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La arquitectura de la guerra permanente

La arquitectura de la guerra permanente

Pablo Piceno

El tenue rededor del mundo (Conaculta, 2015)¸ de Julio Eutiquio Sarabia

El sepulcro es su morada perpetua 
y su casa de edad en edad, 
aunque hayan dado nombre a países. 

Salmo 48

1.

“En eso consiste la grandeza de un poeta: que consiga hacer algo con la lengua de su tiempo. La lengua en general, por un lado, pero también con la lengua poética en particular, un terreno acotado por las obras de los poetas y sus manifestaciones”, sostenía David Huerta en una entrevista concedida a Hernán Bravo Varela y Jorge F. Hernández.

Todos los grandes poetas han sido en sus versos contemporáneos de su tiempo, del habla de los días en que les tocó escuchar dos seres amarse, repartir el periódico, vitorear sus escuadras, inhalar opiáceos. Entre ellos descuellan los que, pasado su tiempo, tras inventar una lengua propia, un universo propio en que se hubieron de insertar sus coetáneos y sus descendientes –sobran los casos: Góngora, que se inventó una lengua barroca; Borges, en cuyo idioma todavía tantas mentes se estructuran hasta hoy– convierten la coordenada temporal en autorreferencial,  como si las metáforas por ellos inventadas tras presenciar la guerra, el desastre natural, la constelación inédita, tuvieran sobre éstas efectos retroactivos, y no se pudiera mirar el mundo que habitó a los poetas sino más bien como el que ellos habitaron.

¿Por qué, entonces, retoma Julio Eutiquio Sarabia la Anábasis de Jenofonte y la Guerra del Peloponeso, en un poema que se llena de palabras 2400 años después de que el tenue rededor de Grecia se tornara un hospital de masas, la desolación total?

Anábasis

2.

Al respecto y no, en una de sus breves disertaciones (forma poética creada por la autora en los años ochenta porque lo que había no era suficiente), Anne Carson refiere la paradoja que se suele dar entre los padres que odian leer pero aman los viajes en familia y los hijos que, odiando tales excursiones, se recrean con enorme dilección en algún tipo de lectura, siendo ambos pasajeros del mismo automóvil. El mundo exterior no vislumbrado se vuelve conocido a hondura para el niño, pasajero ermitaño, gracias a la descripción literaria del paisaje por la pluma exorbitante de Flaubert, por poner algún ejemplo; sucede lo contrario para el padre, apologeta de la comunión familiar binoculada, quien mira el árbol pero no el bosque, o mira el bosque pero no el árbol, o mira ambos y no mira nada. El mundo retratado y sostenido por palabras trémulas pareciera afianzar la sabiduría de quien lo habita mucho más que su conocimiento físico, como los miles o millones de habitantes de una megápolis situada sobre un lago que no han visto ni verán en lo sucesivo los bordes lacustres pero saben sin embargo describirlos gracias a los libros –o las fotos o los vídeos– mucho mejor que quien habita una ciudad lacustre, como ellos que la habitan pero ignoran habitarla, porque no es lo mismo el consumo parasitario que la ingestión –dirá Ben Johnson–, la apropiación visceral de una fuerza vital arraigada en el texto que nos hace reconocer, conocer de nuevo, en el mundo exterior, lo que antes nos había ya luminosamente revelado.

3.

Así, pues, el lenguaje inventa mundos, pero decirlo así es un lugar común, estrechez de miras, borramiento estéril, por ello Sarabia no dirá Wittgenstein, pero sí lo evocará en los blancos activos, en la mano oculta del prestidigitador. En cambio, el poderoso poeta, sabiéndose tal, se aventura en su obra a reinventar el mundo griego sin  decir siquiera agua va, heredero de la tradición de Saulo de Tarso que, procurando la metánoia de sus engendrados a Cristo, en la Epístola a los Corintios sostiene que lo importante no es haber conocido al Señor en la carne, haber convivido con él, sino experimentar a través de la palabra predicada, su presencia sacramental, la conversio ad Deum (y va más allá todavía: Si conocimos a Cristo según la carne –sostiene–, en adelante no le conocemos así).

La licencia de portar a un mundo que ya no es proviene de la convicción de que la guerra que vieron Homero y Jenofonte es, poco más o menos, la misma guerra que presenciamos hoy y que mañana presenciaremos. Así lo confiesa el épico C.S. Lewis en su memoria de la Gran Guerra: Esta es la Guerra.  Esto es de lo que Homero escribió. Así también al concluir su obra Sarabia, mentando al célebre Septimus Warren Smith, que ha perdido la razón apenas volver de las trincheras. Por eso, aún desde una epopeya milenaria, al escuchar de la voz poética el “Thalassa, he ahí el mar”, “el mar”, “el mar”, el poeta logra señalar el drama del hombre de todas las eras, que ahora, atemperada su voz con otras voces situadas en el siglo actual, logran tener, como cuenta el poeta, nascencia en nuestros pies.

