Flashback
La plasticidad en Rulfo
COLUMN/COLUMNA

La plasticidad en Rulfo

Miriam Mabel Martínez

La narrativa de Juan Rulfo descubrió a la literatura en español otra manera de narrar y de ver, siguiendo la reflexión que casi dos décadas después nos provocará John Berger, con sus Modos de ver, al plantear que “las imágenes se hicieron al principio para evocar la apariencia de algo ausente. Gradualmente se fue comprendiendo que una imagen podía sobrevivir al objeto representado; por lo tanto, podría mostrar el aspecto que había tenido algo o alguien y, por implicación, cómo lo habían visto otras personas. Posteriormente se reconoció que la visión específica del hacedor de imágenes formaba parte también de lo registrado. Y así una imagen se había convertido en un registro del modo en que X había visto a Y. Esto fue el resultado de una creciente conciencia de la individualidad, acompañada de una creciente conciencia de la historia”. Ver a través de la propuesta rulfiana es contemplar en palabras una síntesis visual de su momento histórico. Personalmente es lo que me hace regresar a su obra.

Dice Pierre Bourdieu que “un libro cambia por el hecho de que no cambia mientras el mundo cambia”. Los personajes campesinos de Rulfo siguen polvorientos, siguen marginados, explotados, despojados, perseguidos, viviendo los defectos de los sistemas económicos y políticos de un mundo –un pedazo de tierra, un país, un continente– que corría detrás de un siglo XX moderno, industrializado, urbano. Son huérfanos de tierra. El campo se abandonó y las revoluciones no revolucionaron y los campesinos migraron a las ciudades y ese campo se secó –¿o ya estaba seco?, pero la tristeza y la resignación de los hombres y mujeres que andan El llano en llamas sigue ahí en la escritura de Rulfo que traza escenas visuales narradas con letras que encarnan un modo de ver que transformó nuestro presente, y que aunque muchos no sientan esa conexión, aunque hoy no la practiquen, es parte de nuestra tradición. Por eso seguimos aquí hablando de su obra.

Hoy lo más impactante y revelador al leer su brevísima obra es entenderla desde nuestro mundo cambiado, interdisciplinario, abrumado por lo visual, desde nuestra particular manera de ver, ya editada por la posmodernidad, que pese a todo nos remite, nos abre la ventana del modo de ver rulfiano que permanece intacto y a la vez trastocado por nuestras miradas. Apegándonos a lo que Arnold Hauser decía respecto a que el propósito de cualquier obra de arte es suscitar polémica provocando en su contemplación la versión de cada quien supeditada a la identidad de cada quien.

Rulfo contempla al campo desde una perspectiva que ya desde su aquí y ahora parecía “imposible”: lo narra, lo traza crudo y no por eso menos “emotivo”, que no melodramático, con una soltura que rompe con el naturalismo, la narración histórica y un enfoque más psicológico: sus personajes actúan y al actuar definen el paisaje. Se funden en sus palabras y en el horizonte, en su hablar minucioso, elegante, consciente de la realidad pero con un desapego, dirían algunos, budista, pero que le pertenece a la gente que simplemente no tiene a qué apegarse más que a la tierra y que al no poseerla, al no trabajarla, se vuelven polvo. Sus campesinos son sofisticados porque saben quiénes son. No dudan. No requieren de disfraces. Más que vivir el campo son el campo. Rulfo sintetiza como si fuera una imagen abstracta al campo y su gente. No los retrata, su trabajo literario no tiene que ver con su fotografía. No se corresponden, aunque haya practicado ambas, las desarrolla independientemente sin que esto signifique que no dialoguen. Son dos modos de ver distintos, dos maneras de acercarse a la realidad, dos procesos que se comunican y se fortalecen, pero exigen su independencia artística. Dice Octavio Paz en Corriente alterna: “Juan Rulfo es el único novelista mexicano que nos ha dado una imagen –no una descripción– de nuestro paisaje. Como en el caso de Lawrence y Lowry, no nos ha entregado un documento fotográfico o una pintura impresionista sino que sus intuiciones y obsesiones personales han encarnado en la piedra, el polvo, el pirú. Su visión de este mundo es, en realidad, la visión de otro mundo”.

