Essay
¿Qué hay en un nombre?

¿Qué hay en un nombre?

Efraín Villanueva

Dávid, con tilde en la “á”, como lo pronuncian los alemanes, fue mi respuesta. Le agradecí al cajero y mientras esperaba mi orden sentí extrañeza, casi zozobra conmigo mismo. Hacía mucho que no utilizaba mi nombre de primer mundo, una práctica que empecé hace nueve años, cuando me fui a estudiar a Estados Unidos.

Cada vez que me presentaba a un gringo ocurría lo mismo: un segundo de silencio y un gesto de confusión seguidos de una pronunciación similar a Frank o Ifraín. Los momentos más incómodos ocurrían en público, como cuando debía darle mi nombre al barista de un café. Tal vez porque eran encuentros breves y temporales, no se molestaban en disimular su desconcierto. En varias ocasiones sentí vergüenza, como si les hubiese dado el nombre de uno de esos impronunciables músculos o huesos del cuerpo y no el de un ser humano.

En una fiesta decidí presentarme como Enrique, mi segundo nombre. Era claramente un nombre latino, pero menos exótico que Efraín, y por ello recibió la misma atención que los Steven o las Beckys de la fiesta. Como Enrique fui uno más de los invitados, un igual. Hasta que alguien que me conoció como Enrique me mencionó en una conversación con alguien que me conocía como Efraín y fui acusado de pretender ser alguien que no era.

Seguí usando Enrique, pero aclarando la situación. Esto cambió la dinámica pues, cada vez que me presentaba, la conversación se centraba en mis nombres y me convertí en un bicho raro que necesitaba una TED Talk para presentarse. Dejé de usar Enrique cuando alguien respondió “¡Cómo Enrique Iglesias!” y decidí que no necesitaba semejante asociación en mi vida.

La solución la encontré en un episodio de Halloween de The Office. Jim, el galán, es apático a esta celebración y acude a la fiesta en su traje de oficina con un gafete en el que escribió Dave. Cada vez que me tocaba lidiar con gringos temporales, como un barista, me ajustaba ese gafete invisible en la solapa.

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La pronunciación incorrecta de un nombre quizás parezca solo un mal menor. De hecho, entiendo que Efraín no es común en Estados Unidos y que, a las cuerdas vocales, acostumbradas a los matices de nuestras lenguas maternas, les cuesta pronunciar ciertos sonidos extranjeros. A mí, por ejemplo, el “th” de Ethan o Matthew me fue esquivo por un buen tiempo –en español, donde la “h” es muda, los pronunciamos incorrectamente como Itan o Matiu.

Un par de años después de empezar a usar Dave me mudé a Alemania. “Vilanueva, con V y doble L”, me obligo a explicar. Lo realmente decepcionante es la mutilación de mi nombre: una L en vez de dos. Me he convertido en el primero de la dinastía Vilanueva porque el sonido de la LL no existe en alemán, porque la mayoría de los alemanes no sabe pronunciarlo correctamente y porque, aunque lo odie, me resulta más fácil rendirme que insistir en algo que solo parece ser importante para mí.

Cuando la mala pronunciación ocurre con frecuencia puede constituirse en “una forma implícita de discriminación”, como lo asegura Xian Zhao, de la Universidad de Toronto. En Alemania, una mujer que conocí a través de mis suegros insistía en un juego insufrible cada vez que nos veíamos. Su cara hacía piruetas, como si estuviese intentando recordar una lección difícil, para al final revelar la respuesta cual maga de circo de pueblo: “Estebán [con tilde en la “á”], Estebán, ¿si ves que sí puedo recordar tu nombre”.

En Estados Unidos, las conversaciones sobre mi nombre desviaban la atención hacia mi etnicidad y origen y me reducían a una raza y a una nacionalidad –lo que, para ser justos, el color de mi piel revelaba a primera vista. Efraín, el individuo de ideas y pensamientos propios, no era reconocido y terminaba siendo borrado.

