Historia de Epidemiópolis, la ciudad del contagio perenne
Alejandro Badillo
Me hallaba errando como un extranjero en la Tierra, abrumada mi paciencia por la tiranía, la sofística y la hipocresía, cuando llegué a las costas de un país desconocido. Descendí de la nave que había sido mi hogar durante innumerables jornadas. Un ave miró mis pasos vacilantes en la playa. El calor inundaba con su fiebre las cosas: mi alforja, un catalejo medio oxidado y un montón de hojas amarillas, olorosas a humedad, pero que aún servían para anotar las incidencias de mi viaje. Caminé guiándome mientras el clima cambiaba, se hacía más frío, se enturbiaba. Estaba atento a cualquier estímulo: el lento fantasma de una nube o el primer bosquejo de una ciudad. Atrás quedaba la voz del mar, su vida blanca que me había llevado hasta esa zona.
Después de dos jornadas de viaje, a punto de agotar mis provisiones, llegué a una casa solitaria. Llamé a la puerta de madera. Escuché una voz de mujer murmurando algo ininteligible. Después hubo pasos que se acercaron a la puerta. Le dije que era un viajero fatigado, harto de los espejismos del mundo, y que necesitaba un poco de comida y descanso. Entonces, desde el otro lado, la voz de mujer se aclaró y, liberada de su peso, me dijo que había llegado a Epidemiópolis, la ciudad del contagio perenne. Añadió que, a partir de su hogar, había otros más, separados convenientemente para evitar contagios entre sus habitantes. No podía dejarme entrar, pero me ofrecería un poco de comida y agua para que pudiera seguir mi camino. Le agradecí extrañado y con vivos deseos por saber más de su historia.
Se abrió la puerta y una mano temblorosa empujó un par de frascos con conservas y una botella de vidrio con agua. Esperé a que la figura, embozada por la penumbra que proyectaba la casa, desapareciera. Imaginé que la mujer pasaba largas jornadas en soledad y que mi compañía, aunque lejana, la aliviaba. Al acabar un par de tragos que calmaron mi sed, la voz volvió: me dijo que en una edad antigua una feroz epidemia asoló todos los rincones de ese mundo. Los sobrevivientes de esa región, ancestros lejanos de ella, después de enterrar a sus muertos, trataron de seguir adelante con sus vidas. La enfermedad que había originado todo, siguió la voz, se había salido de control, como una bestia que embosca después de haber estado presa por muchos años. Quizás fue la soberbia de los hombres que subestimaron los contagios. Quizás fue que la humanidad de ese tiempo había llegado a un límite. Los que quedaron tuvieron periodos breves de prosperidad. Sin embargo, cuando creían que la maldición había terminado, la enfermedad regresaba para diezmarlos. No había medicinas ni estrategias para derrotarla. Cada vez que los últimos náufragos de la fiebre –unos puñados de dolientes– pensaban que había llegado su fin, el contagio se interrumpía y recobraban la salud. Varias generaciones vivieron para sufrir un exterminio que solamente se detenía cuando ya no había esperanzas.
La voz pareció menguar. Imaginé a la mujer recolectando, en silencio, los restos dolorosos de su pasado. Continuó su historia desde el otro lado de la puerta: sin más conocimientos que las leyendas orales dejadas por sus ancestros, confiaron en el destino y, acaso, en la frugal interpretación del clima y de los fenómenos celestes. Sin necesidad de acumular bienes pues la muerte podía llegar en cualquier momento, los avariciosos comenzaron a repartir los excedentes de su comercio. La única constante, para toda la población, fue la terrible certeza de que la pesadilla los seguiría. A pesar de eso, habitaron la ciudad sin interrupciones y reconstruyeron algunos edificios esperando que la labor les hiciera olvidar, aunque fuera por un momento, la amenaza que pendía sobre sus cabezas. Para entonces ya habían olvidado el primer nombre de la urbe y comenzaron a referirse a ella como Epidemiópolis, la ciudad del contagio perenne. Algún habitante escrupuloso grabó, en una de las calles centrales, que la enfermedad repetida una y mil veces era, en realidad, un mecanismo regulador, una cosecha de muerte necesaria para evitar que los habitantes de Epidemiópolis se fortalecieran, pensaran que Dios estaba con ellos, y salieran a conquistar el mundo. Era un equilibrio autoritario, es cierto, pero aceptado paulatinamente por todos.
La voz de la mujer se desvanecía e imaginé a una viajera luchando contra violentas rachas de viento. Antes de extinguirse, contaminada por una tranquila locura, alcanzó a decirme que la epidemia era la vuelta matemática de los astros, el eco monstruoso de una gota, la línea del mar que siempre vuelve, que erosiona la memoria y que desbasta las piedras hasta darles formas prodigiosas y continuas. La gloria sea con Aquél que no se nombra.
Alejandro Badillo, es escritor y crítico literario. Es autor de Ella sigue dormida, Tolvaneras, Vidas volátiles, La mujer de los macacos, La Herrumbre y las Huellas. Fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Ha sido reconocido con el Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela. Su Twitter es @alebadilloc
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Posted: July 12, 2020 at 5:37 pm