El río (in)móvil
Ricardo Pohlenz
Carlos Agustín
I. No puedo sino pensar en el peso de lo monumental. Ese asombro –ese primer sobresalto– que guardamos como azoro frente a lo inmenso y que entraña siempre una historia que da cuenta de sus posibles orígenes, sus retos, sus traslaciones y, sobre todo, la razón o significado de su emplazamiento final. Alineamientos megalíticos, pirámides y dibujos monumentales sobre la tierra que son –a la vez– el mapa y el territorio de las aspiraciones cósmicas –por decirle de algún modo– de quienes se lanzaron a levantarlas, ayudados por montones de extras que no deben de haber estado de acuerdo con el rol que les tocó en tan grandes empresas y que se convierten en nuestra imaginación –ayudada o coartada por el grandeur hollywoodense– en un juego gigantesco de cuerdas, pernos, poleas, palancas y deslizamientos, o peor, en una obra orquestada por una maquinaría que –gracias a esto y a las estrategias de desinformación de las agencias de investigación estadounidense– nos resulta tan extraterrena como extraterrestre.
Apelo a una o a lo otra en la intención de abarcar ese imaginario que nos fue inculcado en parte por la pintores románticos que sirvieron para modelar los tropos de esa desproporción cinematográfica a la que somos adictos culturalmente. Sea que el cielo se abra para DeMille o Kubrick –se abre distinto pero apela a lo mismo– convertido en el sustrato mítico (el cielo, la glora y el espacio) en el que estos dos polos extremos acabaron por sustituirse (o intercambiarse) uno al otro a lo largo de un siglo (el pasado) que nos dio –empacada en celofán– una nueva relación con lo sagrado a partir de los avatares que lo convirtieron en un producto que está y no está (como las piedras inmensas que vuelan y se apilan en nuestra imaginación ayudadas por el CGI). Lo extraterrestre se intercambia por lo extraterreno en términos de visión, construcción y ascensión; luz y superstición se confunden y combinan en pos de un sentido último al que, inapresable, no podemos sino apelar con representaciones que se erigen con materiales que son tan físicos como inmanentes para así, poder decirlas en lugar de o en sustitución de.
II. El Mar Rojo que abre Moisés no es el Mar Rojo. Moisés es Charlon Heston, quien nunca podrá dejar de ser Moisés y aún, nunca podrá volver a serlo. El Mar Rojo utilizado por DeMille y que atraviesa Heston con el pueblo judío (que no son sino un montón de extras) fue un estanque con un dispositivo mecánico, émulo de ese otro Mar Rojo abierto por Dios, descrito en el libro del Éxodo, para que Moisés y el pueblo judío pudieran cruzarlo. Es una imagen trascendida de ese mar abierto para un Moisés que no es Heston (pero que acaba por serlo) y un pueblo judío que no es un montón de extras en una película de Cecil B. DeMille (pero que, igual, acabaran por serlo).
Estos extras que la hacen de pueblo judío en una película de Cecil B, DeMille le contarán luego a sus amigos y conocidos, a sus parientes cercanos y lejanos y a quien se deje, como es que fueron parte de esa atravesada al Mar Rojo. Los detalles que se suman desde esta multiplicidad de perspectivas la desmienten, la desvisten, la dicen de una manera y la siguiente para transformarla en un fresco superpuesto de versiones que alimentan el –siempre cambiante– sustrato mítico de la modernidad.
Y aún, al referirse a ella, a contar su experiencia, al señalar su momento en la pantalla (detenida en ese momento borroso entre dos momentos que hay siempre en un video) no será lo que fue, no podrá volver a serlo, vista y señalada, comentada por aquel que se reconoce en algo que ya no es suyo, transformado en su evocación –en su evidencia– donde se sobrepone el cómo lo vivieron durante el rodaje y el cómo lo ven, una y otra vez repetido, en el producto final. Ese mar que era un estanque con un dispositivo mecánico en la producción de DeMille –que abre y cierra un mar de mentiritas para Heston y todos los extras– será un mar de mentiritas que, repetido, se convertirá en atracción de los parques temáticos de la Universal. Trasplantado de un lugar al siguiente, como émulo de ese primer estanque, sin poder volverlo a ser jamás, como lo será con cada uno de los montones de extras que se subieron a la atracción de los estudios Universal y revivieron la separación de las aguas que se vio en la película. Ya nunca como se vio en la película, ya nunca como se vió en los videos que se hicieron mientras lo hacían, mientras que atravesaban –como Moisés y como Heston y como tanto montones de extras más– el milagro de la separación de las aguas.