Un mundo que él fue capaz de sintetizar. He aquí su universalidad. Atrapar, entender y abordar su Zeitgeist es, sin duda, la gran aportación de su obra, más en el sentido hegeliano que romántico, más crítico que nacionalista. Más abstracto que naturalista. Más íntimo que descriptivo, creando imágenes que resumen la anécdota. Más que recordar cómo se le fue la juventud entre las montañas a Juvencio Nava, lo vemos implorando lo que tanto cuido: la vida (en “Diles que no me maten”). Y estas imágenes no sólo sintetizan un momento histórico político, social, económico sino también cultural-tecnológico. Humano. En su escritura está tanto el fracaso de la revolución como la caída de las vanguardias, el ocaso de la época de oro del cine mexicano, la experimentación en el cine, los Carhier du Cinema franceses, el funcionalismo arquitectónico, el readymade de Marcel Duchamp. La necesidad de romper con una pintura mural impresionista por una más abstracta e intimista. En su narrativa está el futuro: no sólo la siguiente generación del Medio Siglo, el movimiento de Ruptura y el Nuevo Cine mexicanos; también está el expresionismo abstracto el Jackson Pollock con su maestro David Alfaro Siquieros, las reflexiones de Piet Mondrian, la visión de Stéphane Mallarmé y la apertura del momento mexicano en un contexto más amplio. Rulfo es un cosmopolita solitario que nos enseña a insertarnos en el mundo desde ese pequeño lugar que, como dijera Augusto Monterroso, uno tiene al nacer, y que, insiste, “es el mismo en cualquier parte donde se nazca”, Rulfo demuestra, siguiendo a Monterroso “que sólo se amplía si uno logra irse a donde tiene que irse ya sea físicamente o con la imaginación”. Pero la obra de Juan Rulfo va más allá: autor y obra plasman la idea de Schopenhauer acerca de que la creatividad artística lleva implícita la búsqueda de significado, de sentido para la existencia, es la explicación última de toda expresión cultural”.

Rulfo se integra al Zeitgeist de su tiempo mexicano en intersección e interacción con el universal, sin dejar de ser lo que es; siendo lo que desde la posmodernidad se ha nombrado “glocal”. Su postura y su obra se parece a la del artista Rufino Tamayo, quien es determinante para las generaciones siguientes y quien no sólo dialoga con sus contemporáneos internacionales sino que comparte ese diálogo con su “pueblo” al crear su colección. Tamayo rompe con los muralistas e impulsa a la ruptura. En ambos los temas podrían ser calificados, o encasillados o descritos, como “mexicanos”, pero abordados desde la contemporaneidad global técnica, formal y espiritual. Limitar geográficamente una obra y su proceso es una trampa. Su tradición ya no se limita a un territorio, ellos ya se definen y se piensan sin fronteras. Aunque Rulfo, en su caso, no lo presumiera. Sin embargo, el discurso de su época, la supraestructura intelectual, se supeditaba a los países centro, y ellos –pertenecientes y emergentes desde las periferias– estaban condenados a ser leídos desde la diferencia. Pero hoy la pregunta es ¿cómo los vemos nosotros mismos?

