El regreso del limosnero con garrote
Óscar Constantino Gutiérrez
Antes de salir con la puntada de volver a estirar la mano (o peor, sacar el garrote para sacar más dinero), los defensores del aumento de las contribuciones deberían verse al espejo y reconocer que al Ejecutivo le toca ordenar la casa antes de pedir reformas.
Xóchitl Gálvez ha sostenido que mantendrá las pensiones y ayudas establecidas por López Obrador. Se puede discutir en otro momento la pertinencia y diseño de estas prestaciones, lo cierto es que ningún candidato que pretenda ganar la presidencia por amplia mayoría puede cancelarlas. Sea por convicción o por conveniencia, Xóchitl tomó la decisión correcta al anunciar su continuidad. Sin embargo, esto no resuelve el problema fundamental de esos programas sociales: ¿con qué recursos se pagará su costo? Las opciones estatistas solo son dos, más contribuciones fiscales o más deuda. Y ninguna de las dos es adecuada.
Un sector de la izquierda obradorista, cuya cara más visible es Viridiana Ríos, ha insistido en aumentar los impuestos, escudada en dos argumentos a cuál más de falaces: el primero es que contar con un gobierno efectivo requiere ese dinero, porque —suenan los violines— el gobierno mexicano es como un niño desnutrido que hay que sanar antes de exigirle que crezca. La analogía que utilizan no solo es torpe, sino infame: en este país la mayor parte del dinero público no se gasta en la operación y nóminas de las dependencias administrativas ordinarias, sino en subsidiar combustibles, hacer elefantes blancos y otras ocurrencias. Para utilizar la metáfora cursi de la izquierda, debe responderse que en la casa del niño hay dinero para comida sana, pero la alacena está llena de alimentos chatarra.
La segunda falacia no es mejor: la izquierda deliberada sostiene que los mexicanos pagamos pocos impuestos. Esto también es falso, las clases medias pagan, entre Impuesto Sobre la Renta e IVA, más de 30 por ciento de sus ingresos, que sumados a los Impuestos Especiales sobre Producción y Servicios (IEPS) que se cobran en bebidas alcohólicas, refrescos, cigarros y gasolina, tumban otro 20 por ciento a los contribuyentes. Si a eso se agregan los impuestos «por tener algo», como el predial o la tenencia, resulta que más de la mitad de lo que percibe un ciudadano se lo lleva el gobierno. Si a alguien le parece poco ese monto, vive fuera de la realidad.
Además del encaje enorme que implican estos tributos, en la práctica son inequitativos, porque en este país jamás se han pagado impuestos de forma uniforme: existe una mitad de la Población Económicamente Activa que no contribuye, solo paga los tributos que son ineludibles, por ejemplo, el IVA en una tienda de autoservicio, pero ni de broma solventa el Impuesto Sobre la Renta, ni otras cargas que la otra mitad de los mexicanos si sufraga. El presidente López se burla de los contribuyentes cautivos cuando dice que todos pagan impuestos, porque a los evasores no les queda de otra que pagar IVA y IEPS cuando compran una cerveza o cargan gasolina.
Para rematar, el sistema fiscal mexicano es profundamente autoritario y poco transparente, ya que los impuestos no tienen una contraprestación específica, sino que el gobierno los cobra y puede gastarlos en cualquier cosa que los diputados le aprueben. Expresado de otra manera, no existe un vínculo entre el origen de lo recaudado y el destino en que se gaste ese recurso. El sentido común marca que un impuesto a la gasolina debería gastarse en mejorar la infraestructura vial o contar con mejor transporte público, pero esto no es así. Tampoco el impuesto a los refrescos se gasta necesariamente en el combate de la obesidad o la atención de la diabetes. Lo mismo puede decirse de los impuestos al alcohol o a los cigarros: no fondean campañas contra adicciones o clínicas para atender el cáncer o el alcoholismo. En pocas palabras, el sistema fiscal mexicano no respeta el sentido común.
La deuda es peor que las contribuciones, pone en riesgo a toda la economía del país, porque el pago de intereses restringe las posibilidades del gasto público y no pagarla generaría una crisis terrible, como las vividas en las décadas de los setenta y ochenta del siglo pasado.
Esta pretensión de cobrar más impuestos no dejaría de ser una mala ocurrencia de una izquierda que se siente francesa, pero que solo es ilusa, si no fuera porque algunos opinadores que se ostentan como liberales, también han comenzado a decir que hay que sacar más dinero de los bolsillos de los contribuyentes. Con base en un estudio sobre los sueños y aspiraciones de los mexicanos, un analista concluyó que hay un segmento de la población, el más ilustrado y rico, al que no le importa el país y que se niega a pagar los impuestos que se necesitan para cambiar aquello que no les parece. No se trata únicamente de los grandes magnates, sino de las clases medias y gente que hace la opinión publicada.
