Flashback
La memoria del edificio Ermita

La memoria del edificio Ermita

Ricardo López Si

Días atrás, en su habitual espacio de opinión en Reforma, Catón evocaba el viejo esplendor del Eje Central Lázaro Cárdenas, cuando solía ser una calle conocida como San Juan de Letrán, nombre, si cabe, algo más aristocrático. Borracho de nostalgia, hablaba de las carpas de espectáculos, la nobleza de las meretrices y la proliferación de los llamados pachucos. Me reconocí inevitablemente en sus letras. No fue hace mucho que me plantaba dos días a la semana afuera del edificio Río de Janeiro, en la colonia Roma, para admirar ese extravagante inmueble de ladrillo rojo. Las esquinas de la llamada Casa de las Brujas estaban rematadas por los cuatro insólitos torreones que describía Sergio Pitol en su novela El desfile del amor. Entonces me prometí que algún día viviría en un lugar con mística y, de ser posible, con historia.

Por razones más o menos fortuitas y amorosas, fui a parar al antiquísimo edificio Ermita, ubicado en el umbral del barrio de Tacubaya, en los límites de la Condesa, la Escandón y la San Miguel Chapultepec. Estando ahí, en la intersección que divide avenida Revolución de Avenida Jalisco, era difícil imaginar que Tacubaya fuera la Cuernavaca de su tiempo. Pero no la Cuernavaca residencial con más albercas que alma que aborrecía Fabio Morábito, sino una zona de veraneo frondosa, con ríos interiores, molinos, árboles frutales y hasta palmeras, distinguida como un paraíso rural.

Al ser el primer edificio de la historia del país concebido para usos mixtos, el inmueble que hasta hoy administra la Fundación Mier y Pesado abanderó a principios de la década de los 30, durante el siglo XX, el paso urbanístico y arquitectónico de México a la modernidad. Su diseño art déco y construcción estuvo a cargo de Juan Segura, pasante del despacho del brillante arquitecto y escultor francés Paul Dubois y sobrino de Isabel Pesado de la Llave, quien estaba casada con Antonio de Mier y Celis, cofundador del Banco Nacional de México. Como las fuentes sobre el año exacto de su edificación son diversas, conviene situarse entre 1928 y 1935 como el origen del emblemático rascacielos de 32 metros de altura.

Me conmovió la idea de vivir en el mismo lugar que el estalinista catalán Ramón Mercader. En ese mismo edificio orquestó el asesinato de León Trotski. No es aventurado afirmar que la vida en México del fundador del ejército rojo fue más convulsa que en cualquiera de sus numerosos exilios. Los flirteos con Frida Kahlo le ocasionaron más de un problema con su valedor diplomático y amigo Diego Rivera.

Me conmovió la idea de vivir en el mismo lugar que el estalinista catalán Ramón Mercader. En ese mismo edificio orquestó el asesinato de León Trotski. No es aventurado afirmar que la vida en México del fundador del ejército rojo fue más convulsa que en cualquiera de sus numerosos exilios. Los flirteos con Frida Kahlo le ocasionaron más de un problema con su valedor diplomático y amigo Diego Rivera, sus desavenencias ideológicas con Stalin propiciaron que el muralista David Alfaro Siqueiros participara en un atentado en su contra y su rol de prescriptor intelectual permitió que Mercader pudiera clavarle un piolet a traición, mientras revisaba algún manuscrito desdeñable. A mi arribo me instalé en el quinto piso, uno abajo de Mercader, por temor a represalias.

Es curioso cómo invariablemente los ermitaños —como tendré a bien llamarle a los residentes del lugar— sacan el pecho de orgullo por un elemento que generalmente pasa desapercibido: las coladeras. Cuenta la leyenda perpetuada por los ermitaños que fueron fundidas por el célebre Diego Rivera. El inconfundible grabado con su nombre respalda dicha teoría que, sin embargo, no deja margen a la probable colusión de un homónimo. No es fácil desmitificarlo cuando en notas de prensa, reportajes y documentales se alude al pintor y muralista como un fundidor de acero consagrado. La realidad es que, para desencanto de todos, Diego Rivera García, oriundo de Ayotzingo, es la verdadera mente maestra detrás de los curiosos ornamentos del edificio.

