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Donald Trump: íncubo del talk show, Frankenstein del reality show

Donald Trump: íncubo del talk show, Frankenstein del reality show

Naief Yehya

Confesionario de multitudes

Uno de los atributos más fascinantes que ofrecía la televisión desde sus orígenes era mostrar sin justificaciones narrativas la ridiculez humana como entretenimiento masivo. A diferencia del cine, la tele podía despojarse de protocolos, restricciones formales, limitaciones éticas o convenciones estéticas y, gracias a su capacidad técnica de “generar contenido” a partir de lo inmediato, se entregaba al regodeo de divertir con lo simple, lo gratificante y lo abrupto. Se trataba de un conducto ideal para la confesión jocosa y la hilaridad a costa de las debilidades, ignorancia, temores y absurdos de los demás. La pantalla casera era a la vez imaginada como un podio prodigioso, como el sinónimo de la fama y el éxito instantáneo, así como el patíbulo de la dignidad.

La televisión, siguiendo el ejemplo de algunos programas de la radio, ofrecía la flexibilidad necesaria para presentar shows que en vez de guión presentaban a personas aparentemente comunes que se revelaban interesantes y singulares por su idiosincrasia, su apariencia, sus gustos u obsesiones. El talk show, o programa de entrevistas, conversación, confrontación y debate surge como un recurso con el que los productores, con un mínimo de presupuesto, podían convertir a cualquier hijo de vecino en un ser extravagante, repugnante o aterrador con tan sólo hacer las preguntas correctas y dejarlo exponerse. 

El pudor y la euforia

Desde los orígenes de la televisión ha habido talk shows en una variedad de formatos, horarios e intenciones, sin embargo, a partir de los años 80 surge una vertiente de programas que trataban temas atrevidos que lograron apasionar a los teleauditorios en buena parte del mundo. En 1964, Les Crane, se adelantó a su tiempo con su efímero programa nocturno; en él se atrevió a presentar hombres homosexuales (aparentemente se negó a incluir lesbianas, por considerarlas demasiado provocadoras), actores negros y músicos de folk, personalidades que no tenían cabida en los programas convencionales de la época y que, eventualmente, llevaron a los ejecutivos de ABC a cancelar el show a pesar de que los ratings no eran del todo malos

En 1970 Phil Donahue debutó un programa en el que conducía la discusión entre un panel de invitados y un público en el estudio, corriendo entre el escenario y el auditorio para dar el micrófono a quien lo pidiera. Este formato y la dinámica de Donahue revolucionaron el género al empujar las fronteras de la tolerancia y poner en la pantalla a racistas, ateos, satanistas, fanáticos de todos colores y personas que confesaban una variedad de desviaciones sexuales. En ocasiones la conversación, confesiones y discusión tenían cierta profundidad emocional y hasta intelectual, pero en gran medida el éxito radicaba en la muerte del pudor y la euforia sensacionalista. Durante la década de los 80 aparecieron docenas de programas que copiaban el estilo del show de Donahue, incluyendo el estridente Geraldo Rivera, quien luego se convirtió en comentarista político para el canal Fox News. Geraldo tuvo el extraño privilegio de ser el primer conductor al que sus invitados le rompieron la nariz frente a las cámaras en un pleito entre neonazis y anti fascistas. A partir de ese show aparecieron otros más agresivos, más ridículos y dementes como el de Jerry Springer, con lo que algunos comenzaron a llamar a estos programas dedicados a manosear obscenamente tabús: tabloid talk shows y trash talk shows.

El purgatorio de la vergüenza

Estos programas se volvieron un muestrario de horrores domésticos y una especie de terapia grupal de choque a nivel nacional, donde se exponía la disfuncionalidad familiar, nacional y mediática. El éxito fue tal que gente que usualmente hubiera ocultado sus vergüenzas y penosos secretos se atropellaba por hacer revelaciones escandalosas sobre sus conflictos personales, infidelidades, malformaciones o creencias bochornosas. También fue en estos foros donde las teorías conspiratorias más diversas y enloquecidas, que usualmente eran patrimonio de individuos y grupos marginales (a veces patológicamente obsesivos), comenzaron a discutirse frente al publico de masas. Y de esta manera se fue configurando una expresión contracultural que en nombre de la transparencia total fetichizaba y construía dramas a partir de deseos poco convencionales y creencias poco populares.

Es cierto que estos programas normalizaron a las minorías étnicas, sexuales, así como a los incapacitados, y fueron un catalizador del cambio social que provocó un aumento de la tolerancia y presencia de gente que usualmente era invisible en los medios. En particular la comunidad LGBT obtuvo un reconocimiento sin precedentes, en gran medida por el morbo que despertaba, pero sus historias se volvieron parte de todas las historias y dejaron de ser percibidas por las masas solamente como anécdotas sórdidas de seres depravados. Los homosexuales y los disidentes sexuales de pronto tenían rostro humano y podían exponer en sus propias palabras los dilemas que enfrentaban en su vida cotidiana. Asimismo, estas emisiones trataban de poner en evidencia el absurdo de los fanatismos y extremismos que pregonaban el odio, la segregación, la admiración de seres infames o la negación del Holocausto. Aunque al condenarlos y denunciarlos también se les daba a esas ideas una plataforma mediática nacional.

