La tragedia del café de Coatepec
Alejandro González Ormerod
Aprovechamos que era cumpleaños de Natalia Lafourcade para ir a El Resobado y armarnos de las herramientas necesarias para tomarnos correctamente una taza de café. En esas partes de Veracruz, cualquier excusa es buena para ir por pan y sin duda por eso existe una foto de la cantante en esa famosa panadería antigua en el centro del pueblo. En blanco y negro se ve a la cantante sentada en unas escaleras de madera, guitarra en brazos, rodeada de pan y el hollín de las paredes. El entorno tiene un aire inconfundiblemente icónico, además de que los chamucos saben a mantequilla de verdad.
Cuando fuimos nosotros obviamente no estaba Natalia —aunque es vecina de esos lares— pero sí esas conchas de vainilla que relucían frente al fondo de estalactitas de brea negra; toneladas de azúcar depositadas ahí tras un siglo de tanto tragar pan.
Por supuesto que el pueblo no es famoso por su pan o siquiera por sus cantantes de voz empalagosa. La gente conoce Coatepec por el narcótico bebible que lo volvió tan atractivo al turismo, culminado con su nombramiento con el honorífico de Pueblo Mágico. Toda la actividad comercial del pueblo parece estar vertida hacia la promoción del café. En efecto, por eso nos habíamos desviado a El Resobado; necesitábamos con qué sopear a lo que habíamos venido. Por desgracia lo que encontramos fue mucho más lamentable de lo que uno esperaría descubrir uno en un sitio tan encantador.
Resulta que esa misma magia fue lo que acabó matando al café de Coatepec y, de cierto modo, al pueblo mismo. Los rigores del ritual cafetero cosmopolita han estrangulado a la cultura cafetalera tradicional y han convertido a Coatepec en una hermosa postal desalmada.
Desalmada pero aún con mucho corazón. Eso me quedó más que claro al entrar al expendio de un señor que portaba ropa oscura que resaltaba por la oscuridad de su pequeño bigote, negro como las paredes de El Resobado. Hay un esoterísmo impostado en Avelino que invita a dejarse intoxicar por los cafés que pide que caten sus clientes, tanto como si fueran vinos finos como cartas de tarot.
Don Avelino cree que hay que convivir con el café desde el primer contacto. Sirve sus cafés sin asa, lo cual tiene sentido pues, sí este está demasiado caliente para tocar con los dedos, sin duda lo va a estar para la bocota impaciente del comensal.
Mientras preparaba un brebaje para cada uno de nosotros en específico, nos contó de la suerte teníamos de estar viviendo durante el renacimiento del café. Yo no estuve tan seguro al ver su expresión. Más allá de la mueca que hacía por la quemada que se estaba dando conforme nos pasaba nuestras tazas —la filosofía libre de asas evidentemente era más para beneficio del cliente que para quien lo sirve—, dudaba de su apego a esta época de oro negro en la que supuestamente estábamos viviendo.
Sospechaba que él, como muchos de la zona, se hacía el contento porque a Coatepec le había ido muy bien en estos años de vacas flacas veracruzanas. Había pan qué comer y tiempo para hundirlo holgadamente en el café. Sorbo a sorbo, acariciados por el bochorno de la tarde, don Avelino desenredaba sus razones para matizar el triunfo de su pueblo.
En parte, el renacimiento cafetero coincidía con el respeto que Avelino le tenía al grano. Rechazaba sin chistar a aquellos que tuviesen la temeridad de pedirle endulzante o leche de la que fuera. Si le insistían, concedía un tarrito de azúcar viejo con hormigón; más bien castigo que servicio al cliente. Al expendio de don Avelino se venía a tomar café en serio y sin duda los esnobs que peregrinan ahí comparten esa actitud. El problema era que justamente con ese peregrinaje empezaban los sinsabores.
“Estábamos locos. Al principio queríamos vender café por pueblo”, dijo Avelino, hablando en plural, aunque no había otra alma en su pequeño expendio más que él, mis tres compañeros de viaje y yo. Lo habían hecho en son de satisfacer las necesidades de los clientes que llegaban buscando pureza, café sin cortar, impoluto por las mezclas de las grandes tostadoras transnacionales. “Vendíamos café de Xico, de Teocelo y de los otros pueblos del valle”, nos contó, “pero todos llegaban a pedir café de Coatepec porque a eso habían venido; aquí era dónde les habían dicho que era el bueno”.
Así que le servía diligentemente el café etiquetado “Coatepec” a quien así lo exigiera. El detalle era que ese café no era ni del pueblo ni del municipio homónimo sino una mezcla de todos los otros, nos confesó Avelino. “Ya no hay café de Coatepec”.
Al café de Coatepec lo consumió el éxito. En específico el éxito turístico que desató un boom que reemplazó con tiendas, casas y hoteles lo que alguna vez habían sido sus famosas fincas. La magia de Coatepec dependía de cierto modo de su soledad. Una isla sobre un mar de niebla que reflejaba a lo no tan lejos la saturación de luces de Xalapa. Ahora la niebla le refleja de vuelta su propia luz a Coatepec, deslumbrándonos cuando salimos ya noche del expendio.
Sentimos menos calor ahora que el café nos había hecho sudar un poco. Nos despedimos para cederle espacio a una nueva pequeña ola de clientes. Avelino los recibió igual que a nosotros, exclamando con deliberada sugestión: “Se antoja más bien una chela, ¿no?” Pero nadie le dio la razón. Todos habían venido por café de Coatepec y don Avelino, presa de su propio ensalzamiento del grano, se sentó a vender una imagen hablada pero aún así en blanco y negro, como la foto de Natalia, de un pueblo y su cosecha que ya hace rato habían dejado de existir.
Alejandro González Ormerod. Historiador y escritor anglomexicano, colabora en Letras Libres y Nexos. Es coautor de Octavio Paz y el Reino Unido (FCE, 2015). Actualmente es editor de El Equilibrista, columnista deLiteral Magazine y titular del podcast Carro completo, dedicado a la historia y la actualidad política. Twitter: @alexgonzor.
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Posted: March 10, 2021 at 7:13 pm
Que agradable lectura. Gracias por describir así a nuestro buen amigo Avelino.