Viviendo en el Ermita también pensaba en Octavio Paz y su febril entusiasmo por la poesía de Rafael Alberti y la voluptuosidad de la mujer de éste, María Teresa León. No fueron pocas las veces que el autor de Piedra de sol visitó en «uno de esos minúsculos departamentos» al poeta gaditano durante su exilio para conversar sobre lo humano y lo divino, Quevedo, Neruda y García Lorca. Yo, a casi 85 años de aquellos memorables encuentros, percibí más bien poco el aura del mar de Cádiz, «revestido de armadura azul y jinete en un caballo de sal», que dejó a su paso una de las banderas de la generación del 27. Debió ser el olor a gas.

He de confesar que, en comparación, mi estancia no fue tan generosa en cuanto a historias. Aunque no puede decirse que se debiera a mi falta de voluntad. El fantasma del cine Hipódromo, inaugurado un sábado de gloria de 1935, el mismo día en que el país entero seguía los pormenores del exilio involuntario de Plutarco Elías Calles durante los albores del cardenismo, ya no amenaza en lo absoluto, y el elevador manual fue salvajemente automatizado. Los chilaquiles que están del lado de Revolución gozan de una popularidad a todas luces inmerecida, las tiendas de autoservicio de las esquinas son asaltadas religiosamente y las construcciones circundantes provocan un ruido ensordecedor.

Previo a la irrupción del virus, el jodido virus, solía caminar todos los días por Revolución, que, si evitabas la furiosa embestida del metrobús en Benjamín Franklin, en unos cuantos metros pasaba a convertirse en el circuito interior José Vasconcelos. En la embajada rusa doblaba a la derecha por Benjamin Hill hasta La Salle.

Previo a la irrupción del virus, el jodido virus, solía caminar todos los días por Revolución, que, si evitabas la furiosa embestida del metrobús en Benjamín Franklin, en unos cuantos metros pasaba a convertirse en el circuito interior José Vasconcelos. En la embajada rusa doblaba a la derecha por Benjamin Hill hasta La Salle. Luego cruzaba la diagonal de Patriotismo para internarme en la Condesa por Mazatlán, para después tomar Michoacán. Entonces podían ocurrir dos cosas: si el kiosko de la librería Murciélaga estaba abierto, alteraba mi rutina dramáticamente. De lo contrario, enfilaba rumbo a las fauces de una cafetería americana. Ahí podía sentarme en una de las mesas que dan al camellón sin tener que consumir esa bebida extrañamente sacralizada por la gente que hace todo menos conversar. En una de esas tardes que se eternizaban escribiendo un manuscrito que no se sabe bien si verá la luz o no, conocí a la entrañable escritora de origen sefardí, Rosa Nissán. Mis retornos estaban todavía menos dotados de épica. El éxito radicaba en evitar una fila kilométrica en las hamburguesas de Sotelo, afuera de la farmacia del edificio.

Los ermitaños corren el peligro de ser echados ilegalmente de sus hogares por la fundación, otrora filántropa, con miras a remodelar el edificio y sepultar su gloriosos pasado. Memoria histórica, le llaman. Exijamos un desalojo digno para todos. Yo tuve que huir semanas atrás. Me inquietaba mucho la cercanía de la embajada rusa.

Podría parecer que mis letras están estructuradas a manera de reproche, pero no cambiaría mi estancia en el edificio por nada. Ni siquiera los recurrentes viajes astrales de mis vecinos inmediatos, la indiferencia de los vigilantes y la precariedad laboral de Petrita, la encargada del mantenimiento, menguaron mi cariño por un lugar donde logré alcanzar la plenitud intelectual y consumar una relación sentimental maravillosa, con mejor suerte que el poeta y guionista buñueliano Manuel Altolaguirre con aquella cubana acaudalada. Esto, en realidad, buscaba servir de denuncia. Los ermitaños corren el peligro de ser echados ilegalmente de sus hogares por la fundación, otrora filántropa, con miras a remodelar el edificio y sepultar su gloriosos pasado. Memoria histórica, le llaman. Exijamos un desalojo digno para todos. Yo tuve que huir semanas atrás. Me inquietaba mucho la cercanía de la embajada rusa.

 

Ricardo López Si es coautor de la revista literaria La Marrakech de Juan Goytisolo y el libro de relatos Viaje a la Madre Tierra. Columnista en el diario ContraRéplica y editor de la revista Purgante. Estudió una maestría en Periodismo de Viajes en la Universidad Autónoma de Barcelona y formó parte de la expedición Tahina-Can Irán 2019. Su twitter es @Ricardo_LoSi

 

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Posted: August 16, 2020 at 3:42 pm

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