La cuna de las políticas de la identidad

Lamentablemente la función social de estos programa quedaba sepultada bajo sus ambigüedades morales, así como su persistente búsqueda del factor de shock, y la hipocresía endémica de un sistema que buscaba la humillación y el linchamiento bajo el disfraz de apertura y empatía. El formato era por lo tanto extremadamente confuso, además de que la necesidad de ratings y la creciente competencia fueron torciendo el canon cínicamente hacia las anomalías sexuales y el freak show, espectáculo en el que los individuos que presentaban sus secretos eran exhibidos como fenómenos de circo. Ahora bien, estos programas fueron en cierta forma el laboratorio de las políticas de la identidad, que ahora se ha vuelto un asunto cultural dominante y controvertido. Es decir que las luchas por los derechos en la sociedad se reducían a las reivindicaciones particulares de grupos identificados por aspectos de su identidad cultural, racial, genérica, sexual y otras. Estas percepciones y puntos de vista que resultaban inaceptables para muchos sectores conservadores y religiosos, tuvieron gran influencia en la elección presidencial que ganó Donald Trump.

Así como el talk show abrió el repertorio de asuntos inconfesables que podían ser llevados a la tele, también provocó una reacción de parte de aquellos que veían en esas perversiones las señales de la decadencia e inminente colapso del imperio americano. Para los conservadores que veían estos programas con pánico, se trataba de señales inconfundibles de que el “relativismo” cultural de la izquierda estaba destruyendo al país. El talk show reflejaba para las masas el espectro de aquello que denominaban “corrección política” y que entendían como una compulsión a aceptar pasivamente las diferencias de los demás y a avergonzarse de la cultura anglosajona, heterosexual y blanca. Así, cumpliendo con la tercera ley de Newton a una acción se opuso una contra reacción de igual magnitud pero de efecto contrario.

Y entonces rompieron la realidad

Eventualmente, como sucede con todas las modas, la euforia por los talk shows fue disminuyendo y hacia mediados de la década de los 90 buena parte de estos programas fueron perdiendo a su público y desapareciendo. En su lugar surgió una nueva variante: el reality show, el cual inicialmente tenía la forma de programas como Big Brother y Survivor, los cuales fueron muy exitosos internacionalmente. Aquí se trataba mucho menos de un confesionario o un espacio de debate y era más un muestrario de la ambición y abyección humana. El egoísmo, la manipulación y la traición se volvían méritos en la conquista de un triunfo frívolo pero legitimado por las cámaras. Ser despiadado con otros contendientes no siempre era una estrategia ganadora pero muy a menudo comportarse como el villano aseguraba una cierta dosis de fama que incluso en ocasiones duraba un poco más de los proverbiales 15 minutos warholianos.

En enero de 2004 se estrenó la serie The Apprentice, un programa de concurso de la cadena NBC, en forma de reality show que se presentaba como “la máxima entrevista de trabajo”. La serie se apoyaba en la fama del magnate de bienes raíces y playboy neoyorquino Donald Trump, quien trataba de recuperarse de una serie de escándalos financieros y aparatosos fracasos económicos. Ahí se creó uno más de los personajes de Donald Trump: el de un ejecutivo con aplomo y carácter que emplea su sabiduría empresarial para despedir y contratar subalternos, así como para evaluar proyectos. En el programa, el mundo corporativo entra en colisión con los juegos y competencias de descalificación que definen al género. La trama es derivativa y en gran medida es una plataforma para promocionar la mentalidad mezquina y usurera de Trump, y sin embargo el programa lo proyectó a un estatus de fama mundial superior acompañado de su frase: “You’re fired!”, “¡Estás despedido!”, la cual era absurda ya que los participantes no eran sus empleados sino que supuestamente estaban solicitando un empleo. Sin embargo, la actitud autoritaria y la crudeza de ese exabrupto conquistó a millones de personas, muchas de las cuales en los 14 años que duró el programa perdieron a su vez sus empleos (especialmente durante 2007 y 2008, los catastróficos años de la crisis financiera). Al show original siguieron varias secuelas, entre las cuales la más exitosa fue Celebrity Apprentice, en la que participaban celebridades menores. En esta farsa no se mencionaban las seis veces que Trump ha declarado bancarrota, ni la infinidad de campañas y productos desastrosos que ha lanzado con su nombre. Sin duda esos fracasos hubieran dado lugar a un show televisivo mucho más entretenido y aleccionador.

El 14 de agosto de 2015, NBC anunció que daba por terminada su relación con Trump después de que declaró en su primer discurso de campaña que los mexicanos eran violadores y criminales que traían drogas a los EUA. El director de NBC Entertainment, Robert Greenblatt, dijo que mientras él estuviera en su puesto nunca más trabajarían con Trump, independientemente de que ganara o perdiera la elección. Ahora que es un hecho que el programa regresa al aire en ese mismo canal, los acuerdos se han hecho a través de la empresa MGM que distribuye el programa y no NBC, la cual ha guardado discreto silencio.