En Estados Unidos me negaba, por supuesto, a permitir mi desaparición. Con mi grupo de amigos, compañeros de clase, profesores, colegas y estudiantes empleaba mi nombre de pila. Entendía que a algunos les costaría memorizar y pronunciarlo correctamente, pero sabía que la mayoría se esforzaría tal como yo estaba dispuesto a memorizar y pronunciar los suyos. Aquel era el grupo con el que pasaría los siguientes dos años de mi vida, con los que forjaría amistades y relaciones profesionales. ¿A quién más debían conocer sino a Efraín?

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A los siete u ocho años, edad en la que leía todo lo que se me atravesara, le presté atención por primera vez a la biblia de la casa. Era un objeto fascinante: por la textura sedosa de sus hojas y el suspiro que producían al cambiar las páginas sentía que estaba manipulando olas rectangulares y no papel. En aquel libro me enteré de que Efraín es también el nombre de una tribu israelita –conocimiento útil años más tarde, cuando me mudé a Bogotá, y los andinos locales insistían en el carácter caribeño de mi nombre.

Intrigado por este descubrimiento, pensé que, si “silla” es un objeto para sentarse y “mesa” una tabla con patas, los nombres de las personas también debían significar algo. Me decepcionó que mi padre lo desconociera, a pesar de que es también su nombre y el de mi abuelo. Fue un profesor quien me ayudó a encontrar la respuesta: Efraín significa fértil, productivo.

El entusiasmo terminó pronto. Enterarme de que tenía un nombre milenario, con un significado hasta entonces oculto para mí y utilizado en tres generaciones de mi familia le otorgaba un aire de misticismo. Pero percatarme de que fue elegido y heredado porque sí fue decepcionante.

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En mi natal Caribe Colombiano muchos asumían que yo era oriundo de La Guajira porque un pueblo del departamento se llama Villanueva. En el colegio, un par de veces recibí burlas y me llamaban Villavieja. Pero solo cuando salí del país me tropecé con problemas que derivaban en crisis de identidad.

En un consultorio médico en Estados Unidos, una enfermera repetía insistentemente un nombre. Los de la sala de espera nos mirábamos entre nosotros, y a nuestro alrededor, buscando al paciente ausente. Me tomó varios segundos entender que era a mí a quien llamaban: la enfermera había estado usando Angulo, mi segundo apellido. En aquel país, los nombres de las personas tienen un máximo de tres palabras: nombre, segundo nombre (que acertadamente llaman middle name, nombre del medio) y apellido del padre. A la enfermera, con toda razón, le pareció sensato que la cuarta y última palabra de mi nombre correspondiera a mi apellido.

En Alemania alguien me insinuó que no estaba siendo leal a mi nombre al omitir el Angulo. Un comentario que percibí como la observación rígida de las reglas: si tu nombre legal tiene dos nombres y dos apellidos, es así como debería utilizarse en cualquier ocasión. En la práctica, ya lo sabemos los hispanoamericanos, es más fácil limitarse al primer nombre y al primer apellido.

En ambos países, mi apellido influye en la forma en la que los otros me reconocen. En Estados Unidos, donde la diversidad cultural y de origen está más arraigada en la identidad del país (aun cuando no sea aceptada completamente por la mayoría blanca), Villanueva es reconocible como latino, produce menos sorpresa. Para los alemanes, por mucho que amen vacacionar en Mallorca, España es un país cercano geográficamente, pero lejano en lo cultural, y Villanueva adquiere un carácter más exótico. En cierta ocasión, un funcionario del seguro médico le comentó a Sabeth: “por el apellido veo que su pareja es un refugiado del Oriente Medio”.

En Alemania, los cónyuges pueden mantener su apellido o uno de ellos tomar el del otro. En cualquier caso, deben elegir un apellido de familia para sus hijos. D, un amigo colombiano, se casó con una berlinesa y ella tomó su apellido. Pero no solo el primero (Mxxxxx), como sería lo común en Hispanoamérica, sino también el segundo (Bxxxxxxxx), pues son ambos los apellidos legales de D. Mxxxxx Bxxxxxxxx es también su nombre de familia, el que llevan sus dos hijos, como si fuesen hermanos del padre y no sus hijos. Desde que la familia se mudó a España las confusiones son comunes.

