El reino unido
Adriana Díaz Enciso
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Las elecciones en cualquier país y las campañas que les preceden, como hemos tenido oportunidad de observar ampliamente en los últimos meses, son trances contradictorios de la vida pública colmados de las más intensas emociones, pasiones más bajas que elevadas, vulgaridad e ingenio estratégico. Son, bien lo sabemos, un circo; un muy poco edificante espectáculo que nos obliga a observar los más abyectos comportamientos de que la humanidad es capaz. Constituyen, sin embargo, el instrumento a través del cual se ejerce la democracia, y aunque ésta dista de ser un sistema político perfecto y a menudo engendra también monstruosidades, es, creo que estaremos de acuerdo, el menos diabólico que hemos encontrado los imperfectos humanos.
En lo que toca a las miserias del proceso electoral, el Reino Unido no es la excepción. Desde que Rishi Sunak, contrito bajo la lluvia ante la puerta del número 10 de Downing Street el pasado mayo, declaró lastimeramente que se adelantarían las elecciones generales, los ciudadanos nos vimos asediados por el implacable bombardeo de las campañas y su estela de palabrería. Lo toleramos, sin embargo, asistidos por la esperanza, aunque fuera la esperanza tristona y húmeda de un verano en que no paraba de llover en un país quebrantado por 14 años de desgobierno tory.
Tras el triunfo histórico del partido laborista del 4 de julio, en que arrasó con 411 asientos en el Parlamento y asestó a los tories una derrota igualmente histórica, el suspiro colectivo de alivio fue audible, como una brisa clemente entre el follaje, y durante varios días nos permitimos una esperanza más vigorosa. Cierto, Keir Starmer no es el líder más carismático del mundo, y muchas han sido las rencillas al interior del partido en los últimos años que permiten ver sus fracturas. Aun así, dos elementos contribuyeron a la sensación de ligereza e incluso, sí, alegría, de esos primeros días en que hasta la lluvia de un verano con récords que seguramente son también históricos de acuosidad parecía dulce. Por un lado estaba el motivo más obvio de regocijo: las ratas se habían largado de Westminster. Tras la ristra de primeros ministros conservadores y sus gabinetes no sólo ineptos sino corruptos, mentirosos, sin otros principios que los de la avaricia y el interés propio que durante tantos años (y en particular desde el arribo de Boris Johnson a Downing Street en 2019) habían dejado al país hecho un guiñapo, escenificando un espectáculo cotidiano inverosímil pero cierto de ignominia, apenas podíamos entender que ahora sí se habían ido; que el voto de castigo a los tories (porque eso fue) había sido el ensalmo que tanto necesitábamos. Era como el final de una plaga, y salíamos a la calle aturdidos, contentos, cansados y sonrientes: ¿Será posible? ¿Se largaron ya? Sí, era posible y cierto. El otro motivo de gozo era de naturaleza más expeditiva: el gobierno de Starmer no se detuvo a tomar aliento siquiera antes de ponerse a trabajar, desde el primer día, en las cuestiones más urgentes (que eran todas, dado el estado en que las ratas habían dejado las cosas), con una seriedad, energía y sentido común que ya se nos había olvidado que existieran. Leer el periódico esos días era como estar en una tierra utópica, una Disneylandia de izquierdas, y era fuente de un gozo inusitado, en lugar de la angustia y la rabia acostumbradas. ¿Será posible?, nos preguntábamos de nuevo. La parte más cautelosa y alerta de mi mente observaba con curiosidad mi claramente infantil deseo de creer en todo esto; en las promesas, en el discurso, en el despliegue de energía, en el cambio avizorado. Después de todo, el poder es el poder, y los políticos, políticos. A golpes hemos aprendido que no se puede creer en ellos.
En dicho escepticismo radica una de las paradojas de este avasallador triunfo laborista. Sólo un 52% de la población adulta del Reino Unido salió a las urnas el pasado 4 de julio. Así de graves son el desencanto, la desconfianza, la depresión colectiva en lo que toca a la vida política de la nación. Este absentismo en unas elecciones es insólito, y más nos vale escuchar lo que significa y no caer en la autocomplacencia. Está además la ominosa presencia del Partido de ultraderechas Reforma Reino Unido, antes el Partido de Brexit, con Nigel Farage a la cabeza. Aunque ganó pocos escaños en el Parlamento, más de cuatro millones de personas votaron por este deleznable emblema de estupidez y populismo. Asimismo, el Partido Laborista perdió algunos escaños importantes por su tibia postura inicial respecto a las continuadas masacres en Gaza frente a varios candidatos independientes pro-Palestina, incluyendo a Jeremy Corbyn, antiguo líder del partido, luego expulsado por Starmer. Ciertamente, las cosas no son color de rosa al interior del partido triunfante, cuyo líder tolera poco la disidencia. Más bien, un tinte deprimentemente turbio cubre a la nación entera.
