Essay
Introducción al método de Salvador Elizondo

Introducción al método de Salvador Elizondo

Adolfo Castañón

En marzo pasado falleció Salvador Elizondo, uno de los grandes de la literatura mexicana contemporánea. Nacido en México en 1932, es autor de Farabeuf (1965), obra fundamental para la literatura mexicana de la segunda mitad del siglo XX. Con dicho título obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia en 1965.

Entre sus libros más importantes están El Hipogeo secreto, Narda o el verano, El retrato de Zoé, Cuaderno de escritura, El grafógrafo, Camera lúcida y Elsinore.

Elizondo fue miembro de El Colegio Nacional, de la Academia Mexicana de la Lengua. En 1990 recibió el Premio Nacional de Literatura.

No, no lo creo, es muy peligroso. La autodefinición es prácticamente imposible. Yo mismo no sé quién soy. No estoy muy seguro de mi identidad. Creo que eso nos pasa a todos. No sabemos quiénes somos exactamente. Nunca he podido  clasificarme. Posiblemente, y sin darme cuenta, soy un humorista. Hay quien así me ha definido. Me he preocupado por
percibir las cosas de primera intención o con buena intención, con algo que podríamos llamar una inocencia artificial… No me desagrada que se hable de mí como “hombre de letras”. Prefiero, por supuesto, que se me defina de esa manera que como “mal escritor”. 
“Me preparo para morir”, entrevista de Alejandro Toledo, 19 de diciembre de 2002.

Salvador Elizondo encarna entre nosotros el mito del escritor puro y en su obra se actualiza soberanamente el mito de la escritura.

Pero existen varios “Salvador Eizondo”, varias formas de su manifestación.

1. En primer lugar, la instancia empírica y anecdótica, Elizondo como persona a la que se ha tratado con su fisonomía, sus gestos, la persona que funge como actor de su nombre y que pertenece a una generación, a una época y a un medio.

2. El autor o el escritor: el sujeto mental y libresco que abriga o congrega una serie de maquinarias verbales y de procedimientos retóricos, que han sido creados o recreados por él y que a su vez crean a su lector. Hablar de esa máquina de escribir es referirse también a una máquina de leer, a una variedad de métodos de lectura y de lecturas. Tanto en el caso de la persona anecdótica, del actor que es autor como en el del autor cuya representación es sólo su palabra, se tiene una experiencia directa que se traduce como “cuando conocí a…”, o como “cuando leí…”

3. Existe una tercera entidad que se sustrae al contacto personal: el autor como personaje de un teatro social o como protagonista de una cierta leyenda, estrella del rumor y sujeto del cotilleo fundado en las anécdotas producidas por la persona.

4. Un cuarto horizonte de manifestación de la legión llamada Salvador Elizondo lo constituyen la imagen producida por la suma de las lecturas, la suma de las recepciones.

5. Habría por supuesto un quinto horizonte de manifestación: el que pretende sumar la imagen derivada de las anécdotas vividas, la imagen proveniente de las diversas recepciones y los diversos comentarios suscitados por la persona y por la obra.

Hay que reconocer así que estamos ante el caso de alguien que no sólo ha producido una obra soberana dentro y fuera del idioma, sino que también ha procreado un personaje, fabricado una suerte de doble anecdótico capaz de protagonizar anécdotas y participar en aventuras. Cabe recalcar que tanto el escriba como su doble están unidos por un cordón espectral, el hilo de la escritura, en la medida en que la obra se levanta como un arco o una esfinge que actualizan, según decíamos al inicio, el mito de la escritura y el personaje, animando al mito del escritor específicamente puro.

Si Salvador Elizondo puede ser considerado símbolo de la escritura, hay que decir y reconocer que a su vez la escritura es un símbolo, aunque no podamos definir muy bien de qué. Símbolo de un símbolo, la escritura que emana Salvador Elizondo es un hecho especular y reflejo: el espejo de esta escritura refleja un mito que presupone tanto al espejo como la escritura. Hacer de la escritura un mito no deja de ser algo riesgoso: implica atribuir una carga religiosa a lo que para la mayoría de las personas sólo puede ser un instrumento de lo religioso o sea del mito.

Al elevar la escritura a una dimensión mítica y por tanto religiosa, el escriba rompe el pacto que gobierna las palabras y las cosas. Su opción no puede ser más corrosiva. Renuncia a la verdad para instaurar en su sitio una verdad inestable, deficiente, la verdad del lenguaje que requiere para cumplirse del ejercicio ascético del escritor —y el nuestro es un asceta— tanto como, o más, de la ascesis de la lectura. El lector de El grafógrafo sólo puede ser un logólogo —un catador de logos—, o un sofósofo —un conocedor de conocimientos—: un intérprete sin reservas capaz de hacer de su mente el espacio idóneo para que viva la cosa mental creada por el escritor. Hijo de su propia tautología, Edipo de sí mismo, Salvador Elizondo ha tenido la fortuna de contar con no pocos lectores y hasta la suerte de haber inventado una suerte de comunidad inconfesable, para emplear la expresión de Maurice Blanchot.

