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Iván Krassoievitch: La retícula del mundo

Iván Krassoievitch: La retícula del mundo

Ricardo Pohlenz

Se traza una línea siempre; entre lo que está y no está, por ejemplo, o también, entre lo que se dice de una forma y no de otra. Es algo que se hace por convención, por comodidad, porque se espera que las cosas funcionen de cierta manera y no de otra, que estén en un lugar y no en el siguiente, más cerca o más lejos, más arriba o más abajo, según sea la intención de quien ha dispuesto las cosas de esa manera, según sea la intención de quien las busca en tal o cual lugar, o de tal o cual modo. La misma cosa, dispuesta un poco más allá, aun cuando siga estando en la misma mesa, barra, anaquel, repisa o vitrina puede volverse invisible, no porque no esté ahí sino porque no la vemos donde está porque no la vemos en el lugar donde esperamos que esté. Se traza una línea ahí, entre ver y mirar, en un sentido amplio, definiendo el ver como el apercibirse de una generalidad y el mirar como el apercibirse de los rasgos particulares de tal generalidad, podemos saltar de ahí a la línea que separa el mirar y el examinar, discerniendo entre el mero instinto por el detalle y el método que lo define o lo hace una cosa y no otra. Por ejemplo, se pueden ver más arriba, en un sentido general, dado que están dichas -o más bien, escritas- varias líneas separando y discerniendo cualidades y atributos específicos: ser en cuanto estar, y estar en cuanto eres dicho de una manera u otra, según quedes de un lado u otro de la línea, o más bien, según sea la sucesión de líneas que te separan y categorizan para colgarte, como ropa en ganchos, según tus diversas naturalezas, funciones y usos.

Lo que tengo ante mí, al hacer un objeto del tendido de ropa y hacer abstracción de su generalidad, es a los solteros de Duchamp. Igual podría haber llegado hasta aquí recurriendo a la rebanadora de carnes como una metáfora de desarticulación, pero más que estar frente a sus partes, estaría frente a sus momentos, en lo que viene a ser un símil entre la rebanada de embutido y el fotograma: la paradoja que separa lo sucesivo de lo simultáneo: el todo de sus partes, el signo de su significado. Es en esta paradoja, o más bien, en el vínculo que las constituye y separa, donde veo, miro, o me apercibo de las preguntas formales (donde se pueden incluir y no las preguntas de concepto) que han venido a definir la obra de Iván Krassoievitch. Les digo preguntas por no decirles preocupaciones o pendientes; he tenido –sin embargo– la tentación de hacerlo porque decirles así las acerca, las define, las hace más concretas que abstractas, y aún, al ser preguntas, son formuladas desde los límites que separan una convención de la siguiente. A lo largo de este párrafo, partiendo de la generalidad a la particularidad, he saltado de una tercera persona reflexiva a una primera persona en plural y de ahí a una segunda persona que me lleva, irremediablemente, a una primera persona en singular. La asociación que hago o puedo hacer entre los solteros de Duchamp, y, por ejemplo, los poemas sintéticos de Krassoievitch, puede parecer tan accidental y fortuita como intencional y derivativa. Nos encontramos (y aquí, vuelvo a ser inclusivo) frente a un agotamiento (en) general del estado de las cosas, un no-hay-nada-nuevo-bajo-el-sol que se repite de antiguo -la cita es bíblica- y que puede cantarse o recitarse como ronda infantil: 

 ¿Hace hace cuánto que lo nuevo dejó de ser nuevo? 

¿Hace hace cuánto que lo nuevo dejo de ser novedad? 

 Dicho sea así (con tonadita, por supuesto) para de ahí, volverlo, volvernos, volverte y volverme a inventar. Es justo aquí, no tanto en la necesidad de la reinvención como a partir de las líneas que quedan trazadas entre las distintas personas que he vuelto a enumerar, en el juego que resulta de la posible confusión de sentido entre persona y persona (como también de objeto y lugar) que (me) sitúo (como) el punto de partida: en la retícula, en lo que hace posible la retícula, sea como a priori, sea como meta a alcanzar. Las líneas se trazan, se dicen, se tienden, como redes –en el borde mismo que puede haber entre metáfora y abstracción- como signo que se desdobla –por no decir que se desborda- hacia lo concreto. Más que un signo, convirtámoslo en dispositivo: un interruptor en el que en lugar de “encendido” y “apagado” tenemos “abstracto” y “concreto”. Accionamos el interruptor una y otra vez, sin detenernos, hasta que los términos parecen confundirse, sin nunca llegar a hacerlo. Es el borde, o si se prefiere, la ilusión de borde que hay entre uno y otro –y aquí insisto en el símil con el interruptor de luz- donde está el territorio a partir del que Krassoievitch traza –pero también dice– las líneas que se tienden como redes de sentido –a veces literales– sobre objetos que acorrala –para seguir con las metáforas– hasta despojarlos de toda abstracción posible. Otra manera de decirlo, y con esto, estoy definiendo una poética: Krasoievitch le da peso a las palabras. Esto, por supuesto, no deja de ser una figura, decir que le da peso a las palabras es otra manera de decir que trabaja con el aspecto concreto de las palabras: la posibilidad o evidencia de su materialidad, más allá de su función. Para muestra, un botón: un campo claro tiene como contraparte un campo oscuro; si fuera un mapa, las rectas y curvas que definen el campo oscuro bien podría hacerse pasar por canales, estuarios y bahías. Estas líneas se continúan en palabras (o como palabras) que conforman –en cuanto líneas– un poema que, como continuación de las líneas que definen los campos, se desdice en su evidencia para convertirse en un elemento que, a pesar de la posibilidad de su diferenciación (insisto, las palabras continúan las líneas que definen los canales y estuarios) se asumen o integran al cuerpo general que define y articula la composición. Se dicen en cuanto lo demás, son trazos cuyo cuerpo y sentido se dice más allá de lo que son (o parecen ser) a primera instancia. Son y no son palabras. Son palabras porque se dicen como palabras, tienen una intención en cuanto tales, pero son también líneas que continúan o remedan las líneas que definen los campos dentro de la composición.

