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Mi realidad virtual tiene más dinero que la tuya
COLUMN/COLUMNA

Mi realidad virtual tiene más dinero que la tuya

Alberto Chimal

Me disculpo de antemano: no puedo evitar llamar WandaVisión a la serie que el mundo conoce como WandaVision. Debe ser la edad.

Cuando empecé a ver WandaVisión (en fin), pasó algo más que puede tener que ver con mi edad. Lo primero que pensé fue: no tiene sentido escribir sobre ella. O, más precisamente, no tenía sentido que yo escribiera. ¿Para qué hacer más grande su huella de carbono? Los fans, los críticos, los redactores de artículos basura ya la han hecho enorme usando todos los medios a su alcance. La serie es un hecho durísimo del presente en el mundo occidental, mucho más atendido que la contaminación ambiental debida a la explotación de bitcoin, el golpe de estado en Myanmar o el ascenso del fascismo y el racismo dentro y fuera de las redes sociales. Es una serie de streaming, después de todo: un producto de consumo multinacional cuya rentabilidad depende en buena medida de mantener la atención de un buen número de personas. Quienes trabajan para obtener esa atención, igual que muchos de quienes pagan por el servicio Disney + para poder dedicarle su atención, ya se ocupan de divulgar y discutir todas las especulaciones, todos los análisis, todas las referencias a películas de la Marvel o cómics de la Marvel dentro de la serie, todas las innovaciones que ésta podría suponer para el universo audiovisual de Marvel. No hace falta nada más en ese sentido.

Por otra parte, he aquí lo segundo que pensé: de seguro, muchas de esas personas deben haber mencionado ya Tiempo desarticulado. La novela del estadounidense Philip K. Dick (Time Out of Joint, 1959) me parecía una fuente obvia del argumento de, por lo menos, los primeros capítulos de WandaVisión, los más extraños y artísticamente arriesgados de la serie.

Y, sorpresa, no. Hasta el momento de escribir esta nota, sólo he encontrado a una persona, una sola en todo el planeta, que haya mencionado la novela. Y en un solo tuit, sin respuestas ni “me gusta”.

Si la serie hubiese aparecido en los años noventa: si hubiera sido contemporánea de películas como Matrix de las hermanas Wachowski, El show de Truman de Peter Weir o Ciudad en tinieblas de Alex Proyas, cientos de artículos habrían hecho referencia a la trama de la novela de Dick. En ella, un personaje está atrapado en un mundo ilusorio: una imagen aparentemente idealizada de los Estados Unidos, como la que aparece en tantas series de televisión. El personaje parece tener cierta influencia misteriosa sobre lo que le rodea, pero comienza a sospechar la presencia, o incluso la manipulación, de fuerzas siniestras. Una radio le habla. Ciertos detalles chocantes de su entorno se vuelven fuente de incógnitas y angustia. Finalmente ocurre (spoilers de WandaVisión y 898,495 películas, series, novelas y demás) la revelación: el mundo que el personaje creía su realidad no es más que una simulación, una realidad virtual creada por una entidad malévola que somete a nuestro pobre personaje con fines siniestros.

La “explicación” obvia podría parecer que Philip K. Dick ya pasó de moda. Aunque comenzó como autor de un subgénero despreciado en su propio tiempo, Dick es ya un autor canónico: parte de los que están reconocidos por la autoridad tradicional (la crítica seria, como quiera llamársele) como valiosos, importantes, influyentes. Podría ser que ya se le hubiera pegado el tufo del prestigio literario, y ya no despertara el interés que aún pueden causar autores tan estimables como Cixin Liu, Nnedi Okorafor o Neil Gaiman. Pero no creo que esa explicación sea la correcta.

Incluso si Dick fuera realmente (no lo sé) un autor que ya no importa en la cultura pop de su país, temas como el de Tiempo desarticulado y otras de sus novelas y cuentos siguen siendo muy relevantes en nuestro tiempo, que no ha dejado de ser dickiano –como se decía ya hace treinta años– y probablemente lo es más todavía que entonces. Un presente en el que todas las experiencias de lo real se vuelven maleables, engañosas y sobre todo manipulables. Un presente donde el simulacro ha reemplazado al “ser auténtico”, la máscara al rostro, con tanta eficacia y fuerza que en muchos casos ya no hay vestigio ni conciencia siquiera de rostro ni de “ser”. La influencia literaria que se vuelve omnipresente se hace invisible. Sería más probable que Jac Schaeffer, showrunner y guionista principal de WandaVisión, no hubiera leído nunca a Philip K. Dick y lo conociera sólo a través de sus sucesores, incluyendo a las Wachowski y a otros de los creadores que mencioné. Su serie convive con la música de SOPHIE, la “teoría” de que el cielo es una tapadera “puesta por el gobierno para impedir que la gente vea a Dios”, los trampantojos tatuados y exhibidos por Instagram, las regurgitaciones de la Marvel por parte de otras muchas empresas de medios…

Vale la pena notar la diferencia entre Dick el olvidado y Dick el omnipresente. Señala también otro rasgo de nuestro momento: ya terminó, definitivamente, la época en que rehechuras, recombinaciones y demás estrategias retóricas de lo llamado posmoderno tenían sentido. Como mínimo, ya no pueden emplearse igual que tras el fin de la Guerra Fría: ya no estamos en esa época, ya no queda ni la ausencia de una expectativa precisa de lo nuevo o lo futuro que pueda sobrepujar al miedo fatalista de todo lo malo que aún puede suceder. Más todavía: no queda en lo pop suficiente conciencia de las barreras tradicionales (de edad, de pedigrí, de aspiración estética, etcétera) para que una obra se destaque simplemente por sobrepasarlas. En 1998, un personaje de Ciudad en tinieblas podía impresionar revelando que el universo entero de la película era totalmente artificial, un palimpsesto o una maqueta, hecho de “diferentes eras, diferentes pasados, todos fundidos en uno”: un objeto espiral como una ciudad diseñada por Remedios Varo, flotando en el vacío. Ahora, WandaVisión repasa –con sumo cuidado y atención a los detalles– diferentes épocas de la sitcom estadounidense, haciendo numerosos homenajes a series de seis décadas, situando a sus personajes en marcos de referencia adecuados a cada una y forzándolos a vivir según sus diferentes conceptos de la moral y las “buenas costumbres”, y la mayor parte del público no ve nada más que una infracción del estilo habitual del cine de la Marvel. Cuando la serie vuelve a los planos, el humor, la música, la “cotidianidad” y la continuidad argumental establecidas por el estudio desde Iron Man (2008), las reseñas señalan que la WandaVisión ha vuelto a satisfacer a su público, y éste puede seguir consumiéndola con tranquilidad.

En sus capítulos finales, que no se han lanzado cuando termino de escribir este texto, WandaVisión podría aún considerar otro tema importante del presente: que lo virtual ha reemplazado a lo real hasta el punto de que cada uno de nosotros, si tiene un mínimo de privilegio, puede aislarse en su burbuja proverbial, desplazar su entendimiento del universo entero según sus preferencias religiosas o políticas hasta el punto de volverse incapaz de comprender cualquier punto de vista ajeno a ellas. Pero no creo que lo haga: la realidad virtual de Marvel tiene más dinero que la de cualquier ser humano individual, y esa barrera, al menos, sí que persiste, y es altísima.

 

Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego,  Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal

 

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Posted: February 7, 2021 at 9:14 pm

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