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El sueño de los misiles
COLUMN/COLUMNA

El sueño de los misiles

Alberto Chimal

En una carta al editor Marcial Souto –recogida después en una antología de literatura fantástica sudamericana, de 1985–, la gran narradora argentina Angélica Gorodischer, recientemente fallecida, resumía el estado del mundo y el impulso de la literatura en esa época:

Finalmente, ¿por qué escribimos si no es porque nos vamos a morir? ¿Qué nos mueve a escribir novelas (construir catedrales, componer sinfonías, plantear teoremas) si no es la muerte a la vuelta de la esquina? Y si allá en Europa la muerte es el sueño de los misiles, acá es una presencia más que concreta que nos arrasa todos los días y que conocemos acá, en Chile, en El Salvador, en Nicaragua y dónde no.

La frase “el sueño de los misiles” se quedó conmigo. No es solamente que la haya leído en la adolescencia, cuando calan más el horror y la esperanza, ni que la haya leído como aspirante a escritor. Es que “el sueño de los misiles” no era algo tan remoto como doña Angélica parece sugerir, y sin duda ella misma lo sabía.

Por una parte, la imagen no es única. Evidentemente, la pesadilla de los seres humanos: el temor de la violencia, es antiquísima. Incluso la idea (más extraña) de un arma que sueña, un animal simple y sanguinario esperando cumplir aquello para lo que fue creado, tiene precursores, y de hecho uno muy cercano en “El puñal”, un poema en prosa de Jorge Luis Borges:

(…) Otra cosa quiere el puñal. Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.

En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal con su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres. (…)

Por otra parte, generaciones enteras, millones y millones de personas, nacimos y crecimos en el sueño de los misiles. En el siglo XX oíamos, leíamos, veíamos noticias, especulaciones, historias acerca de ese sueño todos los días. Eran los años de la llamada Guerra Fría: básicamente, el conflicto “de baja intensidad” entre los países afiliados o cercanos a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), animada y presidida por los Estados Unidos, y el bloque formado alrededor de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Dos grupos que competían por la hegemonía global; que tenían pequeñas guerras localizadas entre ellos a través de intermediarios, estados simpatizantes o títeres; que se enzarzaban en labores de espionaje, subversión, influencia cultural encubierta o manifiesta, y que además se amenazaban el uno al otro con un enorme arsenal de bombas atómicas. Miles de ellas, miles de veces la potencia de las dos bombas que destruyeron las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki al término de la Segunda Guerra Mundial. Una cantidad de megatones –un megatón es la energía liberada por la explosión de un millón de toneladas de TNT– capaz de exterminar varias veces la totalidad de la vida en la Tierra.

Para cuando yo tuve conciencia de todo esto, el método preferido de las superpotencias para disponer sus armamentos nucleares era colocar sus bombas en misiles balísticos intercontinentales: cohetes con capacidad para cruzar miles de kilómetros y golpear blancos seleccionados en cualquier parte del mundo. Bastaba un equipo electrónico de tamaño reducido y la voluntad de una sola persona –un jefe de estado– para disparar los misiles y provocar la Tercera Guerra Mundial, que sería la última. Todo el mundo tenía claro este peligro, y esa es la razón por la que los dos bloques en pugna, y el mundo entero con ellos, pasaron décadas atorados en un punto muerto: peleaban de aquellos otros modos, de todos esos otros modos, porque no podían pelear con armas atómicas. Solamente un loco hubiera intentado comenzar una guerra atómica con intenciones sinceras de vencer, y hubiera condenado a la población del mundo entero a la muerte: rápida en algunos casos, lentísima y dolorosa en otros.

Esta idea sigue siendo parte de la cultura occidental: obras apocalípticas del siglo XXI como La carretera (2006) de Cormac McCarthy se la deben a otras de aquel tiempo, como la película Dr. Insólito (1964) de Stanley Kubrick. (Ahora sería interesante leer a la segunda como un prólogo o “precuela” de la primera, con un cambio brutal de perspectiva y de tono.)

Al mismo tiempo, el miedo a la guerra nuclear fue también explotado de otras maneras. Se le usó como arma propagandística desde los años cincuenta, y hasta la desaparición de la URSS en 1991: el bando que la empleaba se presentaba siempre víctima en potencia y a su adversario como agresor. En América Latina –que estaba en disputa y padeció, especialmente, por culpa de las campañas intervencionistas de los Estados Unidos y sus aliados– tuvimos lo peor de ambas alternativas, porque crecimos con la amenaza implícita en los desfiles militares soviéticos, que exhibían orgullosamente filas y filas de grandes camiones con lanzacohetes, y al mismo tiempo con numerosas filmaciones del lanzamiento de misiles estadounidenses, las bravatas seniles de Ronald Reagan y la hipocresía reptil de Henry Kissinger. Además, estaban las incontables historias occidentales con un pie en la crítica ligera y el otro en la promoción de la superioridad armamentística de los países de la OTAN, como Juegos de guerra (1983) de John Badham; además, las bandas de música pop, locales e “internacionales”, debían cumplir el requisito de tener su propia canción antibélica; además, James Bond y otros héroes de la cultura pop pasaban la mitad de su tiempo rescatando misiles robados por villanos con negrísimas intenciones…

Con la disolución de la Unión Soviética, la guerra atómica y su amenaza pasaron de moda.