Como la primera, se convertirá en otra cosa, en ese–lugar–de del que fueron testigos los extras de la película y todos los extras que pasaron por los parques (hasta que la atracción cerró por los riesgos que implicaba) e igual cambiará cuando señalen su evidencia en pantalla; sea en la película de DeMille o en su propia película. En un gesto que, de por sí, ya es otra cosa: sobrepuesto a la imagen, al proceso de la imagen, a la creación de la imagen, como un dragón o serpiente que se desdobla hacia el infinito en el juego de correspondencias y repeticiones que se abren entre las representaciones y las representaciones de las representaciones y las representaciones de las representaciones de las representaciones.
III. El gesto, la sucesión de momentos que llevan al gesto, la sucesión de momentos que surgen del gesto, se pierden en la lejanía, en el hecho de un tiempo transcurrido, de un tiempo que corre no como la imagen del mar –inmenso y monumental– inmóvil como cantera y aún, siempre tenso y a punto de desbordarse, embravecido como manifestación anímica de los meteoros (sean escilas, caribdises o leviatanes).
Las corrientes marinas son ríos que no se ven. Son cauces inmensos que recorren lo invisible. Caudales inmensos que corren y se mueven y no se ven. Entre “los ojos que no ven” y “el moliente y corriente” te llevan, te pierden, te abisman, te hunden, se abren a un cielo inverso, boca bajo, que orada la tierra, que la abre, que se rompe, que la lleva, que la arrastra.
Todo esto es lo que es y, también, una metáfora para otra cosa.
Horadar, abrir, romper, llevar y arrastrar, como río invisible que –al moverse en el tiempo y el espacio– se convierte en su representación, a la vez presente e inmanente, es la idea del peso que cae y se tiende, como representación inmóvil de lo que no puede dejarse de mover (y que se mueve, a pesar de sí mismo, como el río al que dice, una y otra vez, como torrente que transcurre –en el hecho irremediable de haber sido mentado– sin estar ahí).
IV. El rio no es río. Al decirlo deja de serlo, queda encerrado en la palabra que, repetida, no lo repite sino que lo vuelve a decir, como si nunca hubiera sido dicho antes: el río de nueva cuenta, que se pierde al ser dicho, y como el río de Heráclito, en el que no puedes bañarte dos veces (porque se mueve, porque cambia, porque no es la misma agua). No puedes decir el río dos veces. Y si lo haces, si lo repites: río, rio, río; no puedes sino perderlo en el sinsentido que lo recupera y lo pierde. Un río nuevo cada vez, que se confunde y se transforma en su repetición para redundar en una nueva representación que, cada vez, se impone a la anterior, en la sucesión de momentos que lo definen para perderse para siempre. Esa foto que tomaste del río no es el río ya, tampoco la siguiente foto ni la siguiente, cada una de las fotos deja de ser el río, cada una se convierte en otra cosa y si las pones todas juntas y emulas la sensación de movimiento que el río prodiga –la ilusión que corre y se pierde, cada vez– no es el río, ni siquiera es aquello que viste, ni lo que volviste ver en la sucesión de imágenes. Más aún, si lo portabilizas armando un cuadernito que siga el patrón del movimiento del río, la sucesión de sus momentos no son el río y dejan de ser lo que fueron cada vez que pasas la mirada por encima de la sucesión. Sabrás que no es el río, y que eso que ves con cada nueva repetición no es lo que viste antes, y que no lo será jamás. Puedes escribirlo en piedra, el cuidado que pongas dará la intención, no dirá RIO sin más, sino lo dirá de una manera u otra. Y cada vez que sea leída esa inscripción, al igual que con las imágenes, no será el río que dijiste y pusiste y que luego leíste, No será lo que fue antes, seas tú mismo o alguien más el que lo lea. Y si declaras que es el RIO, el río en sí mismo, el río como idea, el río que es todos los ríos, y lo pones igual por escrito, ESTO ES UN RÍO o peor, ESTE ES EL RÍO, no podrá el poder de tus palabras decirlo sin más, así nada más, en el para siempre del que la piedra sirve de metáfora. No será el río que dices, el río que has escrito sobre la piedra, será el río–río. Aunque cada quien tiene su versión del río–río. Siempre será un nuevo río, un río que escrito no se dice como río sino que, dicho como río, dice cada nuevo río que quepa decir, que ver, escrito sobre la piedra. Ese mismo río que se lleva la piedra que no puede, a pesar de su peso y evidencia, imponerse sobre el torrente de todas sus imágenes posibles, que lo vence y lo lleva, en la paradoja donde lo dicho –lo escrito– le da alas y levanta el peso de lo inmóvil.