Una comunidad que ha sabido reconocer en el espacio mítico —y por ello espacio crítico— creado por Salvador Elizondo, una geografía mental donde sólo existe el poder de la imaginación. Esa geografía mental —pero toda geografía lo es: en la naturaleza no existen ni el paisaje ni la geografía— tiene horizontes y contornos precisos.

Los objetos verbales, las máquinas de letras —la escritura— fabricadas por Elizondo son autónomas y no necesitan de otros instrumentos explicativos que el entusiasmo crítico del lector. Sin embargo, no podríamos acercarnos al tema Salvador Elizondo o a Salvador Elizondo como tema si no intentásemos practicar una arqueología de sus lecturas.

Esa arqueología daría entre otros resultados uno no por previsible menos decisivo: el hecho de que Salvador Elizondo ha sabido construir una cultura literaria por demás adecuada para la realización de los propósitos del escritor. Dicho de otro modo, a Salvador Elizondo no sólo se le debe la existencia de una obra a la vez abierta y secreta sino la familiaridad con algunos autores de los que él, en cuanto mensajero de la escritura, se ha hecho estandarte y portador: Paul Valéry, James Joyce, Gustave Flaubert, Ezra Pound, James Boswell y el Dr. Johnson, William Blake, Gerald Manley Hopkins, Georges Bataille, Jorge Luis Borges, William Prescott, Octavio Paz, Louis-Ferdinand Céline, Stéphane Mallarmé. Abre esta lista el nombre de Paul Valéry: a mi juicio quizá uno de los méritos mayores de Elizondo sea el de ser uno de los lectores más penetrantes de Paul Valéry en cualquier lengua. Salvador Elizondo es sin atenuantes M. Teste en México.

Pero no se puede leer a Paul Valéry sin practicar un examen de conciencia intelectual. Leer a Valéry con los ojos abiertos es en cierto modo intentar la autopsia de nuestro propio cuerpo mental. El descenso a los infiernos se cumple ahí como un descenso al espejo.

Ese es quizá el gran tema de nuestro sujeto: la inmersión en el abismo de la dualidad simultánea. Inmersión por fuerza rigurosa, descenso que necesariamente habrá de realizarse more geométrico. El peligro de un proyecto literario como éste es la cristalización, pero Salvador Elizondo ha sabido eludirla jugando a las escondidas con su propio personaje, dejando, por así decir, plantado al lector de Farabeuf al publicar Elsinore, o desafiando al lector de El hipogeo secreto con la claridad errante de Camera lucida.

***

Durante uno de los actos de homenaje a Salvador Elizondo, José Emilio Pacheco esbozó un panorama de la vanguardia narrativa mexicana en la cual se inscribirían al menos las tres primeras novelas de Salvador Elizondo: Farabeuf o la crónica de un instante (1965), El hipogeo secreto (1968) y El grafógrafo (1972). Se trata del paisaje abierto por el nouveau roman francés y por la influencia de la narrativa experimental y vanguardista. Los albañiles (1969) de Vicente Leñero, las novelas de Julieta Campos (Muerte por agua, 1965), estarían en ese registro articulado por las empresas narrativas de Alain Robbe-Grillet, Marguerite Duras, Claude Simon, entre otros. Pero la modestia le hizo omitir a Pacheco una obra que en la forma y el trasfondo, el aliento y los procedimientos, tiene cierta afinidad con Farabeuf o la crónica de un instante: me refiero a Morirás lejos (1967), la novela fragmentaria publicada por José Emilio Pacheco dos años después de Farabeuf. No está en juego la influencia sino la sincronía. Más allá de las líneas nacionales, la narrativa de Elizondo habría que enmarcarla en el orbe iberoamericano junto a los ensayos de Alejandro Rossi, las novelas y relatos del español Juan Goytisolo, los venezolanos José Balza y Adriano Gonzáles de León, el cubano Severo Sarduy, el peruano Julio Ramón Ribeyro, la brasileña Clarice Lispector. En México, Elizondo se inscribe en una tradición que se remonta a las novelas de Contemporáneos, a las piezas narrativas de Torri, Reyes y Arreola. Pero todas estas referencias sólo ayudan a soslayar la singularidad de la obra de Salvador Elizondo. Una singularidad que por cierto no le ha impedido tener influjo en autores de las jóvenes promociones como son Javier García Galiano y Pablo Soler Frost cuyas construcciones narrativas no dejan de tener ecos y puntos de contacto con las de Salvador Elizondo.