Su análisis es malagradecido y erróneo. Como ya se mencionó en los párrafos previos, la gente ya paga mucho dinero por impuestos. Y no, la peregrina vía de cobrar a los ricos es otra falacia, porque, para los parámetros mexicanos, un hogar con 70 mil pesos de ingreso mensual ya es de clase alta y merecedor de cargas superiores, además que las verdaderas grandes fortunas tienen una infraestructura para defenderse del fisco de la que carece el resto de la población… o pueden simplemente llevar su dinero a otro lado.
La «solución» fácil, más bien facilona, a todo problema siempre es gastar más: quien la propone no sabe o no le entiende al problema. Se trate de una empresa o de un gobierno, en cualquier plan de aumento de capital o inversión lo primero es revisar si los ingresos actuales se gastan bien y, si no es así, corregir las ineficiencias.
Por ello, ninguna reforma fiscal, de aumento de ingresos, debe ser previa a una reforma presupuestaria. Un avance democrático sería amarrar un poco las manos al Ejecutivo que propone el presupuesto y al Legislativo que lo aprueba: presupuestos constitucionales para tribunales, educación, órganos autónomos, ciencia y tecnología, son un primer límite deseable. Un segundo límite debe ser que lo recaudado tenga un destino preciso legalmente establecido. Como señalamos en los párrafos previos, en el impuesto lo contribuido no tiene un destino específico, el gobierno puede gastarlo en lo que después apruebe el Poder Legislativo: el impuesto tiene una naturaleza perversa, opaca y autoritaria. Otra figura tributaria, el derecho, garantiza que lo pagado tenga por respuesta un servicio o beneficio concreto. Predial, tenencia, IEPS, entre otros, deberían transitar de impuestos a derechos, esta es la reforma fiscal sí podría ser simultánea a una presupuestal.
Las izquierdas suelen soltar otra falacia al respecto: que los impuestos no son un cheque en blanco al favor del gobierno, porque los representantes populares señalan en qué debe gastarse lo recaudado. La afirmación es falaz por ingenua y poco realista: la clase política, la casta, no representa los intereses de los contribuyentes. Basta ver cualquier presupuesto para constatar que los ciudadanos son vistos como gallinas a las que hay que despojar de sus huevos. El omelette lo comparten el diputado, el secretario de estado, el gobernador y el alcalde.
Por tanto, los contribuyentes cautivos tienen derecho a no pagar un centavo más, hasta que los servicios de salud, seguridad, administración de justicia y educación funcionen bien. En los mismos términos, las pensiones no fiscales deben encontrar una fuente de financiamiento factible y permanente: si no gastáramos en las ocurrencias de Dos Bocas o el AIFA, una parte del IEPS podría ser destinada a un fideicomiso público que operara esas prestaciones. Todos los conceptos mencionados son anatema para un presidente que cree que la Hacienda Pública es como la caja del tendero, de donde igual se saca para pagar los gastos del negocio, que para los asuntos personales del mercader.
A la parte de la ciudadanía que hace empresa y negocios, la que presta servicios profesionales o hace la opinión publicada, hay que agradecerle más su pago continuo y responsable de impuestos, en lugar de hacerles reproches infundados. Llamarlos críticos indolentes, cuando lo único que esperan es que el mal administrador mexicano les rinda mejores cuentas, es ingrato e injusto. Antes de salir con la puntada de volver a estirar la mano (o peor, sacar el garrote para sacar más dinero), los defensores del aumento de las contribuciones deberían verse al espejo y reconocer que al Ejecutivo le toca ordenar la casa antes de pedir reformas. Este es un tema que cualquier liderazgo de oposición debe tratar de forma transparente y responsable, si pretende que los contribuyentes respalden la alternancia en la presidencia y en el que Xóchitl Gálvez debería dar tranquilidad a un sector de la oposición que teme que continúe la política del barril sin fondo del obradorato o que se opte por el recurso fácil de cobrar más a quienes ya son contribuyentes cautivos.
Óscar Constantino Gutiérrez. Doctor en Derecho por la Universidad San Pablo CEU (Madrid). Se especializa en Derecho constitucional, Derecho administrativo, Derechos humanos y Políticas públicas. Liberal, minarquista y objetivista. Colabora en Letras Libres y Revista Etcétera. Hace sentencias. Twitter: @TheOCGlobal
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Posted: July 16, 2023 at 7:53 am