Essay
Mundo nuevo: mi mundo
COLUMN/COLUMNA

Mundo nuevo: mi mundo

Gisela Kozak

¿Qué hay de nuevo en el mundo que sea digno de aplauso y despierte lo mejor de nuestros ánimos? No tengo más remedio que admitir que lo nuevo en el mundo no lo es tanto, simplemente se ha masificado y es digno de vitrinas que antes no tenía. La novedad es acicate para una parte de la humanidad que no se siente a sus anchas con el pasado, aunque, sin duda, asusta a otra parte que busca en ese mismo pasado las certezas necesarias para defenderse de lo que teme.  Supongo que debo felicitarme por ser testigo del triunfo del feminismo, no sólo en el mundo editorial y académico sino también  en las redes sociales, en  la producción audiovisual y en las agendas políticas internacionales. Soy feminista desde la adolescencia y el alcance mundial de la conciencia de la opresión por causa del género no puede más que alegrarme. Asimismo, en mi juventud el pensamiento y la creación ligada al tema del lesbianismo era más bien escasa y de difícil circulación, en particular en Venezuela, un país sumamente conservador, incluso dentro de los sectores  literarios e intelectuales. Décadas después de mi graduación en la universidad, la bibliografía y las representaciones culturales de las relaciones sexoafectivas entre mujeres se han multiplicado y hasta pude casarme con mi esposa sin salir de América Latina, asunto impensable en aquella época.

Como feminista y activista lésbica –y como  académica y escritora que ha tocado estos temas–, podría  decir que el mundo nuevo no es otro que mi mundo, más libre y menos opresivo que el que me tocó vivir cuando mi orientación sexual y mis ideas eran vistas,  si no con aprensión, por lo menos con condescendencia.  He sido testigo del cambio de mentalidad de mis amistades y colegas respecto a temas de género y sexualidad, en algunos casos a plena conciencia y con alto sentido ético y, en otros, producto de un oportunismo entre gracioso y ridículo. Cuando recuerdo todas las pequeñas y grandes humillaciones que me tocó vivir hace muchos años, entre ellas hasta la discriminación laboral en una prestigiosa universidad venezolana, caigo en cuenta de que mis propias luchas me salvaron de ser una víctima y de que mi habla libre e indiscreta es al mismo tiempo salvación y condena. Me alegro de haber alzado la voz  en respuesta al machismo destemplado y al sutil, no solo de hombres sino también de mujeres, incluso entre gente de mi mayor cercanía y afecto. Pero no todo ha sido color de arcoiris. Cuando veo que no se puede hablar de los cromosomas XX y XY, en algunos contextos, sin ser acusada de transfobia, me doy cuenta de que las mejores causas no conmueven los arrestos autoritarios de quienes las acompañan.  Detesto que causas ligadas con los derechos humanos sean defendidos con conductas propias del fanatismo político o religioso. Tampoco puedo acompañar  el espíritu de víctima que protagoniza la construcción de los sujetos políticos actualmente. Ser víctima no basta para ser un sujeto políticamente transformador.

Al comienzo de mi carrera académica me entusiasmé tempranamente con  Estudios Culturales y la marea postestructuralista, en especial con la posibilidad de estudiar la realidad como un vasto texto dispuesto para una lectura dislocada. El entusiasmo duró poco. Hace más de veinte años caí en cuenta de que la literatura retrocedía ante la andanada ideológica de la crítica militante. Ya no se trataba de ampliar el canon para que mujeres, africanos, asiáticos o latinoamericanos fuesen dignos de atención, ni tampoco de afinar el método crítico o promover autores y autoras poco conocidos dentro del mundo editorial, educativo y de los medios. Tampoco bastó con ampliar los objeto de estudios a esferas más allá de lo consagrado como valioso, como hizo Walter Benjamin hace casi un siglo. La voracidad de la crítica militante, alimentada de ideología, se ha tragado la apertura que significaron la crítica feminista e incluso la teoría queer, de ningún modo obligatoriamente reñidas con la estética como esfera de relativa autonomía. La pura denuncia ideológica ha sobrepasado el esfuerzo intelectual honesto de figuras como Beatriz Sarlo o Alberto Moreiras, sometiendo al pasado cultural en cualquier de sus formas a una condena sin derecho a juicio.

No exagero en lo absoluto: las convencionalmente llamadas humanidades ya no son tales, entre otras cosas porque la noción misma de lo humano cede ante la multiplicación de las identidades, las cuales por cierto alimentan las fantasías autoritarias provenientes de la izquierda y la derecha. La irreverencia juvenil ante el canon jamás me hizo abjurar de lo que había significado en mi vida y en la de tantas personas a las que me unía un sentido de pertenencia colectiva, más allá de mi ámbito más cercano. Si las religiones conectan con vastas comunidades de fieles, las humanidades otrora cumplían un rol semejante en el ámbito racional de las comunidades académicas  y literarias. Como latinoamericanista participé en la desmitificación de la superioridad europea como el único ideal alcanzable y he promovido con vigor las literaturas de nuestros países, pero me quedó el regusto universalista de haber leído textos provenientes de cinco continentes. Proust sigue siendo Proust y Woolf sigue siendo Woolf. Igualmente, si como feminista he señalado el machismo en el mundo literario, la intención no era condenar en bloque a la  literatura escrita por hombres, exceso militante desprovisto de toda lógica académica, teórica y estética.

En literatura no todo es colonialidad, heteronormatividad y perspectiva patriarcal. Edward Said, autor de Orientalismos y Cultura e Imperialismo, firmó también Humanismo y crítica democrática y, de la mano con el gran músico judío-argentino-israelí Daniel Barenboin,  Paralelismos y paradojas. Reflexiones sobre música y sociedad. A despecho tal vez del propio Said, triunfó su demoledora visión de la novela como el discurso imperial y racista por excelencia, en lugar de su compromiso con la literatura, la música y el pensamiento en calidad de posibles nexos que trascienden las diferencias más acentuadas y crueles. El pensamiento, reitero,  toma su propio camino más allá de las intenciones de quien piensa, y a veces no hay vuelta atrás hasta que el tiempo y las modas del momento cumplen su ciclo de vida. De los tantos Said, prefiero el de su última etapa, en particular al que escribió la formidable autobiografía Fuera de lugar, cuyo título le da nombre  a esta columna. Resiento, como él lo resintió, que la crítica a la razón imperial opacó los logros de la razón ilustrada. Para el pensamiento decolonial latinoamericano, hegemónico en estos momentos dentro de las universidades, occidente significa colonialidad y, por lo tanto, racismo, violencia epistémica y opresión.

Este mundo nuevo al que he llamado mundo mío tal vez no lo sea enteramente porque el desprecio a la razón cunde por los mismos caminos de la novedad. Pero no debe sorprenderme: siempre he estado fuera de lugar.

 

Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006); Venezuela, el país que siempre nace (Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales (Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak

 

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Posted: December 2, 2021 at 12:53 am

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