El llano en llamas arrastra la majestuosidad del muralismo mexicano (que no niega su internacionalización ni su mirada social forjada con lecturas ya globales, pero su intención sigue siendo más local y descriptiva). Se aleja del nacionalismo hasta más allá de la inserción de México en un mundo moderno que quiere explorar conscientemente su hibridación mestiza. Tamayo y Rulfo tienen los pies en su tierra, en sus orígenes pero tienen una perspectiva más internacional, no sólo en información sino en entendimiento. Lograron universalizar a sus personajes sin renunciar a su identidad. Supieron utilizar ese acervo cultural-global para engrandecer una visión propia, y sí construir un nuevo paradigma, que rompe con el siglo XX mexicano en un antes y un después. Ambos ya comparten su obra con un lector o un espectador que pronto se involucrará en la creación de la propia obra. Un lector más activo que pondrá a trabajar a su propio background y ejercerá un modo de ver que ya no sólo dependerá de un territorio físico ni emotivo, sino de un universo intelectual sin fronteras, cuyo actual paradigma está en el Icloud.

“Lo que hizo hay que intentar hacerlo”, afirmó Salvador Elizondo en una entrevista hecha por Fernando Barrios Cedeño, publicada en 2005, “pero nadie le va a llegar, como nadie le ha llegado porque es víctima del malentendido general que reina en este país: creen que todo es mexicano. Qué tan mexicanos son los cuentos de El llano en llamas, en qué lengua están hechos, de qué región de México son, ¿alguien puede decirlo?, unos dicen que son de Jalisco porque Rulfo es de Jalisco, pero no es cierto, que son indios, no es cierto, no son indios, mentira. Yo sé de dónde salieron muchos, traté a Rulfo íntimamente como escritor, personalmente no sé nada de él ni el de mí”.  Y tiene razón, esta forma chovinista de limitar la creación artística provoca que más que perpetuar una tradición ya sea en su entendimiento y por ende en su ruptura o progresión o confrontándola, exista una postura de cansancio o renegada, imitativa o sólo festiva. Continuar no es imitar. Nadie será como Juan Rulfo, como nadie será como Mondrian o como William Turner y, sin embargo, el arte contemporáneo no sería lo que es sin estas figuras. Aunque no se imite su impronta, se puede recorrer sus rutas. Lo que se debería imitar de Rulfo es su apertura para contemplar al mundo de frente sin agacharse, con la dignidad de un intelectual, de un creador, que intenta aprehender al mundo y lo logra. Dicen que era tímido, quizá sí. Su obra es breve, sí. La de Duchamp también lo es, y trastocó con su readymade la definición y el proceso del arte en el siglo XX. Y aún vivimos sus consecuencias.

El llano en llamas es una prolongación del “Más es menos”, frase que Mies van der Rohe retomara de un poema inglés de Robert Browing, escrito en 1855, sobre el pintor renacentista Andrea del Sarto (“The Faultless Painter”), y que define la arquitectura del siglo XX. Es una proyección literaria del ensayo “Ornamento y crimen” del arquitecto austriaco Adolf Loos escrito en 1910. Van der Rohe funda el funcionalismo; Loos es el precursor del racionalismo. Y poco importa si sí leyó las reflexiones de estos arquitectos, lo cierto es que leyó-vio-entendió lo que venía sucediendo en el mundo para sintetizarlo en dos libros. Aprehendió el neoplasticismo de Mondrian, que junto con el grupo De Stijl, experimentaron en una pintura más allá de lo figurativo, lo “no representacional”. Rulfo quita palabras para limpiar el paisaje en el que se funden como manchas sus personajes. Aprendió de Rilke y de Walter Benjamín, y también exploró el cine, en sus cuentos también están las enseñanzas John Ford, Alfred Hitchcock, Orson Wells, como ellos están también en sus propias obras (Rebeca y El Ciudadano Kane) y el sentido obtuso de Sergei Einsentein, ese del que habla Roland Barthes: “El sentido obtuso no está en la lengua (ni siquiera en la de las símbolos), si lo retiramos, la comunicación y la significación aún persisten, circulan, posan, sin él sigue siendo posible decir y leer… pero tampoco está en el habla; es posible que exista una cierta constante en el sentido obtuso eisenteiniano, pero en tal caso se trataría de un habla temática, de un dialecto”. Esta forma de “leer la vida” está también en Rulfo; por ejemplo: en “El llano en llamas”: “Y él parecía estar riéndose de nosotros, con sus dientes pelones, colorados de sangre”, o en “El día del derrumbe”: “… mirando hacia donde estaba el tumulto como queriendo calmarlo con su mirada”.