Esta situación nos ha llevado a Sabeth y a mí (ambos mantenemos nuestros apellidos originales) a tomar una decisión de repercusiones generacionales. Si tuviésemos un hijo éste llevaría el apellido alemán de ella. Es lo más conveniente, creemos, para ayudarle a navegar la burocracia y la vida alemanas, al menos en papel, en un país mayoritariamente blanco y con serios problemas de racismo y xenofobia.

Antes de la publicación de mi tercer libro pensé en la falta de espectacularidad de “Efraín Villanueva” y consideré cambiar mi nombre de autor a E.E. Villanueva. Mi editora me convenció de que no era conveniente, pero la verdad no he descartado la idea. Como nadie es solo una cosa, yo podría continuar siendo Efraín Villanueva, el original; Efraín Vilanueva, el inmigrante latino en Alemania; y E.E. Villanueva, el autor. ¿Qué mejor forma de reapropiarme de mi propio nombre?

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En retrospectiva, no creo que mi descubrimiento de Efraín como un nombre bíblico haya influenciado cómo me veía a mí mismo. En ese entonces, mis padres y una de mis hermanas me llamaban Efraín Enrique, mi hermana menor “hermano” (más tarde solo Efraín), mis tías maternas Kike (o Flacuchento, cuando se ponían insoportables) y mis amigos de la cuadra y del colegio Efraín. Las etiquetas que me asignaban eran intercambiables, flexibles y respondía a ellas por igual. Después de todo, apenas empezaba a formar mi identidad.

El Enrique, a propósito, siempre lo cargué con la misma indiferencia con la que cargo mi apéndice. Aun así, fue extraño perderlo en Alemania cuando compré una tarjeta de membresía de la empresa de ferrocarriles Deutsche Bahn. Aparentemente, un nombre de cuatro palabras (29 letras y 3 espacios en blanco en total) es inconcebible y excede el número de caracteres permitidos en su base de datos. Semejante restricción en un país en el que tienen una palabra de 79 letras, Donaudampfschiffahrtselektrizitätenhauptbetriebswerkbauunterbeamtengesellschaft, para nombrar a la “Asociación de funcionarios subalternos de la dirección central de los servicios eléctricos de los barcos de vapor del Danubio” (¡!)

Como adulto, reconozco que mi nombre no definió quién fui durante mi infancia, pero sí da pistas de quiénes son mis padres, de mis orígenes, de mi procedencia económica y social. Un nombre puede, incluso, dar indicativos de particularidades históricas: en la película Der Vorname (El nombre), una pareja alemana desata una discusión cuando anuncian a su familia que llamarán a su primer hijo Adolf. Por alguna razón que desconozco, otros nombres asociados al nazismo como Hermann (Göring), Joseph (Goebbels) o Heinrich (Himmler) no fueron cancelados de igual forma.

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Los nombres que nuestros padres nos dan quizás no definen lo que seremos. Pero sí son etiquetas que simbolizan lo que somos y que hacen parte de nuestra identidad tanto como nuestros valores y creencias. A continuación algunos ejemplos de la vida real:

A un amigo del colegio sus padres le dieron un primer y segundo nombre: R, por su abuelo materno, y A, por su abuelo paterno. Lo curioso es que la familia materna lo llamaba A y la paterna R. Tal vez por la cercanía a su familia materna, empezó a presentarse como A, pero cambió a R cuando en el colegio alguien se dio cuenta de que A rimaba con “mamerto” y “boberto”. Como R se sentía más seguro de sí mismo, aunque la vulnerabilidad que experimentaba por la posibilidad de una burla si alguien se enteraba de que su segundo nombre es A no lo abandonó hasta que cumplió veinticinco años.

“Mi nombre es M, pero puedes llamarme Dániel” (con tilde en la “á”, como lo pronuncian los gringos), me dijo M a la salida de una clase de alemán. Se paró en seco y me miró: “Aunque si puedes pronunciar M, prefiero que me llames M”. Su nombre era indiscutiblemente, para mí, un nombre ajeno, foráneo, pero logré replicar su pronunciación con los sonidos del español. A M, en cambio, le tomó dos repeticiones conscientes y sinceras pronunciar mi nombre. M empezó a llamarse Dániel cuando llegó a Alemania proveniente de Nigeria.

