, les digo, me puse a escribir uno de esos. Peor todavía, uno de ciencia ficción, en el que Toluca era la capital del mundo.
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No queda nada de ese cuento. Lo escribí a mano, mi mamá me ayudó a pasarlo en limpio en la máquina de escribir de la casa, y cuando me lo devolvieron, debidamente calificado, las hojas fueron a dar al bote de la basura. Estoy seguro de que el texto no era muy bueno, literariamente hablando, porque era la primera vez que intentaba algo así, no conocía los temas apropiados de aquel momento de la Gran Literatura Nacional, y aun si los hubiera conocido, no los habría utilizado. Habría tenido que escribir acerca del presidente José López Portillo, del boom de la explotación petrolera, de Jorge Díaz Serrano…, algo como lo que, más o menos en clave, Carlos Fuentes metió a la fuerza en su novela de espías La cabeza de la hidra, la primera que leí de él, por momentos muy divertida y (perdón, perdón, perdón) una de las peores que escribió. Y eso era parte de mi realidad, por supuesto, porque en la casa se veía el noticiero 24 Horas y se compraban los diarios El Sol de Toluca y Ovaciones, todos con las noticias oficiales apropiadas, pero un niño de entonces no aprendía, o yo no aprendí, que tuviera sitio alguno en esos asuntos.
Yo estaba pensando, quizá, en que el desconocimiento y la escasa importancia del lugar que habitaba era un hecho de la realidad: algo inevitable, inalterable, con causas que no entendía del todo pero que no iban a cambiar ni a dejar de estar en el pasado. No tenía idea de la existencia del subsubgénero de la ucronía –ficción especulativa que imagina modificaciones del pasado histórico–, y aun de haberla tenido no habría podido hacer una. ¿Ya dije que era la primera vez que trataba de escribir un cuento, totalmente en serio, con toda la intención de hacer un buen trabajo? ¿En qué almanaque hubiera podido encontrar las razones históricas precisas para la escasa importancia de mi tierra? ¿Cómo las hubiera encontrado a tiempo para procesarlas, pensar en ellas, crear un argumento razonablemente lógico y entregar el cuento al día siguiente? Tenía además tres horas, quizá cuatro, para hacerlo: entre la comida y la merienda. Y de seguro tendría que haber hecho una pausa, o varias, para la tele.
Sí recuerdo que para el cuento elegí el futuro, el mero subgénero (un solo sub) de la ciencia ficción, porque me convenía. Debo haber pensado que una descripción del porvenir funciona, al menos, como la expresión de un deseo: ya sabía de la frasecita atribuida a Julio Verne (“Todo lo que un hombre es capaz de imaginar será realizado por otros hombres”) y de aquella idea popular de que las historias del futuro podían leerse como profecías, catálogos de productos y servicios que algún día, segurísimo, iban a llegar. En el cuento, el narrador se acercaba al puerto espacial desde el que una nave lo llevaría a otro sistema solar en una misión importante para el gobierno de Toluca, que llevaba algunos siglos como capital administrativa y cultural del planeta Tierra. La ciudad era mencionada en toda la galaxia. Qué consumación de un destino glorioso para ese lugar de México, de los que nadie esperaba mayormente nada en siglos pasados, cuando… Etcétera.
¿Cómo se podría llegar a un futuro así? ¿Qué tendría que pasar? Ni idea. A lo mejor no es posible en la realidad realmente existente. Nunca habrá una venganza de Toluca, igual que no hubo la victoria del Reino de la Roca ni los mil años del Imperio Esenio de Qumrán. El cuento debía tener dos hojas como máximo, así que no puedo haber desarrollado mucho mi argumentación.
La maestra me puso 8, o tal vez 7, no recuerdo, y tres palabras en rojo: NO ES REAL. También me preguntó, disgustada, dónde estaban los datos. Las hojas se fueron a la basura porque nunca antes había tenido una calificación tan baja y estaba aterrado de que la conocieran en casa. Supongo que realmente me gusta la literatura, porque la experiencia no me sirvió de escarmiento. Véanme ahora, agregando esta nota trivial al mundo en el año 500 de la caída de Tenochtitlan, capital del imperio azteca.
Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego, Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal
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Posted: August 29, 2021 at 2:52 pm