Pese a ello, creo que sí hay motivos de esperanza. Uno de ellos (y esa es otra paradoja), es fundamentalmente triste: Starmer y sus ministros nos han dicho desde el principio que el suyo será un gobierno de avances lentos, dado que todos los departamentos ministeriales que les han sido entregados están en ruinas. “Las cosas están así de mal. Mucho peor, de hecho, de lo que imaginábamos”, nos dicen día con día, y hay algo lastimosamente tranquilizador en no escuchar extravagantes promesas, con toda seguridad falsas, ni el discurso vacuo e inane de sus predecesores que nos ha tenido aturdidos por más de una década.
Dignos de admiración, en las dos acepciones del término, fueron los discursos tanto de Sunak como de Starmer tras conocerse el resultado de las elecciones, mesurados y gentiles al referirse al adversario. Sunak, pidiendo perdón a su partido y a la nación a la entrada de Downing Street, casi daba lástima. Casi, pero no. En el rostro de su esposa, Akshata Murty, que lo escuchaba de pie junto a la puerta de la que ya no tendrían la llave, la tensa sonrisa afectada se iba difuminando en un rictus amargo.
Starmer, por su parte, habló de la reconstrucción del país, que había de iniciar de inmediato, a la vez que advertía que ésta no iba a lograrse de la noche a la mañana. Prometió estabilidad y moderación, mensaje que puede sonar poco excitante, pero que una nación cansada hasta la náusea de los escándalos del gobierno tory y su repertorio de personajes deleznables (incluida la ex ministra del interior Suella Braverman, poseída por mil demonios), y del desfile de primeros ministros entrando y saliendo de Downing Street, cada uno peor que el otro, ciertamente agradece. “Desde ahora”, dijo Starmer, “tienen un gobierno liberado de la carga doctrinal, guiado solamente por la determinación de servir al interés público, de desafiar, calladamente, a aquellos que han dado a nuestra nación por perdida. Ustedes nos han dado un claro mandato, y lo utilizaremos para lograr el cambio, restituir a la política el servicio y el respeto, poner fin a la era de ruidosas actuaciones, involucrarnos con más cuidado en sus vidas y unir a nuestra nación.” Fue, en general, un discurso memorable justamente por su mesura y sobriedad, y por su insistencia en la obligación de servicio que tiene todo gobierno, cosa que a sus predecesores tories no parece haberles cruzado nunca por la cabeza.
El estado de idílico embeleso en la prensa no duró mucho. A la semana siguiente a las elecciones el tono general de los analistas era: “Muy bonito lo que proponen, ¿pero cómo le van a hacer, sin dinero?”, junto al raudal de reportes de los nuevos ministros en todas las áreas de gobierno sobre el estado catastrófico en que se encuentran sus despachos. No es de extrañar que nuestro júbilo inicial se haya diluido un tanto; lo que nos queda es una cauta esperanza, aunada a la furia de constatar hasta qué grado los pillos del Partido Conservador lograron desmantelar el país. Nos enteramos, por ejemplo, de que a Rishi Sunak se le había advertido que estaba a punto de violar su responsabilidad legal si no solucionaba de inmediato el problema de hacinamiento en las cárceles una semana antes de anunciar su decisión de adelantar las elecciones generales. Los conservadores estiraron hasta el máximo su irresponsable abuso del poder justo hasta el punto de quiebre, cuando vieron que ya no era posible ocultar más la catástrofe, y ahora les toca a otros limpiar los escombros.
La furia es inmensa, sí; pero ya se fueron, y el alivio es quizá aún mayor.
El rey Carlos III parece compartirlo. Aunque probablemente aún está recibiendo tratamiento contra el cáncer, durante la estrambótica ceremonia de Apertura del Parlamento parecía de mucho mejor humor que durante su exasperado recibimiento de Liz Truss en 2022.
Una monarquía parlamentaria es una criatura híbrida llena de contradicciones. El monarca, por ejemplo, no puede tener injerencia en las decisiones políticas, y sin embargo todo nuevo gobierno requiere del espaldarazo oficial de la ceremonia arriba mencionada, que gira alrededor de su discurso. El rey o reina hablará en primera persona de las acciones que tomará “su” gobierno, pero su discurso no es otra cosa que la lista de acciones que el nuevo primer ministro y su gabinete han decidido implementar durante su mandato. La existencia de estas ceremonias está documentada desde el siglo XIV, y aquí nos tienen, en el año 2024, con Carlos y Camilla sentados en sendos tronos y vestidos de reyes, justamente, atendidos por pajes, en la Cámara de los Lores, los últimos luciendo su túnica escarlata y blanca. (El atuendo de los Comunes, que son admitidos en la sala para la ocasión, es por fortuna solo eso: común.) Los pasos que constituyen la ceremonia, instituidos hace siglos, son demasiados como para incluirlos en estas páginas: oscuros y extraños, fascinantes y/o estrafalarios, según el gusto, ya podrá el curioso investigarlos por su cuenta. Baste con mencionar aquí el momento en que el ujier conocido como Black Rod se acerca a la Cámara de los Comunes para convocarlos y estos le cierran la puerta en la cara, para señalar la Independencia de los Comunes ante la Corona. Tres veces llamará a la puerta, y sólo entonces los Comunes lo siguen a la Cámara de los Lores para escuchar el discurso del monarca.