Pero los arsenales nucleares existen todavía. Sólo un país, en toda la Historia, se ha despojado de su armamento atómico: es, curiosamente, Ucrania, que al separarse de la URSS quedó con importantes instalaciones militares en su territorio y aceptó destruir o deshacerse de las bombas que lo hubieran dejado como la tercera potencia nuclear de la Tierra, a cambio de garantías sobre su integridad territorial.

Escribo esto el 27 de febrero de 2022, a varios días de que Rusia, por órdenes de su presidente, Vladimir Putin, comenzara una operación militar con el objetivo declarado de “desmilitarizar y desnazificar” Ucrania –es decir, basándose en elementos de propaganda soviética y rusa, sin que hubiera habido una amenaza inmediata a su país– y que en los hechos equivale a una invasión, la primera que sucede en Europa desde 1945. Hoy se difundió la noticia de que Putin ha ordenado que las fuerzas nucleares rusas se pongan en “alerta especial”, con lo que aumenta la intensidad y la gravedad de la situación al dar la impresión de que podría convertirse en una exhibición de fuerza: una competencia entre Putin y sus adversarios, a ver quién se atreve a llegar a más. Muchas personas que no conocieron el siglo XX ni la Guerra Fría apenas han reaccionado ante estos hechos, gracias a la desinformación imperante en las redes; otras han reaccionado como si no hubiera precedente alguno de lo que está pasando –a veces de manera ridícula por insensible o ignorante, como suele ocurrir–, y al mismo tiempo como si lo que ocurre fuera simplemente otro tema del día, otra tendencia momentánea que se olvidará pronto o se “resolverá” rápidamente.

Pero ahora serviría recordar las primeras décadas del sueño de los misiles. Ahora podría servir la conciencia de que la inquietud actual, como la que venimos viviendo por la pandemia desde 2020, podría prolongarse durante mucho tiempo. No será un tema momentáneo y tal vez no se resuelva ni siquiera con la caída de Ucrania o la de Putin. Millones de personas nacieron, vivieron toda su vida y murieron durante la Guerra Fría. Quién sabe si este será otro de esos momentos auténticamente históricos, de los que marcan incluso vidas que no han comenzado todavía.

*

Mientras vemos qué novelas, sinfonías, catedrales, teoremas puede dejar este tiempo –súbitamente peor que hace una semana– algo más para considerar en este momento es otro texto de Jorge Luis Borges: se titula “Definición del germanófilo” y fue escrito en 1940, cuando Hitler apenas había llevaba un año de ofensiva europea y parecía incontenible. A Borges le tocó encontrarse con argentinos que eran partidarios del nazismo, y razonó que no lo eran principalmente por aversión a Inglaterra –país enfrentado contra la Alemania nazi, y con una larga historia de enfrentamientos con Argentina–, sino por un rasgo moral muy específico: el filonazi, escribió Borges, lo es “no a pesar de las bombas cenitales y de las invasiones fulmíneas, de las ametralladoras, de las delaciones y de los perjurios, sino a causa de esas costumbres y de esos instrumentos. Le alegra lo malvado, lo atroz […] anhela estar de parte de los que vencen”. Algo hay de esas mismas motivaciones horrendas, por ejemplo, en los partidarios de Trump y otros líderes autoritarios en América Latina: hoy, milagrosamente, muchos de ellos se han convertido en admiradores de Putin.

 

Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego,  Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal

 

 

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Posted: March 1, 2022 at 9:47 pm

There is 1 comment for this article
  1. J. Andrés at 8:48 pm

    Acabo de terminar de leer tooooodo “El cruce”. Todas las entradas de la columna hasta ésta. Muchas gracias, Alberto. Me sorprendió encontrar comentarios que hice en su momento en algunas entradas; más me gustó releer publicaciones fuera del contexto inmediato que las motivó. Las de los primeros meses de la pandemia, en particular, me movieron un buen el seso pensando en mis expectativas en ese momento de algo imprevisible que hoy no sólo se ha prolongado sino que se ha vuelto cotidiano. En fin: ¡maestro!

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