Parásitos de los media

Trump ha declarado en más de una ocasión que él recibe su información y noticias de “los shows”. No es difícil ver que este personaje, que aparentemente no ha leído un solo libro completo en su vida adulta, es un engendro de la televisión, educado sentimental, política y moralmente por los talk shows. Este político improvisado que encontró en Twitter una prodigiosa herramienta de proselitismo, ha fortalecido sus fantasías conspiratorias y su visión maltrecha de una nación al borde del colapso en las regiones más sórdidas de internet, en donde la extrema derecha, renombrada alt-right, comparte y discute sus creencias y estrategias. Es ahí donde su mensaje nativista, misógino y xenófobo ha entrado en resonancia con una base conservadora que tiene sueños húmedos de un régimen autoritario, intolerante y de pureza racial que conduzca al país a la grandeza imaginaria de los años previos a la abolición de la esclavitud o por lo menos a la ilusión de suntuosidad y respeto que dominaban antes de la guerra de secesión. Y estos seguidores muy probablemente son aquellos televidentes que aullaban y se horrorizaban (pero seguramente no dejaban de ver) el carnaval de fenómenos de los talk shows. Fue ahí donde muchos de los votantes que llevaron a Trump a la Casa Blanca aprendieron a odiar la degeneración que pregonaban los medios masivos. Por supuesto que esto parece una simplificación demasiado fácil de los motivos de 51 millones de ciudadanos, pero basta ver el entusiasmo y fe que le tienen a su líder para entender que independientemente de cualquier otro factor que los haya llevado a votar por él, existe una poderosa comunicación y comunión entre el líder y la masa que va más allá de la ideología o los programas políticos. Hay un auténtico ejército de fanáticos dispuestos a la acción directa, desde amenazar de muerte a periodistas y políticos hasta golpear asistentes a mítines. Trump por un lado explotó el temor y rechazo a la idea de la diversidad mediatizada y por el otro sacó enorme provecho de haber sido parte de ese mismo espectáculo de freaks.

En la cacofonía estridente de la gritería de los talk shows la noción de una sociedad post factual comenzó a tomar forma. Este es un mundo donde todas las opiniones pueden ser igualmente válidas en la medida en que un auditorio enfebrecido grite lo suficiente para que lo sean. Los mítines de campaña de Trump tenían una calidad circense de continua indignación y denuncia, así como el sabor rancio y novedoso de agresión y nostalgia neofascista. Ahí las promesas sin substancia ni sentido común eran recibidas con fervor religioso, con la esperanza de que el pasado se volvería futuro de progreso. Trump no es un estudioso del espíritu humano, pero tiene un instinto agudo para manipular y entender lo que la gente quiere, y eso fue algo que los expertos no pudieron entender. Trump está en sintonía con las fantasías e ilusiones de un pueblo criado con fuertes dosis de la irrealidad que pregonan los reality shows. Él sabe como arengar a una turba con exaltaciones e insultos, como hacerlos parte de esta embriaguez exótica que es su retórica populista. 

Atrapados en la Dimensión Desconocida©

Fue muy revelador de la mentalidad del próximo presidente la forma en que mantuvo el suspenso al respecto de la elección de los miembros de su gabinete, un proceso que convirtió en un espectáculo fatuo, donde premió y castigó a los aspirantes y aduladores, a los cuales hizo desfilar por un ritual comparable a la visita a un soberano. Y en donde puso a competir por su aprobación a políticos, empresarios, financieros y militares, al tiempo en que las cámaras cubrían parte del proceso como si se tratara de episodios de El Aprendiz.

Trump anunció, mientras seleccionaba a las personas que integrarán su gabinete, que seguirá produciendo el show al que le debe tanto: The Celebrity Apprentice, el cual regresará al aire después de dos años de ausencia. Resulta paradójico y muy revelador que por un lado Trump ha asegurado que se desentenderá de sus negocios, los cuales dejará a sus hijos, pero no soltará las riendas de sus intereses en la farándula televisiva. No queda claro si puede diferenciar entre el reality show y la realidad a secas, así como es imposible saber qué tanto estará involucrado con el programa, pero resulta inquietante pensar en un presidente de medio tiempo que se ocupe de los asuntos de la nación cuando no esté promocionando sus desarrollos turísticos, sus inversiones en bienes raíces o sus aventuras mediáticas. No obstante, ya nada parece demasiado absurdo para la dimensión desconocida en la que el mundo parece haber quedado atascado desde que Trump anunció su campaña presidencial, el 15 de junio de 2015 en el lobby de ese agujero negro de la coherencia que es la torre de mármol y fierros dorados que lleva su nombre en la quinta avenida de Manhattan.

*Imagen de portada de Gage Skidmore

Naief-Yehya-150x150Naief Yehya es narrador, periodista y crítico cultural. Es autor, entre otros títulos, de Pornocultura, el espectro de la violencia sexualizada en los medios (Planeta, 2013) y de la colección de cuentos Rebanadas (DGP-Conaculta, 2012). Es columnista de Literal y de La Jornada Semanal. Twitter: @nyehya

 

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Posted: December 19, 2016 at 10:09 pm

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