En estos tiempos, el asunto es, como todo lo que tiene que ver con la monarquía en este país, una extraña mezcla de solemnidad y desparpajo, rituales antiquísimos y moderno escepticismo, y una compleja interdependencia.
El pasado 17 de julio vimos a Rishi Sunak y Keir Starmer lado a lado, como marca el protocolo, charlando y riendo amigablemente, al menos en apariencia. Quizá la fortuna multimillonaria de Sunak y su esposa sea el suave amortiguador que le permite seguir apareciendo en público sin morirse de la vergüenza, haciendo como que no oye el calificativo de “idiota” y cosas peores adjudicado a diario a su persona.
El discurso en sí de Carlos III, que es lo que importa, escrito por el gobierno de Starmer, reflejó lo que ya se nos había dicho desde el triunfo laborista en las urnas, y suena bien: con reiterado énfasis en la estabilidad como objetivo, se habló, entre otras cosas, de elevar las condiciones de vida de los ciudadanos; de un nuevo acuerdo para la clase trabajadora, con la prohibición de prácticas de explotación; de atender a la crisis climática; de mejorar el Servicio Nacional de Salud, que se encuentra en estado crítico tras el abandono de los sucesivos gobiernos conservadores, y de mejorar los servicios de salud mental, incluyendo la atención a jóvenes; de cuestiones de seguridad, interna e internacional, incluyendo el objetivo de poner un alto a la violencia contra mujeres y niñas; de un nuevo modelo para atender las cuestiones de inmigración y el sistema de asilo político, poniendo un alto al infame plan de deportaciones a Ruanda de los tories (en el que estos se gastaron 700 millones de libras); de acceso a la educación para todos y de mejorar el bienestar de los niños (aunque hay polémica sobre algunas medidas de apoyo financiero a las familias); se habló también de mejorar los derechos de los inquilinos pagando renta y de la construcción urgente de nuevas viviendas; de mejores leyes para garantizar la igualdad racial; de acabar con la práctica de otorgar escaños hereditarios en la Cámara de los Lores; del compromiso absoluto de la nación como miembro de la OTAN; de continuar brindando apoyo absoluto a Ucrania y de formar parte del esfuerzo para alcanzar una paz y seguridad duraderas en el Medio Oriente, con el compromiso de alcanzar la solución de dos estados en el conflicto entre Israel y Palestina; de reestablecer la relación con Europa y la Unión Europea tras la catástrofe de Brexit, y, crucialmente, de ayudar a reconstruir la confianza en los servidores públicos.
Desde el discurso inicial de Starmer al alcanzar el triunfo en las elecciones lo hemos oído hablar de esta necesidad de los políticos de recobrar la confianza de los ciudadanos, y ésa es quizá la tarea más difícil que enfrentan los laboristas, como quedó demostrado en el absentismo ante las urnas. La crisis de confianza no es nada más nacional. Acabamos de ser testigos de las deprimentes elecciones, campañas y falta de alternativas en México, con sus más que deprimentes resultados; el suspiro de alivio en Francia tras detener el avance de la extrema derecha no encubre en modo alguno la gravedad de la situación; los acontecimientos previos a las elecciones en los Estados Unidos, con la especie de alucinación de la posibilidad de un nuevo triunfo de Trump, dan ganas de meterse debajo de la cama y no salir jamás, etc., etc. Quizá por eso el énfasis de Starmer en la vocación de servicio de su nuevo gobierno y no en la ideología nos reconforta, aunque dudemos si semejante cosa es posible a estas alturas. Pensar en la democracia ahora es un ejercicio que no puede divorciarse de pensar en el mundo que hemos creado, en lo que nos hemos convertido, en estas primeras décadas del siglo XXI, porque es este mundo, y somos estos humanos, los que definimos qué significa la democracia en nuestros tiempos, y los que debemos preguntarnos por qué a últimas fechas ha crecido el populismo de todo signo que crea las monstruosidades de que hablaba en un principio. La reflexión no deja de ser perturbadora.
*Photo by Adrian Raudaschl on Unsplash
Adriana Díaz-Enciso es poeta, narradora y traductora. Ha publicado las novelas La sed, Puente del cielo, Odio y Ciudad doliente de Dios, inspirada en los Poemas proféticos de William Blake; los libros de relatos Cuentos de fantasmas y otras mentiras y Con tu corazón y otros cuentos, y seis libros de poesía. Su más reciente publicación, Flint (una elegía y diario de sueños, escrita en inglés) puede encontrarse aquí.
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Posted: July 25, 2024 at 2:57 am