Pueden estar o no estar, dichas de una manera u otra, convertidas en líneas o trazos y cumpliendo –desde ahí– una función semejante o igualadora. Krassoievitch insiste en lo paradójico y va aún más lejos en la ironía de lo que dicen las palabras en cuanto tales, en lo que dicen aunque no se puedan ver, dichas en contexto, escritas sobre el lienzo para después cubrirlas (o tacharlas, si se prefiere) con el pincel. Son palabras que forman versos que constituyen poemas, mismos que no dejan de estar ahí, para verse, dichos como poemas, en tanto el hilo de pintura que los cubre se distiende como serpiente sobre el lienzo. Sable en campo de gules. Oro en campo de azur. Sinople en campo de sable. Invocar la heráldica aquí es –por supuesto– intencional. Los poemas tachados o pintados, vueltos a decir en tanto que su lectura posible es otra, funciona de manera semejante con los elementos que constituyen y se articulan dentro de (y como) la heráldica, en tanto elementos de representación: lo que dice un escudo y lo que es. Krassoiveitch desarticula los elementos que definen y constituyen un poema de la misma manera que se hace con los escudos: al negarles una evidencia más allá del gesto que los contiene, los esconde, y –por tanto– los define como objeto y representación. Los poemas se dicen como poemas más allá de las palabras que las constituyen, las trascienden –de una manera semejante, quiero pensar, a la heráldica– para decirse en un cuerpo de texto que se lee como abstracción de su objeto, pero también como su concreción, desde los usos generales de sus particularidades, que lo hacen un poema y no otra cosa. El gesto sustituye a la palabra, la dice como objeto, la transforma.

En lugar de palabras puedo utilizar objetos que dicen, en sí mismos y por convención, una cosa y la siguiente. Otro botón: de la misma manera en que desdice las palabras que constituyen los poemas para convertirlos en algo que se contiene a sí mismo más allá de lo que pueda decir, Krassoievitch adorna figuras prehispánicas con flores artificiales y pelotas de goma y las cubre con redes de colores para desdecirlas, subrayando su naturaleza –o más bien, los códigos que la definen– para conjurarla y así, trascenderla.