Sarabia elude en su obra y ha eludido cuanto el oráculo concierta, como confiesa él mismo, su voz poética, al comenzar la narración. No es un poeta contemporáneo en cuanto que no reproduce strictu sensu el devenir poético actual (si es que hay tal cosa); tampoco aspira a serlo. Las voces otras que no aglutina la poesía que no es la suya pero que abunda en su vanguardia, precisamente han podido ser otras porque las cargan palabras trémulas que no son ellas que se sostienen bien en pie –algunas, al menos– por la gran crítica de la igualmente avant-garde, más bien servicio à la carte del oficialismo post-adorniano. En su devaneo constante, que a ratos da la sensación no de un viaje a Ítaca sino del filosófico periplus in situ, el yo poético de El tenue rededor, que apenas si alcanza a mantenerse junto a sí –mí que desperdiga, yo que es mí desperdigado–, confiesa, magistral, su aflicción que va más allá de tales diatribas, de la reafirmación crítica o la inserción en un grupo. No se trata de una virtud purista, sino de la aflicción propia del poeta, vértigo que no deja en paz:

Podrían piedras y afluentes de quietud milenaria
Guardar el eco que aún no oímos en nosotros.
Podría el susurro escucharse en los rincones
y trascender las estelas y el barullo.

Pero, ¿quién acude al llamado sin pausa de la estrella
….cuando expira?

O dicho en otras palabras en el epígrafe del poema extraído del shakespereano Hamlet: La imaginación obra con mayor violencia en los cuerpos más débiles. Los cuerpos débiles de los poetas, encarnaciones del fracaso anticipado, acuden a la convocatoria sin pausa de la estrella cuando expira, al borde de la Grecia vencida plagada de cuerpos muertos, igualmente fracasados, pero no tienen la culpa de que precisamente en ellos obre la imaginación con mayor violencia. Como tampoco la tuvo Samuel, el hijo pequeño de Elí, cuando Yahvé le convocó tres veces durante la noche a maldecir a la familia de su padre y pronunciar la desolación sobre Israel entero. Igualmente exento de culpa alguna el niño, cuerpo débil, obligado a un viaje que no es sino un giro sobre el propio eje de la familia que, según decía Paz, engendra escorpiones.

La imaginación desbordada en El tenue rededor del mundo da cuenta, pues, de ese llamado ineludible que no es el del profeta ni el del santo, y por eso el oráculo y la crítica actual, Pontifex Maximus, dirá lo que dirá y que lo diga: como a su héroe trágico,  Kafka le dirán de comportamientos tan extraños, Sarabia sabe tornar a su oficio, y sabe aún más, que tal es un oficio panteonero.

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4.

Si mal no recuerdo, es el primer Coro de la Roca donde T.S. Eliot, hablando de la reconstrucción del Templo de Jerusalén por Esdras y Nehemías, escribe:

En los lugares abandonados
Construiremos con nuevos puentes
Hay manos y máquinas
Y barro para el nuevo ladrillo
Y lija para la nueva argamasa
Donde los ladrillos están caídos
Construiremos con piedra nueva
Donde las vigas están podridas
Construiremos con nueva madera
Donde la palabra no es dicha
Construiremos la nueva palabra.
Hay trabajo junto
Una iglesia para todos
Y un oficio para cada uno.
Cada hombre a su trabajo.

El obispo Eliot de 1934 se había sentido impelido a reconstruir, cual Francisco, una Iglesia que en su liturgia cósmica renovara, Creator Spiritus, el mundo entero. Su poesía habla de eso, aunque menos de diez años después decae en su intento tras descubrir en el derrumbe fatídico de Europa y su razón instrumental que todo es vanidad de vanidades y solo vanidad. Los Cuatro Cuartetos son, sin embargo, un edificio monolítico sin par de la poesía casi mística. El ansia por construir sobre los cristales rotos fue, pues, una obsesión que le persiguió hasta la tumba que por fin le mostró el miedo en un puñado de polvo.

5.

El vencido en la guerra a quien da voz el poeta Sarabia, para cuya resonancia construye muros elevados de edificios en cuyos pasillos de pronto se oye poco –porque como dice Lacan: Nos acercamos a la poesía no por adquirir sabiduría, sino para desmantelarla–, adelanta sus exequias una y otra vez, como cartujo preparándose la tumba desde la briosa juventud, porque ha visto el desastre de la violencia y la imaginación que la violencia aquieta. Y canta casi una elegía final, ya no frente al templo a construir sino en el muro de la lamentación en que el oficio de cada hombre –parece decirnos– es no el de constructor sino el de panteonero, no el de quien va de la tierra a la costa como diciendo: ¡Aquí estoy, enlístenme para la guerra!, sino, más bien, Anábasis poética, del que va de la costa, tenue rededor del mundo, al centro de la tierra, conculcada su estabilidad por el desastre que nada altera:

Casi vencido, dibuja en la arena
Triunfantes mesnadas que sufrían al calor del fuego:
Arderán primero sus cascados aparejos
Y, en remotas laderas de su ruina,
Llamas también purificarán su oscura descendencia.

