Final
Antonio Ungar
Suspiros.
Palabras como moscas diminutas que no acaban de aparecer en su cabeza. Los codos apoyados en el escritorio, los ojos cerrados, la blusa y el sudor frío bajo la blusa y la piel blanquísima y el dulce olor de sus propias axilas. Marta así, creyéndose linda, mirándose desde afuera, incapaz de describirse. Marta un segundo antes del final: en actitud trágica, inclinada sobre el papel, convencida de estar a punto de ver por fin aparecer la frase definitiva, la mejor.
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Pero está también el maremoto.
Ruge, arrastra los muebles del cuarto, los tapetes, los objetos ingeniosos de Marta, la desesperación notable de sus cosas, el olor de sus axilas y su actitud trágica. Una pared de agua maciza y en movimiento empujada por un océano que estampa a Marta, piel y peso, contra el muro cerrado un instante después de que el aire ha huido despavorido, partículas que ya no están, terror de ese mundo que en menos de una milésima de segundo desaparecerá haciéndose sopa. Brevísimo ruido premonitorio, antes, al que la pequeña Marta (tan concentrada en su frase coja) no prestará ninguna atención, ruido que el cerebro diminuto de Marta, más rápido que todo el mar, descartará por poco verosímil, por de mal gusto.
Las palabras y las comas y los puntos y los acentos de su frase coja volarán entonces, al final, como partículas de polvo imposibles, en la cresta de esa ola descomunal que no cabe entre las cuatro paredes, las tres, las dos, el cielorraso macizo, el piso endeble, la caja destrozándose, toneladas de agua pasando un segundo por el cuarto de Marta y estampándola contra el último muro, ya sin ideas, sin escepticismo, convertida en un cuerpo: tetas y dedos y brazos dislocados, rotos, y su coño el de Marta abierto en una pirueta imposible, manos ahora sí desesperadas agarrándose de nada y después carne: huesos aferrando esa carne y partículas de huesos y caldo de Marta, la sangre de Marta hecha caldo y disuelta para siempre, invisible, y todo eso en menos de una milésima de segundo (alimento de pescaditos despistados, coloración de las profundidades y de las superficialidades, el gran océano en paz).
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Marta no se llama así. Es el suyo un nombre artístico, en el peor de los sentidos.
Se llama Silvia Torres, mucho antes del maremoto. Después es caldo. Todo el mundo lo sabe, que se llama Silvia Torres, Marta, en el pasado, así es que ella siempre deja la duda acerca del origen de su nuevo nombre (¿entregado por una madre anciana en un sombreado y caluroso patio de provincias? ¿marcado en su piel como un latigazo? ¿escupido por otro artista sin miedo? ¿nada? ¿sólo un sonido y unas letras, Marta, la mejor de las hipótesis?). Deja la duda Marta, que no se llama así, y es invariablemente lo primero que les hace a esos hombres que se lleva a la cama. Los mira con escepticismo, con aire de superioridad, con el miedo de un complejo profundo y triste que sólo notan los más sensibles antes del sexo con Marta, temerosos, y después del sexo, ya aterrados.
Marta, escondida en sus huesos, sin nombres ni apellidos por innecesarios. Desnuda, perrito triste y flaco y sin pelo, levantándose agotada para fumarse un cigarrillo de espaldas y con las piernas ligeramente abiertas, mirando todo lo que no está detrás de la ventana. Marta antes del maremoto que la matará, obsesionada a su pesar, o no: con mirarse por fuera, con llamarse de otra manera, con temblar y ser nada, con ser solamente sus huesos y su coño y su tristeza, que tampoco son tales. Silvia Torres o Marta o Silvia Torres. Tiembla antes de que la penetren y tiembla mientras la penetran como a punto de morirse, apretando con todas sus fuerzas las piernas del penetrador, su culo con esas sus piernas de rana blanca, abrazándolo en caída libre como si ya supiera que él se irá o se morirá al matarla, y está cada vez más fría y temblando cuando pone su ridícula cara de tragedia.
Los menos sensibles sólo terminan dentro de ella, extraña rana, y después la acarician y la besaban en la nuca o en un hombro para no destacar en la escena de la desdicha mutua. Los más bestias la ponen bocabajo, se sientan en sus piernas, la tienen sujeta de la nuca contra la almohada, y la golpean con la pelvis en el culo, sintiendo que tienen una verga monumental aunque no tengan nada, convencidos de que a ella le gusta eso, convencidos por un instante de picor y luces que están los dos en una película porno o en una película porno mejorada, porno al infinito y al vacío (ella está siempre, antes del maremoto, en una película: en otra muy real y pequeña, en la peor, y gime como el perro calvo que es y se corta con los vidrios, en su película, y le hace pensar al bestia que todo eso está ahí, que ellos son esos músculos, esa piel mojada, ese coño irritado, ese no mirarla y mirarse del penetrador, respiración y peso de toro, embestidas y gemidos).
Los más sensibles, que la miran con tristeza en la caída, no hacen nada, huyen. Ven el vacío de Marta, el terrible vacío detrás de su nombre, ese hueco insondable en sus tripas, a punto de envenenarla y de tragárselo todo, y se van.
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La más feliz de las muertes, la de Marta.
Caldo en el caldo, desaparecer, ser nada otra vez.
Posted: January 6, 2015 at 5:35 am