En obra breve está el mundo destruyéndose por la guerra y reconstruyéndose, está la pérdida y la expansión modernista. Está la necesidad de decir más con menos, con un estilo depurado, con pocas palabras y muchas imágenes que atrapan en la ficción y en español al “espíritu del tiempo”, palabras visuales, que emulan la escena fílmica en un permanente fluir que repercute en el punto de vista del lector.

¿Cómo no escribir visualmente, cuando se está expuesto a una cultura visual? Y es esa mirada plástica la que resalta en la obra de Rulfo, quien, entre otras aportaciones, logra escribir desde la vista. No son nuevas, evidentemente, las teorías de reciprocidad entre artes visuales y literatura, mucho menos entre cine y literatura; ya Patrick Duffey, en su libro De la pantalla al texto. La influencia del cine en la narrativa mexicana del siglo XX, lo aborda, y antes las teorías precinema, que hacen referencia a ciertos enfoques desarrollados en autores como Gustav Flaubert y Charles Dickens que “vaticinan”, dicen, el cine pero más allá de las obvias no coincidencias (la yuxtaposición, el primer plano, el encuadre, el flashback…) están los tratamientos, sobre todo está la capacidad de captar la esencia de un arte en otro, una narrativa que trasciende al “soporte”. Roland Barthes dice que lo fílmico no siempre está en el filme ni lo novelesco en una novela.

Más allá de la experimentación de técnicas narrativas o técnicas formales del cine llevadas a la literatura, como la idea de montaje –que viene a su vez de la música– de encuadres, de juego de planos, la obra de Rulfo sintetiza este momento tan creativo de la posguerra en la que la experimentación en todas las artes está sucediendo, sobre todo en el cine que, dada su juventud, se le permite todo aprovechando la técnica y posturas humanísticas. No se trata del intercambio entre ideas cinematográficas o de alimentar el cine con historias. No se trata sólo de narrar. Se trata de mirar y de transformar esa forma de contemplar el mundo en una historia que más allá de una anécdota atrapa al mundo en sí misma. E insisto: la universalidad de Rulfo está en su mirada. Una mirada contemporánea frontal al mundo. Un tête à tête. Al leerlo y releerlo y al insertarlo en la producción intelectual internacional de su momento está a la par de sus coetáneos. No pide prestada una tradición, toma la suya y la universaliza, forja un camino propio y se asume un artista del mundo (sin que esta sea una actitud, sino su obra. No hay que demostrar nada). Consciente o no, plantea un diálogo entre iguales desde la “periferia” a los centros. Más allá de la temática, la forma en la que plantea su obra es una síntesis de una identidad desarrollada con una, digamos, técnica, un estilo literario que resume su momento, su Zeitgeist, cultural, social y creativo.

El campo de Rulfo está en proceso de desaparición, de pronto parece que sus personajes fueron los últimos pobladores de ese campo universal que ya ha sido corporatizado. Sus personajes se mueven antes de la privatización del paisaje.   

Los cuentos de El llano en llamas más que el antecedente de una obra magistral son las historias anteriores al momento en el que Juan Preciado marcha a Comala. Anacleto Morones, Pedro Zamora, Tanilo, la Tránsito, Lucas Lucatero, no los hijos de Pedro Páramo son los muertos de Comala, son la “presecuela”. Parecerían unidades narrativas que al unirse forman un universo conceptual como si fuera una serie pictórica, que si bien puede ser contemplada por separado, las piezas son más contundentes al observarse en su totalidad. Su lectura, hasta Pedro Páramo, es como el proceso plástico y de pensamiento en la obra de Turner, en cuyos inicios está presente la figura y poco a poco, al forjar el cuerpo de su obra, se observa cómo éstas empiezan a desaparecer. El mar, en el caso de Turner, va perdiendo foco, como el llano en Rulfo, hasta que las aguas de Turner son manchas en las que ya no reconocemos el mar, pero intuimos sus corrientes que nos jalan y nos ahogan, y en Rulfo el sol ya nos ha deslumbrado, el polvo no nos deja ver el camino. Y también son fotogramas literarios. Sus cuentos, estructuralmente y a través de un español puntual que se olvida del adjetivo en pro de la acción, construyen “fotogramas” que integran el todo.