A T lo conocí como T y es el nombre porque el que lo conocen casi todos sus amigos y colegas. Pero ese es, en realidad, su segundo nombre. Su primer nombre es Mohamed. T me ha contado que cuando se presentaba como Mohamed la gente asumía que era musulmán –su familia lo es, pero él es ateo–, lo que derivaba en otras suposiciones sobre sus rasgos de identidad, como que no bebe alcohol. Hace un mes, T formalizó legalmente lo que venía haciendo mucho tiempo atrás: eliminó Mohamed de su nombre. Me confesó que a veces siente que cometió un error, que borró una parte de sí mismo. Supone que terminará por acostumbrarse a no ver su nombre completo en documentos legales, aunque Mohammed no necesariamente se haya ido de su identidad por completo. T es algeriano de nacimiento y alemán naturalizado.

Aunque los sobrenombres son un tema que por sí solo da para su propia reflexión, están cargados del mismo simbolismo de un nombre propio, como es el caso de A, uno de mis mejores amigos del colegio. Desde pequeño, su familia lo llamó Flaco. El apodo lo acompañó en el colegio, en la universidad y no se ha despegado de su vida desde entonces. Hay quienes lo llaman por su nombre legal mientras otros, como yo, jamás lo hemos pronunciado para referirnos a él. Hoy, Flaco no es tan flaco como en su niñez, pero da igual. Flaco dejó de ser un sobrenombre desde hace muchos años y hoy carga el mismo significado y fuerza que su nombre legal, no hay diferencia entre el uno y el otro, son el mismo.

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Siempre me he presentado como Efraín, pero, de forma orgánica, la mayoría de las personas termina llamándome Efra. En los últimos meses, me uní a un grupo de inmigrantes globales y con todos ellos me presenté como Efra. Pronto noté que, aunque la brevedad de Efra simplifica su pronunciación, despierta más curiosidad y con frecuencia recibo una cara interrogante: “Efra, diminutivo de Efraín”, aclaro.

Escuchar a recién conocidos llamarme Efra (un nombre que refleja amistad, confianza, cercanía, intimidad) sin que hayan conocido primero a Efraín, me ha provocado una sensación de extrañeza. Como si en mi relación con ellos, aunque menos con quienes he desarrollado rápidas amistades, nos hubiésemos saltado un nivel de iniciación. Extraño, sí. Pero, sobre todo, ha sido agradable y me ha brindado soltura. Como si todos estos años siendo Efraín, de cierta forma, hubiesen sido una barrera para abrirme ante los demás.

Que hoy me resulte tan fácil reemplazar a Efraín por Efra aumenta el misterio de por qué  usé Dave en aquel restaurante que mencioné al inicio de este texto. Aunque ordené en alemán, el cajero me respondió en inglés y fue la primera vez que usé este idioma en un restaurante donde debes dar tu nombre mientras preparan tu orden. Especulo que la combinación de estos factores despertó al Dave que utilizaba en Estados Unidos.

Lo que no he podido comprender es por qué sometí a Dave a la misma desazón que yo he sufrido por mi nombre: lo despojé de su identidad gringa y lo convertí en un Dávid alemán.

-Foto de Austin Kirk en Unsplash

Efraín Villanueva. Escritor colombiano radicado en Alemania. Ha publicado los libros Tomacorrientes Inalámbricos (Premio de Novela Distrito de Barranquilla, 2017), Guía para buscar lo que no has perdido (XIV Premio Nacional de Libro de Cuentos UIS, 2018) y Adentro, todo. Afuera… nada (Mackandal, 2022). Es Magíster en Escritura Creativa en español de la Universidad de Iowa y tiene un título de posgrado en Creación Narrativa de la Universidad Central de Bogotá.

Sus trabajos han sido publicados en diversas antologías y medios como Granta en español (España); ArcadiaEl HeraldoPacifista!ViceRevista Corónica (Colombia); Revista de la Universidad de MéxicoRoads and KingdomsIowa City Little Village MagazineLiteral MagazineIowa Literaria (Estados Unidos); entre otros.

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Posted: June 27, 2023 at 9:16 pm

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