[…]

Un trozo de cordero está en su plato todavía.
Pero al contorno espléndido que hubo
–rozagantes lechugas, espárragos al dente–
Lo suple la menudencia excesiva de la tierra.

La paradoja desconcierta: el poeta construye una torre elevada hasta el colmo de la excelsitud, sabedor de que, tras el Babel de las mil lenguas, no quedará piedra sobre piedra de la batalla en que ha inmiscuido a sus muchachos imaginarios despedidos por el corro esperanzado, héroes que conocen a su amada reclinada sobre la tumba del padre, como cuenta Beckett en Primer amor. ¿Acaso el derrumbe es más agónico? ¿La lengua que, oscura, –el poeta dirá, autorreferenciándose: ¡Carajo, Sarabia, qué boca tan propensa a los umbrales!–, parece asegurar la estabilidad ante el tiempo inclemente, alejada del habla común, encerrada, además, dentro de una narración antiquísima de guerra cuyos trazos apenas si pueden seguirse, al decirse a sí misma con fatalidad del tiempo pasado, se está desdiciendo, se desmorona? En efecto, bajadas las manos, terminado el tránsito, el héroe no logrado sabe que la tierra a la que vuelve no será jamás su tierra; si habita en algún sitio es fuera de sí, coraje emigrado, así haya participado en la gesta legendaria, así se haya construido una epopeya para darle nombre: Descubriste que carecía de casa tu vejez / porque cuatro paredes no eran el refugio / del tránsito polvoso y turbulento, / aunque volvieras y otro camino / tomaras de regreso. En torno a la casa de su ser, que es el lenguaje (resquebrajado, incapaz de enunciar la brutalísima desolación), el yo lírico impone la clausura, hace del abismo su casa.      

  

6.

La lengua poética, el terreno acotado por los poetas y sus manifestaciones, a la que refería Huerta, materia con que el gran poeta debe saber construir algo, es ella misma evocación accidentada del tenue rededor del mundo en que todo cuanto existe se halla, el despeñadero de lo que se quisiera ser y ni siquiera se toca, trágica misión de Ercilla de sepultar los muertos cuando se querría cantar la victoriosa aparición de Dios junto a su pueblo, amamantándolo. Así se vea un bosque, detrás del bosque que se ve, que parezca una voz que diga nada;  así se escuche tres veces de noche una voz, Palabra única, que llame a pronunciar la maldición sobre un pueblo; así se construya la palabra en los lugares donde la palabra no es dicha, y se levante con madera y argamasa y piedra nueva una casa común, el templo santo. Pensándolo bien, el mismo Eliot, anglocatólico converso embelesado por la eucatástrofe, preveía ya en la construcción del templo la reincidente destrucción brutal. En el sexto Coro de la Roca argumenta:

Y el Hijo del Hombre no fue crucificado una vez por todas,
La sangre de los mártires no fue derramada una vez por todas,
Las vidas de los Santos no fueron dadas una vez por todas:
Sino que el Hijo del Hombre es crucificado siempre
Y ha de haber mártires y Santos.
Y si la sangre de los Mártires fluirá sobre los peldaños
Antes habrá que construir los peldaños;
Y si el Templo ha de ser demolido
Primero debemos construir el Templo.

Lucidez de los cristianos, Pasión de su Señor compartida, la oblación escatológica es, como fue entonces, necedad para los griegos y su descendencia, oficio sudoroso de demolición. La materia, que es siempre la misma, las palabras que son piedras, no quedarán una sobre otra, todo será algún día derruido. O peor, y esa es la visión de Sarabia en El tenue rededor del mundo: la profecía del derrumbe, el tiempo de penurias del que habló Hölderlin, ya aconteció, hayamos estado allí, hayamos presenciado el fracaso o no. Como Septimus, el hijo de los sueños más escalofriantes, cuya voz da término a la obra, que ha vuelto a pisar las calles de la pestilencia y el oprobio. Sentados en el auto prevenidos, sitiados en el camino del bosque que se incendia: ésta es, y fue y será, la guerra. Ésto, y no otra cosa, es de lo que Jenofonte habló.

pabloPablo Piceno (1990, Wolfsburg, Alemania). Ha publicado en las revistas impresas y electrónicas Opción, Crítica, Casa del tiempo , La Cigarra,  registromx, y Laberinto. Ha sido antologado en el volumen Poetas Parricidas (Cuadrivio (México), y en  Los reyes subterráneos (España).


Posted: September 2, 2015 at 10:00 pm

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