En Rulfo las palabras remiten más que a la historia –a la anécdota– a la visualización de esa historia. Antes de Juan Rulfo el lector imaginaba esas historias, después de él las ve. Impacta tanto la escena como la acción, aquí la acción está totalmente atada a la escena visual. Quizá Rulfo no lo “sabía” conscientemente pero lo sabía, simplemente por haber sido un gran receptor de su momento –y para mí no hay mejor comprobación que su obra misma–, aquello que Mondrian había ya escrito en su ensayo-pieza escénica Realidad natural y realidad abstracta: La pintura exige un plano y es ese aspecto plano el que hace parecer a los cuadros más interiores. Así como Mondrian se aferró a la línea sintética como el elemento determinante del paisaje (“el plano y la línea recta deben ser los medios para decirlo todo, pero el artista es quien hace y dice”), Rulfo “limpió” su prosa. Más es menos, otra vez. Quizá está en su obra el fantasma de Faulkner, la austeridad de la literatura nórdica, pero también está presente una forma de ver más abstracta. Sus cuentos sin adjetivos, sin “ornamentos”, que fluyen respondiendo al ritmo de la acción, asimilando a sí el movimiento y el ritmo dado por el cine. He aquí la purificación del lenguaje, llevando a la escritura una perspectiva plástica: “No debemos mirar más allá de la naturaleza sino, mejor, a través de ella, debemos ver más profundamente, nuestra visión debe ser abstracta, universal”, como los cuadros melancólicos de William Turner en los que poco a poco desaparece la figura hasta quedar una huella abstracta que desnuda al tiempo, alargando el instante, quizá deteniéndolo. O en los cuadros más intelectuales de Mondrian, en los que la realidad se ha reducido a formas geométricas. Al terminar de leer un cuento y cerrar el libro uno sabe que esas historias estarán ahí en un loop interminable. No terminan ni empiezan, son fragmentos, que se pierden en el horizonte como los paisajes de Turner se hacen remolinos.

A veces pienso que “El Pichón”, del cuento El llano en llamas, es Juan Preciado… Lo que me hace reflexionar sobre estos cuentos creados como si fueran jump cuts, historias preposmodernas, como las de Raymond Carver, que se interrumpen temporalmente y, sin embargo, empiezan a suceder en otra. No terminamos de leer-ver una secuencia –cuento– cuando el sonido del viento sale del libro y continúa sonando hasta alcanzar al siguiente. Como si hubiese una continuidad sonora de la soledad que rodea a los protagonistas, que si bien diferentes, comparten su mirada hacia el llano, hacia ese plano que se extiende en una línea como las de Mondrian, desdibujando la realidad para abstraerla y dejarla en una imagen pura como en Broodway Boggie Boggie, donde las luces neoyorquinas se transforman en figuras geométricas, o como el dibujo de Tamayo se integra al color.

Los personajes de Rulfo también añoran su Rosebound.

