Encrucijada tecnológica. De periódicos, periodismo e internet
Jesús Silva-Herzog Márquez
Los periódicos atraviesan una crisis en todo el mundo. Unos enflacan, otros desaparecen. Se extinguen los suplementos culturales, se clausuran corresponsalías en el extranjero, las mesas de redacción se contraen, las notas se comprimen. En Estados Unidos un manojo de diarios tradicionales han cerrado. Periódicos de larga vida publican su propio obituario. Hay quien teme que, dentro de algunos años, podrá haber en aquel país ciudades importantes sin un solo medio local impreso. El fenómeno no es exclusivo. En otras partes del mundo, los aprietos son similares.
Los diarios han dejado de servir como un enlace crucial en el mercado. Su enorme crecimiento se debió a la capacidad de comunicar compradores y vendedores. En las curiosidades del diario se juntaban los diversos apetitos del consumo. De ahí la lógica de las secciones abultadas y diversificadas. Ahí también la ventaja de contar con espacios rentables que pudieran subsidiar coberturas menos jugosas. Hasta hace poco tiempo no había mejor manera para enterarse de productos, de ofertas, de lanzamientos que el periódico. No había mejor pista para encontrar trabajo que los anuncios del periódico. Ninguna plataforma tan propicia para ofrecer un servicio que ese medio que combinaba la información política con noticias de espectáculos, resultados deportivos y previsiones del clima. Internet está cambiando la manera en que la gente pesca información. La red es más confiable para saber la hora en que pasan mi película, más ágil para vender una colección de discos y más eficiente para desplegar ofertas.
Los lectores de diarios en papel envejecen. La gente más joven no sabe qué hacer con tantas hojas, cómo lidiar con ese adelanto del basurero. El objeto no es precisamente un prodigio del diseño. Será ligero y portátil pero fastidioso; mancha y se desbarata. Esa pila de hojas impresas y dobladas demanda una habilidad manual que empieza a ser extraña. Para leer un diario es necesario un hábito pero también cierta agilidad. Costumbres y destrezas para pasearse entre páginas flacas; pericia para dar la vuelta a las sábanas estampadas, un método para doblar los pliegos. Ese lector que se pasea por su periódico con la naturalidad con la que cumple sus rutinas alimenticias se hace viejo. Los sucesores de ese lector pasean sus curiosidades y caprichos entre pantallas y teclados. Se enteran de lo que les importa pero siguen otros caminos.
El cambio tecnológico, la mutación de hábitos tendrán efectos culturales y políticos que apenas vislumbramos. Dudo que el periódico en papel muera. Supongo que cambiará para coexistir con otros medios. La pregunta es si seguirá siendo el centro del debate público, el gran surtidor informativo, el centro de la cultura crítica. Quizá todo depende de su capacidad para transformarse como empresa para preservarse como institución profesional. Paul Starr, en un artículo reciente publicado en el New Republic, se muestra escéptico. Mientras muchos celebran las oportunidades de la red para romper el cerco de las corporaciones mediáticas, Starr considera que la erosión del profesionalismo asentado en los grandes diarios tradicionales es una amenaza. Los periódicos han fabricado un producto que es mucho más que un agregado de papel y tinta donde se enlazan noticias, publicidad y crítica. Tras las toneladas se esconde un instituto crucial para la democracia moderna: un órgano que escudriña cotidianamente la realidad, que establece códigos más o menos rigurosos para el trabajo de reporteros y opinadores; un organismo de profesionales que define ciertas prioridades en el debate público. Una báscula de hechos y una brújula ideológica. Starr recoge una idea de Walter Lippmann, el gran publicista americano: antes de llegar a la redacción de un periódico, la información es chismerío, rumor, sospecha, recelo. La labor de un diario es transformar esos vapores en ladrillos del conocimiento común. Los indicios se transforman en información, las sospechas se verifican, las denuncias se someten a prueba. Por eso sugería Lippmann que el periódico era la biblia de la democracia: el único documento que todos deben leer diariamente.
En el periodismo, Lippmann veía un sacerdocio riguroso del que dependía la sociedad libre. El instituto que le permitía discernir el rumor del hecho. El periódico sirve para conocer los resultados del futbol, para seguirle la pista al gobierno, para enterarnos de la aparición de un libro o la visita de un cantante, para escuchar denuncias, para aquilatar propuestas. También sirve para limpiar vidrios, para empacar pescado, para proteger vasos en una mudanza, para recortar palabras para la tarea de la escuela, para hacer una piñata, para matar mosquitos, para prender una fogata, para calzar una mesa, para recoger la caca del perro o para formar una espada para niños. Para todos esos usos pueden imaginarse reemplazos. Para lo que no existe un sustituto claro es para esa institución que ofrece un servicio público. Detrás del diario hay una empresa, detrás de la empresa, una institución. Esa institución es indispensable para el debate público, para la rendición de cuentas, para la vigilancia de los poderes. La multiplicación de los espacios independientes es valiosa pero no puede pensarse como sustituto de un órgano profesional, relativamente centralizado, que sistematiza y pondera información, que comisiona investigaciones complejas, que impone a sus profesionales un código estricto. El periódico tendrá que reinventarse porque el periodismo profesional es imprescindible.
Jesús Silva-Herzog Márquez (México, 1965). Ensayista mexicano autor de El antiguo régimen y la transición en Mexico, Andar y ver y La idiotez.
Posted: April 17, 2012 at 9:14 pm