El último cumpleaños del Gabo
Manuel Pereira
Una noche de marzo del 2012 recibí una llamada invitándome al cumpleaños de Gabriel García Márquez. Acudí en taxi a la casona colonial de un arquitecto en el elegante barrio de San Angel Inn. Hacía tiempo que no lo veía en persona y sólo sabía, por rumores mediáticos, que empezaba a perder la memoria.
En la casona no cabía ni un alfiler, había cantantes, diplomáticos, pintores, académicos y meseros con bandejas. Yo no conocía a casi nadie. La risueña Mercedes me llamó y me acerqué al Gabo sentado, rodeado de admiradores. Lo abracé efusivo y enseguida retrocedí pues muchos querían departir con él y no quedaba ni una silla vacía en la gran mesa de tronco de teca.
Me alejé hacia el jardín japonés con murmullos de agua y entonces se me acercó Álvaro Mutis mojito en mano. Brindamos por el homenajeado. Con sus canas bien peinadas y el bléiser de botones dorados tenía el aspecto de un alférez de fragata a punto de zarpar. Al poco rato vino Mercedes para anunciarme que ya podía sentarme al lado del Gabo, quien me recibió con esta frase: “Chico, estoy viviendo los mejores tiempos de mi vida”. Le pregunté por qué y respondió: “porque ya no tengo que pagar ni un peso para comer. Todos los días me invitan a comer, a desayunar, a cenar, hasta dos veces seguidas”. Carcajadas.
Yo me acordé de una tarde de 1981, cuando comimos en un mesón (que se llamaba “El perro que fuma” o algo así) cercano a la calle Fuego, en Pedregal. Salimos y al llegar a su casa, él se palpó desesperado los bolsillos, se le había olvidado la billetera en el restaurante. Corrí y por suerte allí la tenían guardada, regresé con la cartera en alto y su cara se iluminó. Ya dentro de la casa, empezó a desplegar su teoría de que el dinero es necesario, pues no se puede escribir con hambre, ya que eso es un mito romántico, etc.
Mientras yo recordaba eso, alguien trajo una bandeja con camarones. Yo dije: “no, gracias, soy alérgico”. El Gabo atacó la fuente con un tenedor y empezó a improvisar una jitanjáfora musical: “los mariscos son mariscales, que son camarones que son mariscones, mariscadores que se doblan como macarrones con marroquinerías que son rigattonis juntándose calientes y muy blandos como fetuccinis que son camarones…”. Aquello sonaba a Brull y a Reyes mezclados. Yo me reía pues conocía bien su mamagallismo o jocosidad colombiana. El Gabo siguió tarareando y pinchó dos camarones con sendos tenedores poniéndolos a bailar en la mesa mientras yo evocaba a Chaplin haciendo danzar unos panes en La quimera del oro, esa secuencia que muchos años atrás habíamos revisionado juntos en el séptimo piso del ICAIC (El Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos) en compañía de Geraldine Chaplin.
El Gabo siempre tuvo ese sentido del humor tan caribeño que me impactó como un oleaje de libertad cuando yo lo leía vorazmente siendo apenas un aprendiz de escritor.
Alguien nos acercó un enorme cake de chocolate. Ahí sí me dieron por la vena del gusto, cogí un trozo. Para mi sorpresa el Gabo me robó un pedazo y se lo comió tiñéndose de negro el bigote cano. Yo atrapé otra cuña de la torta y de nuevo el Gabo me la robó engulléndola de un bocado. Sonreía burlón, exactamente como un niño enseñoreándose de su cumpleaños.
Era difícil verlo cabreado. Una vez lo vi en un Festival de Cine en Moscú protestando porque en la edición soviética de Cien años de soledad habían suprimido pasajes eróticos de la prostituta Pilar Ternera y del priápico José Arcadio.