Rulfo escribe con técnicas cinematográficas, ya se ha dicho, y plásticas, su entorno visual afectó su obra. Pero no sólo recurre a recursos obvios del cine como el flashback, no se trata sólo el día del temblor, no es sólo la peregrinación de los amantes para acabar con el tercero en discordia, es más que la culpa, que sigue como si fuera un sonido, como si una pista sonora mantuviese su continuidad en tanto que las imágenes cambian abruptamente. Y esta movilidad cinética la logra gracias a una estructura “mínima”, en la que deja de lado ese engolosinamiento tan barroco, tan hurgado en el español que alarga situaciones para sumarse a una acción más sintética, esa que parece más natural al idioma inglés. Rulfo rompe los complejos y los clichés comprobando que el español también puede ser sintético y ágil, que también puede sacrificar los juegos ornamentales gramaticales. Limpia su prosa, se olvida –aparentemente– de la reflexión, de la descripción, de la mirada incisiva psicológica que a través de la descripción minuciosa de una acción narra como si fuera una sucesión de imágenes al estilo Proust (que tienen un encanto y una aportación, sin duda), elige una acción alejada de la tradición decimonónica y la moderniza, en la que el movimiento no es la descripción de cada uno de los 24 cuadros que hacen el segundo cinematográfico, sino que resume esos 24 cuadros no en un segundo, sino en la creación literaria de ese sentido obtuso del que habla Barthes. Rulfo no “tradujo” el cine a la literatura, se apropió de técnicas conceptuales del cine para hacer literatura, transformando así la estructura de la narrativa hispana, creando una estructura casi imperceptible en la que la narración es el propio discurso del tiempo. Alargando en la sucesión visual sus textos mínimos, comprobando lo que Walter Benjamin augura: el espectador (–y yo sumo: el lector–) ya no está en condiciones de pensar lo que se quiere pensar. “Las imágenes móviles se han instalado en el lugar de mi pensamiento. En ello se basa el efecto de shock del film”, y esto es lo que capta Rulfo.

Muchos especialistas se centran en el tema: ahondan sobre su manera de escribir sobre lo rural en México. En su análisis está el tema al mismo nivel que la forma, o a través del tema se reflexiona sobre la forma. A mí como lectora me llama más la atención la forma sobre el tema. No deja de sorprenderme que logra una sincronía en el que tema y forma se abrazan para ser sólo forma. Cuando significante y significado son uno y resulta casi irreconocible dónde está uno o el otro.

No creo que la naturaleza, por llamarla de alguna manera, visual, audiovisual, cinematográfica, de su obra pueda ser traducida al cine –ya esta comprobado que no ha sido fácil– tampoco creo que sea el espejo de la obra fotográfica de Rulfo; creo que como los verdaderos artistas entendió y asimiló los lenguajes literario, plástico, arquitectónico, filosófico, sociológico para desarrollar un lenguaje literario-visual-quinético alimentado del mundo, así sólo del mundo visible y también invisible. Juan Rulfo se construyó de otras artes. Sin abandonarse solamente a la forma, pero tampoco limitándose al tema o al estilo. Su visión es más profunda. Su despojo no es local, es universal. Cada cuento de Rulfo es una abstracción de la realidad visual en una búsqueda literaria. Más que “cuentos visuales”, logra crear una narrativa con un manejo visual de la palabra. En su prosa queda atrapado ese “instante estético de la contemplación”, del que habla Mondrian, donde “lo individual se diluye y lo universal aparece”.

El imaginario de Juan Rulfo caminado en El llano en llamas es un modo de ver su Zeitgeist, de verlo a él. Finalmente, como dijera Ernest Gombrich: “el arte no existe en tanto se trata de una abstracción, sólo existen los artistas, quienes son capaces de crear arte”. Ahí la fascinación por Juan Rulfo.

martinez-miriam-mabel-150x1501Miriam Mabel Martínez (Ciudad de México en 1971) escritora y tejedora. Aprendió a tejer a los siete años; desde entonces, y siguiendo su instinto, ha tejido historias con estambres y también con letras. Entre sus libros están: Cómo destruir Nueva York (colección Sello Bermejo, Dirección General de Publicaciones de Conaculta, 2005); los ebook Crónicas miopes de la Ciudad de México Apuntes para enfrentar el destino (Editorial Sextil, 2013), Equis (Editorial Progreso, 2015) y  El mensaje está en el tejido (Futura libros, 2016).

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Posted: April 18, 2017 at 10:16 pm

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