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Graham Greene: los caminos sin ley (III)
COLUMN/COLUMNA

Graham Greene: los caminos sin ley (III)

Tanya Huntington

Como exploré en mis dos columnas anteriores, Graham Greene, un autor cosmopolita en ciernes, creía que su experiencia en México se iba a concretar de manera fluida, como si no hubiera nada que descifrar. Previsiblemente, a lo largo de su viaje no logra hacerse entender bien, pero en lugar de sentirse decepcionado él mismo, declara que lo que lo ha decepcionado es el país. En los grandes poblados, cae directo en las trampas turísticas y, en los pequeños, se aburre. Entonces, por supuesto, no entiende nada de lo que sucede y su rechazo es absoluto. Se sorprende cuando el obispo de Chiapas, a quien entrevista en la Ciudad de México, no puede (o no quiere) recomendarle un guía que lo lleve a San Cristóbal de Las Casas. A partir de allí, todo se vuelve amebiosis aguda, curios vulgares, insectos molestos, problemas de transporte y el “pelo azabache, dientes de oro y ojos cafés lerdos de los mexicanos”.[1]

Igual que D.H. Lawrence, Greene no logra siquiera comulgar con el primer pacto de entrada de cualquier cultura: la comida. Encuentra francamente asquerosa la cocina mexicana, y la escribe desde el horror:

El almuerzo estuvo horrible; como el alimento que se come en un sueño, desabrido en un sentido positivo, desde el cual hasta la ausencia misma del sabor es repelente. Toda la comida mexicana es así: si no pica con salsas, no existe en absoluto más que como un montón de platos que se avientan de manera simultánea a la mesa, para que cinco de ellos se vayan enfriando mientas uno come del sexto; pedazos de carne anónima, un plato de frijoles, pescado del que el sabor del mar fue exprimido hace mucho tiempo, arroz mezclado con lo que parecen ser gusanos —y quizás sí lo sean—, una ensalada (peligrosa, siempre le advierten a uno, y durante mucho tiempo haces caso a la advertencia), un montoncito de huesos y pellejo que llaman pollo –la procesión de platos que se enfrían se extiende sin fin hasta el borde de la mesa. Después de un rato, tu paladar pierde su capacidad de discriminar; el hambre te conquista; y de manera tibia, incluso comienzas a anticipar la comida. Supongo que, si vives el tiempo suficiente en México, comienzas a escribir como la señorita Frances Toor –”La cocina mexicana apela tanto al ojo como al paladar”. (Todo es de un horrible rojo y amarillo, verde y café, como los bordados artísticos o el tipo de cojines que son populares entre las aristócratas decaídas de los salones de té de Cotswold).[2]

El tequila es un “schnapps bastante inferior”.[3] En cuanto a la pobre tortilla, descrita con tanto cariño por Salvador Novo como “nuestra cuchara comestible y el seguro tenedor para el cuchillo de nuestros dientes”,[4] nunca ha sido tan vapuleada. No pasa de ser un “panqueque plano y seco con el cual se come todo en el campo mexicano”.[5]

Claro está que como extranjero, cuando uno anda de viaje, siempre van a existir platillos ante los cuales uno titubea. Confieso que yo misma llevaba más de veinte años en México antes de atreverme a probar los jumiles, aquellas pequeñas chinches que se comen vivas, para dar un ejemplo (saben a menta, lo cual ciertamente no me esperaba, dado que en inglés son conocidos como “stinkbugs“, o bichos apestosos). Como sea, podría decirse que, si un viajero no es capaz de disfrutar ni un ápice la comida de un lugar, difícilmente va a disfrutar su experiencia en el extranjero, o comprender a la gente con la cual se topa en el camino, que ingiere, disfruta y se sostiene con aquellos alimentos.

Como señalé al principio de esta columna, Greene equipara la negación oficial de la religión practicada por la vasta mayoría en México a la prohibición de la fe católica en Inglaterra bajo la reina Elizabeth en el siglo XVII. Sin embargo, nunca se pregunta qué pasaría si los españoles hubieran enviado a un autor espía durante las secuelas de esa prohibición a investigar el estado de la fe católica subterránea de manera incógnita, sin contactos y sin poder manejar el idioma local. Al imaginar las consecuencias de tal imprudencia, podemos concluir que a Greene en realidad le fue bien, y que tuvo mucha suerte al salir con vida de su periplo temerario por un país devastado por décadas de guerra civil. Como él mismo percibe en Veracruz, más bien lo consideran como una especie de bufón:

Y mientras compraba el boleto en la agencia marítima, nuevamente tuve la sensación inquieta de que me consideraban un tonto –o un ignorante; parecían estar hablando acerca de mí entre sí con lástima y riéndose, pero más que nada riéndose.[6]

A fin de cuentas, el México socialista no aplica el temido artículo treinta y tres a este infiltrado procatólico, como él mismo temía, ni lo asesina en alguno de esos caminos sin ley. Simplemente lo considera como un ridículo –algo que califica, quizás, como la peor pesadilla de cualquier emisario de un imperio que se cree superior.

Pero quizás lo más insólito de la relación entre Greene y México no sea la supervivencia del autor, sino el giro que logra dar cuando esta crónica tan miope se convierte un año después en una novela que se considera como obra maestra suya, aunque siga cargando en cierta medida con el lastre de la mirada sesgada de su creador. Por ello, dedicaré mi siguiente colaboración al poder transformador de la ficción que se aprecia en El poder y la gloria.

 

Notas

[1] En el inglés original, “raven hair, gold teeth, and the dumb brown eyes of Mexicans,” Ibid, 113. “Dumb” también puede querer decir “mudo”, pero dentro del contexto de esta crónica, me parece válida la otra connotación que tiene de “poco inteligente”.

[2] “Lunch was awful: like the food you eat in a dream, tasteless in a positive way, so that the very absence of taste is repellent. All Mexican food is like that: if it isn’t hot with sauces, it’s nothing at all, just a multitude of plates planked down on the table simultaneously, so that five are getting cold while you eat the sixth; pieces of anonymous meat, a plate of beans, fish from which the taste of the sea has long been squeezed away, rice mixed with what look like grubs—perhaps they are grubs—a salad (dangerous, you are always warned, and for a long while you heed the warning), a little heap of bones and skin they call a chicken—the parade of cooling dishes goes endlessly on to the table edge. After a while your palate loses all discrimination; hunger conquers; you begin in a dim way even to look forward to your meal. I suppose if you live long enough in Mexico you begin to write like Miss Frances Toor—”Mexican cooking appeals to the eye as well as to the palate.” (It is all a hideous red and yellow, green and brown, like art needlework and the sort of cushions popular among decayed gentlewomen in Cotswold teashops.)” The Lawless Roads, 31-32.

[3] “a rather inferior schnapps”, Idem, 34.

[4] Artes de México, “Mitos del maíz”, junio de 2006.

[5] “They gave us tortillas—the flat dry pancake with which you eat all food in the Mexican country (…)”, The Lawless Roads, p. 135.

[6] “And buying the ticket in the shipping office I again had the uneasy feeling that I was regarded as a fool—or ignorant; they seemed to be talking about me among themselves with pity and amusement, but chiefly amusement”, Ibid, 99-100.

 

Tanya Huntington is the author of Martín Luis Guzmán: Entre el águila y la serpienteA Dozen Sonnets for Different Lovers,  and Return. Her most recent book is Solastalgia (Almadía / UAA, 2018). She is Managing Editor of Literal. Her Twitter is @Tanya Huntington

 

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Posted: November 23, 2021 at 10:26 pm

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