Y sin en lugar de escribirlo lo levantas, lo construyes, pones el río y lo llenas de barcos de vela, que flotan como un sinsentido. Aunque también, en el múltiple sentido que entraña la palabra vela, corren izadas como luces que, metálicas, brillan con todo el peso con el que la luz dice a la materia (estamos tan lejos del quattrocento y aún, tan cerca y tan a punto de tropezarnos con él, viendo hacia arriba, como si viéramos el cielo, en lugar de ver abajo, donde corren nuestros pies, donde corre –sin descanso– el río en su cauce).
Igual quedan conjuradas en su naturaleza, la luz y la materia y todo lo demás; en la idea misma que las convierte en otra cosa. Así, un río de piedra y metal que se tiende en la sala es un río sin más, es el río–río, tiene escrito RIO (sea con un ESTE ES UN o un ESTE ES EL o ESTE ES EL QUE SERÁ). Cada una de sus múltiples posibilidades se levanta y se derrumba, perdida en cada mirada y cada elección, y en cada una de ellas corre el agua de lo inmanente, aquello que está aunque no se vea, y que viene a suplir la idea de nuestra necesidad de trascendencia. Ese último vestigio del hálito de lo divino con el que neceamos como piedra en el zapato, dicho en lugar de –siempre en lugar de– eso otro que, como metáfora, transformamos en glifo para sustituir la imagen de las manos extendidas entre lo terreno y lo ultraterreno que nos heredó occidente para decirlo.
Si no fuera porque uno siempre se está bajando de un barco haría mío ese glifo.
Y ese glifo sería un globo. Y ese globo sería un globo que vuela porque flota, y que dice porque no pende de mi mano sino de mi boca. Escrito en piedra es una piedra y no dice glifo ni dice globo, dice piedra. Es una lengua de piedra, dice lengua y dice piedra, dice río y dice piedra. Dice río de piedra.
Tira la piedra, extiéndela y conviértela en cauce, haz un caudal, la tierra la vomita, corre y se invade a sí misma. Es un glifo que se levanta como torre, que se tira, que se cae, que se extiende, como vena, como sangre, como última ofrenda.
Es algo que está ahí aunque no se pueda ver, como la gravedad y las corrientes marinas.
V. La materia subyace como última evidencia en un juego en donde la gravedad (que no se ve pero está ahí, se siente y puede demostrarse de una manera muy sencilla) se transforma según nuestra perspectiva. Somos porque pesamos, somos porque nos caemos, somos porque no podemos elevarnos sin grúas, poleas y turbinas. Encontramos en lo masivo, pero sobre todo, el peso de lo masivo, una metáfora para lo inmanente. Aquello que, como la gravedad, no se ve, pero a diferencia, no puede demostrarse tan fácilmente (y aún, Galileo tuvo que demostrar que todo cae a la misma velocidad tirando dos cuerpos con peso distinto desde una torre). Es la gravedad, como otras experiencias de lo físico, que toman el lugar como metáforas de su contenido: pesa y aún, se mueve, pendiente de la inercia de los cuerpos grandes y pequeños, de las vueltas como péndulo que demuestra que la tierra gira sobre su propio eje. Y aún, nos queda transgredir la demostración de la rotación terrestre para convertirlo en una representación que la sustituye y significa. Desde proyecciones mecanicistas en las que nos convertimos en la extensión de una máquina a la que le añadimos extensiones para aprenderla –al menos de como idea– para luego usarlo como excusa para una novela de aventuras con pretensiones metafísicas hasta desmentidos que la convierten en el espacio de aquello que –en un juegos de cuerdas y poleas universal– nos mantiene pegados a la tierra.
Es ese pie –o paso dado– que nos vincula con todo lo que sucedió antes pero nunca con todo lo que sucedió después. Un carrusel de feria deja de ser un carrusel de feria y un pedazo de cantera deja de ser un pedazo de cantera, dichos se convierten en otra cosa; flotan a pesar de las fuerzas que los hacen funcionar o todo el peso que entrañan. Son, tal cual, lo que escribí hace un momento, se mueven y pesan desde ahí, en el engaño que nos provee la ilusión de moverlos –de cargarlos y darles vuelo– como imágenes y como ideas.
Todo el trabajo no se ve, en eso se parece a la gravedad y las corrientes marinas, en lo fácil que se dice y lo fácil que lo dejamos atrás.
Ricardo Pohlenz es escritor, poeta y crítico. Ha colaborado en diversas publicaciones, entre las que destacan Flash Art, Art Nexus, Vuelta, Letras Libres, Errr, Icónica, Mula Blanca, entre otras. Es autor del libro de relatos Lounge, los libros de poemas El azul del cielo, Cetacea y Bac Kga Mon y el libro de varia invención La vocación de submarino. Conduce el programa “La vocación renacentista del mil usos” en radio.centrocultura,digital.mx e imparte el Taller de poesía visual en Taller Prosperidad.
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Posted: April 12, 2018 at 10:50 pm