Así, en lugar de palabras puedo utilizar objetos que dicen, en sí mismos y por convención, una cosa y la siguiente. Otro botón: de la misma manera en que desdice las palabras que constituyen los poemas para convertirlos en algo que se contiene a sí mismo más allá de lo que pueda decir, Krassoievitch adorna figuras prehispánicas con flores artificiales y pelotas de goma y las cubre con redes de colores para desdecirlas, subrayando su naturaleza –o más bien, los códigos que la definen– para conjurarla y así, trascenderla. Las redes de colores emulan las redes de sentido que definen y actualizan estas figuras prehispánicas que, a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado se convirtieron en uno de tantos emblemas que han definido, para bien o para mal, el imaginario nacional. Sobreponiendo objetos y capas de sentido, Krassoievitch construye palimpsestos que ralentizan, relativizan y codifican sus particularidades en aras de lo general, de lo que las dice en última instancia: de lo que los pone de un lado u otro de la línea, buscando romper y amalgamar lo que constituye o define una cosa o la otra. Así, una regla rota con la rodilla no es ninguna de las partes que la constituyen o definen: es otra cosa. Puede estar dicha en cuanto al acto, los elementos que la constituyen y su consecuencia, y aún, irrepetible (y no), se dice como otra cosa, en la tensa figura que dibuja su reflejo, como cisne en un estanque. Es el acto en sí mismo, el acto de por sí, el acto que dice (y por tanto hace) más allá de toda potencia, que define el proceso y el lugar. Lo que sucede entre lo que se dice y se hace desaparece, en la ilusión de lo inmediato; eso que nos contrapone la semilla y el árbol en remedo del uno-dos que lanza el boxeador. Ese hiato que queda entre el recto de izquierda y el directo de derecha que se abre como salto (algo que bien puede confundirse con el salto de lo poético) desde la abstracción que se abre entre lo concreto y su posibilidad. Así, por dar otro ejemplo, cuando Krassoievitch transcribe las letras de las canciones de algunos álbumes (por lo demás emblemáticos y significativos) sobre papel usando una máquina de escribir, las encima una sobre la siguiente, hasta constituir amalgamas de texto (si cabe describirlas de esa manera) que emulan –como mandas– al mundo, negando sus contenidos al entregarlos a la ilusión –sólo es posible la ilusión- de lo simultáneo al presentarlos sobrepuestos, en un gesto que equivaldría a disponer una serie de tornamesas –ocho, diez, doce, según el número de pistas– a tocar todas esas canciones al mismo tiempo. Así como puede distinguirse una pista de la siguiente, se puede distinguir una letra de la anterior, en lo que constituye –en ambos casos– un muro de sentido(s sobrepuestos). Está el acto y su intención –el dicho y el hecho– como relato ejemplar que presenta o anuncia el resultado: el objeto final y el impacto que lo dice y lo constituye, en cuanto palimpsesto, como objeto hecho de tiempo, de capas que constituyen distintos lugares en el tiempo, como dispositivo que, en el desdecir que supone la sobreimposición –sea pintura, cartón o la tinta que dejan los golpes tipográficos sobre el papel (revolución para ser más claros)– no busca poner en evidencia el contenido de esas capas, dado que nos da –en primera instancia– la llave para poder hacerlo (ahí donde pone colores en lugar de letras nos presenta de antemano la clave de sus sustituciones) sino para poner en evidencia esos espacios temporales, esa mínima separación que parece existir entre un cuerpo de texto y el siguiente, y que permite, de nueva cuenta, a nuestra percepción –accionando el dispositivo de encendido y apagado– pasar simultáneamente entre los rasgos generales de la mancha y las particularidades que la definen. Lo que nos fascina es el salto entre las dos, que las impone y las sobrepone, las dice y las desdice, desde otro lugar (siempre desde otro lugar), mismo que surge o se genera entre la interpolación de los dos campos.

Quisiera poder decir esto con un diagrama de Venn, los dos campos y su interjección, pero no es posible, y no lo es precisamente por eso, porque -me temo- aun en ese pequeño cepo, lo que queremos atrapar se escapa y escurre por el hoyo –porque es también eso, un hoyo, el cepo que forma entre los dos campos– como liebre. Es este salto, el lugar de este salto, entre el tiempo y el espacio, entre lo que se dice y se hace, entre materialidad y representación, entre una línea y la siguiente, entre el blancanieves y la alicia, que tendemos una red sobre el hoyo (lo podemos hacer todos juntos o dejar que lo haga Krassoivitch). Una red que igual es una peluca (o una alfombra) que cubre el hoyo para ser otra cosa, para hacer otra cosa, cambiando la voz y los gestos para apercibirse de lo inaprehensible: decir el rayo de luz para tenerlo, para tenderlo como ropa, extenderlo como tapete que diga el recorrido, que lo diga y lo sea, como caminito para el trenecito que le da vuelta al bosque, que dice al bosque en una circunvalación, sin ser el bosque, sin ser la circunvalación o las vías que la trazan o el trenecito que lo recorre y lo acumula, repitiéndolo en distintos tiempos que se sobreponen en el imaginario a partir de un indicio que brilla –que luce, que estalla, que ciega– desde la percepción. Una cosa en lugar de la otra y otra en lugar de ésta, que se dice según sea la inclinación de la luz, como juego de espejos y lentes de aumento, dependiendo del cuándo, del cómo y del porqué. Es un portento porque es una máquina de sentido, si la accionas dice lo mismo aunque nunca lo diga igual, porque nunca es el mismo lugar, nunca está en el mismo momento. Descifrarlo es verlo. El objeto del deseo es el deseo sin más. Así, el objeto del poema es el poema sin más: el poema como objeto, lo que dice al poema sin más: quema al contacto, te lleva de largo, te llega de lado, se lleva en un canasto como pregunta, pendiente o ponderación.  

 

Ricardo Pohlenz es escritor, poeta y crítico. Ha colaborado en diversas publicaciones, entre las que destacan Flash Art, Art NexusVueltaLetras LibresErrrIcónicaMula Blanca, entre otras. Es autor del libro de relatos Lounge, los libros de poemas El azul del cieloCetacea Bac Kga Mon y el libro de varia invención La vocación de submarino. Conduce el programa “La vocación renacentista del mil usos” en radio.centrocultura,digital.mx e imparte el Taller de poesía visual en Taller Prosperidad.

 

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Posted: October 14, 2021 at 9:52 pm

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