***

El 6 de noviembre de 1970 apareció en el diario mexicano Excélsior una entrevista con Salvador Elizondo: “Hay que romper con el carácter demasiado ríspido del castellano”. En dicha conversación, realizada por un entrevistador anónimo en el contexto de un cursillo titulado “La autocrítica literaria”, el escritor mexicano sostenía diversos puntos de vista críticos en torno a las posibilidades del idioma castellano para dar expresión a la sensibilidad contemporánea. Para Elizondo “…la lucha del castellano, la lucha de América, como lo ha dicho Borges, es descorporizarlo, quitarle su riqueza sensual o relativa a los sentidos. Hay que desatenderse de la tradición del castellano e instaurar nuevas tradiciones, más propias; o sea, para lo que yo quiero decir, no cuenta con suficiente instrumental de lenguaje”. Para Elizondo la carga empírica y corporal del idioma castellano, que todo lo remite al olor y al tacto, lo exclu- ye de la posibilidad de desempeñarse con eficacia en el mundo de las operaciones intelectuales. Las declaraciones de Salvador Elizondo llevaban latente la promesa de la polémica pero de no ser por la generosidad crítica de la escritora costarricense Eunice Odio, se hubiesen perdido sin respuesta bajo los escombros del triunfalismo amnésico. En efecto, la escritora costarricense publicaría unas semanas después una “Carta a Salvador Elizondo” titulada “En defensa del castellano”. En realidad, la carta de Eunice Odio es una apasionada apología de la lengua castellana que a fuerza de contradecir puntualmente las declaraciones provocadoras e irónicas de Salvador Elizondo, deja intacto el debate abierto, la duda a propósito de si es posible expresar en castellano una experiencia estrictamente derivada de las operaciones intelectuales modernas. No pretendo entrar de modo alguno en ese debate que fue en última instancia, me parece, capcioso. Quisiera subrayar en cambio el hecho de que Salvador Elizondo, en el marco de un seminario a la autocrítica, haya puesto por delante su experiencia personal en torno a la insuficiencia del idioma español para la creación de artefactos poéticos e intelectuales. La conciencia de esa insuficiencia no es, en su caso, de índole ornamental: al igual que en Juan Goytisolo o en Severo Sarduy, hay en el autor de El hipogeo secreto una incomodidad profunda con el idioma que le toca emplear.

Esa incomodidad, reconozcámoslo, ha sido benéfica y le ha permitido renovar el idioma aun ahí donde parecería más difícil, en el ámbito de lo sensual y sensitivo (cfr. Elsinore). La insuficiencia del castellano será para Salvador Elizondo una experiencia indiscutible cuando intente traducir un capítulo de la novela de James Joyce: Finnegans Wake o el poema de Gerald Manley Hopkins: El naufragio del Deutschland.

La relación polémica de Salvador Elizondo con la lengua castellana no es un dato aislado. De hecho se podría decir que la historia de la literatura española y en particular la hispanoamericana a lo largo del siglo XX sólo se puede entender cabalmente a la luz de ese debate. La posición de Salvador Elizondo en esa discusión es singular, pues si de Guillermo Cabrera Infante y Juan Goytisolo a Julián Ríos y Carlos Fuentes se plantea una urgencia de recuperar el cuerpo a través de una restitución de la vivacidad oral, en el autor de Farabeuf se plantea la posición inversa, a saber, que la lengua castellana estaría excesivamente impregnada de connotaciones corporales, para no hablar de su complacencia en localismos muchas veces intransmisibles. Esta impregnación inhabilitaría o al menos dificultaría, en la perspectiva de Salvador Elizondo, la utilización del idioma para propósitos y operaciones estrictamente intelectuales y conceptuales. Más allá de las estaciones y desenlaces de ese debate, cabría sugerir que quizá sea precisamente dicha controversia la que puede dar la clave, el puente —en sentido arquitectónico y musical— entre la primera manera “abstracta” de Salvador Elizondo: Farabeuf, El grafógrafo, El hipogeo secreto, y la segunda, aparentemente más neutral y “realista”: Elsinore, Camera Lucida. Se conceda o no peso a este argumento, el lector habrá de admitir que Salvador Elizondo no sólo es el autor de una obra literaria abierta y abismal sino el creador cómplice —junto con Borges y Arreola— de una literatura, de un conjunto de modos de descifrar y transcribir lo real y lo espectral cuya eficacia se acrecienta con el paso del tiempo en ese ámbito mental que convenimos en llamar espacio literario.


Posted: April 5, 2012 at 5:46 pm

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