Otra vez fue en 1984 saliendo de una librería en París. Estábamos solos y él iba por la calle despotricando en voz alta contra la literatura francesa contemporánea. Concretamente se refería a El amante de Marguerite Duras. Caminaba por la acera, encabronado y gesticulando. Lo peor era que se dirigía a mí de tal manera que los que pasaban por nuestro lado nos miraban pensando que la bronca era conmigo: “chico, estos franceses no saben contar nada, en una novela tienen que pasar cosas… yo no los entiendo, nunca cuentan en directo, no van al grano, siempre se van por las ramas, por lo abstracto, son demasiado filosóficos, ¡y eso es muy aburrido!”. Él seguía robándome trozos de chocolate y yo le di las gracias por la palabra “sardinel”, que él me había descubierto años atrás porque yo andaba buscando una palabra que definiera el escalón de entrada a una casa. Eso lo reanimó por completo y se lanzó a ensalzar la infinita belleza de nuestro idioma.
El Gabo y yo siempre teníamos temas recurrentes de conversación, uno eran los piratas del Caribe, otro, los viajes de exploración. Recuperando disimuladamente un pedacito de chocolate, le dije:
—Jamás olvidaré el mejor libro que me recomendaste hace muchos años.
—¿Qué libro? —me preguntó intrigado.
—El primer viaje en torno al globo, de Pigafetta —contesté.
—¿Pigafetta?
—Sí, el italiano que acompañó a Magallanes.
—No recuerdo ese libro. ¿Me lo puedes prestar?
En ese instante percibí que el tiempo acababa de dar un giro de 180 grados poniéndome a mí en la incómoda situación de recordarle a él una obra tan valiosa que él me había descubierto a mí treinta años atrás. Comprendí que la mente del genio, su poderosa imaginación, su minuciosa erudición, ya vagaba a la deriva. Como uno de esos veleros blancos en el horizonte habanero que tanto le gustaban, su intelecto giraba al pairo, a merced de la impetuosa Corriente del Golfo de México. Entonces entendí que, aparte de fluvial, el Gabo era un escritor eminentemente náutico. No en vano su mejor amigo colombiano era el soñador de navíos que, haciendo honor a su apellido, ya había hecho mutis por el foro.
La gente empezaba a irse. El Gabo se levantó para ir al baño, lo vi alejarse por la sala, tambaleándose escorado como un barco. Conjeturé que ya no volvería a verlo. Ya no quedaba ni un camarón, si acaso algunos trocitos de la tarta de chocolate. Empiné mi copa de vino caminando hacia la salida. Algunos invitados ya bastante achispados cantaban en la larga mesa del comedor, como marineros errantes en medio de una tempestad. La casa entera semejaba un barco ebrio, afuera llovía y se oían goteras aquí y allá. Pasé por allí en puntillas, me despedí de un par de conocidos y salí a la calle apresuradamente. Que el Gabo tuviera borrones en su memoria me entristecía, pero de pronto advertí que su amnesia ya estaba profetizada en el tercer capítulo de Cien años de soledad, cuando a Macondo llegó la peste de la memoria y todos olvidaban su historia y hasta el nombre de las cosas. Había que rebautizarlas como él hacía con la palabra mariscos. Sólo que allí no había ningún Melquíades capaz de curarlo, ni a él ni tampoco a mí andando los años. Mientras buscaba un taxi, me sentí como el italiano Pigafetta quien perdió un día en su vida cuando le dio la vuelta al globo terráqueo. Sin saberlo, aquella noche el Gabo y yo también le habíamos dado la vuelta al mundo, ambos ya desmemoriados, cada cual a su manera.
*Imagen cortesía del autor
Manuel Pereira es un novelista y ensayista cubano. También ha sido traductor, crítico literario, de cine y de arte, periodista y guionista cinematográfico.
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Posted: February 10, 2021 at 9:17 pm
Recuerdos maravillosos.-Permíteme que lo comparta con un amigo que lo disfrutará como yo.