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Notas sobre Roma, de Alfonso Cuarón

Notas sobre Roma, de Alfonso Cuarón

Miguel Cane

Un patio

Como la imagen que muchos retenemos de nuestra niñez: el patio que lo mismo es el Polo Norte que el Sahara, la jungla o el espacio exterior. Todos los patios de todas las casas. Así comienza Roma, el octavo largometraje del oscarizado y aun así rebeldón Alfonso Cuarón (1961); con el ritual doméstico de lavar las baldosas que conforman el patio-garage de la casa de una familia de clase media en la calle de Tepeji, en la colonia Roma Sur, en una ciudad de México que ya no existe.

Cleo (una formidable Yalitza Aparicio) es una empleada doméstica. Tiene unos veintipocos años (aunque es imposible adivinar la edad del personaje: a veces es una niña, otras, cuando observa su entorno,  manifiesta una sabiduría que desafía el tiempo) y junto con Adela (Nancy García García) se encarga de llevar la rutina cotidiana de la familia que conforman Antonio (Fernando Grediaga) y Sofía (Marina de Tavira), un médico del IMSS y su esposa, química de profesión y maestra de la asignatura en un bachillerato, que tienen cuatro hijos: Toño (Diego Cortina Autrey), Paco (Carlos Peralta), Sofi (Daniela Demesa) y Pepe (Marco Graf), cuyas edades fluctúan entre los 13 y los 5 años. Con ellos vive la abuela viuda, doña Teresa (Verónica García), y en septiembre de 1970 la existencia de todos es aparentemente –como el acto de lavar las baldosas del patio para deshacerse de los excrementos de Borras, el alegre perro de la casa– una rutina plácida y ordinaria.

Ese es el momento en el que Cuarón abre una ventana para asomarnos a ello, aunque no todo es tan bucólico como parece: de un modo similar a lo presentado en 1975 por Chantal Akerman en “Jeanne Dielman, 30, Quai de Commerce, 1080 Bruxelles”, la placidez doméstica es un barniz que se va quebrando en ciertas miradas, ciertos recovecos para dar paso a una realidad violenta y cruda: el embate de un mundo dionisiaco contra un refugio apolíneo.

Esta es una casa de mujeres y se advierte. He ahí a Doña Teresa, un tótem (incluso en su monumental tamaño) benevolente; a Sofía mamá moderna y ‘hip’, oscilante entre lo que se espera de ella ante la sociedad y lo que realmente anhela ser, y Cleo, que en su inocencia vigilante, que todo lo absorbe y retransmite, comparte con Sofía la crianza de los hijos y en cierta forma, siendo ostensiblemente una de ellos, es la más cercana al eco de la infancia, especialmente con Pepe y Sofi, los menores; ella es un elemento más cuando se sientan ante la televisión y ven Ensalada de locos o El show de Porky (“Lás-ti-ma que tér-mi-nó el fes-ti-val de hoy…”); ella los baña y los arrulla en mixteco, la misma lengua con la que comparte sus sueños e ilusiones con Adela, su “manita”, mientras acompañadas de una radio de transistores que filtra a José José, Estrellita, Juan Gabriel y Estela Núñez entre sus rituales: lavar la ropa, tender las camas, hacer la sopa. Pero hay algo en estas largas tomas en las que una silenciosa Cleo se mueve despacio, pero alegre: una complicidad con el espectador. ¿Es el lenguaje de la nostalgia? ¿Hay algo más?

Cleo intuye la naturaleza de los conflictos que se cuecen a fuego lento, como guiso en una olla, y que se van haciendo aparentes: el padre se ausenta de manera indefinida con un viaje a Canadá, los niños empiezan a crecer e incluso ella misma comienza a explorar su propia sexualidad y posibilidades en una relación con Fermín (Jorge Antonio Guerrero), un muchacho de lo que en un futuro será Ciudad Neza y que ha sido rescatado de la drogadicción por un programa de entrenamiento de artes marciales, que le fascinan –pero podrían ocultar un destino más siniestro, y paramilitar ,que solo una mera obsesión con el Kung-Fu.

Son estos dos momentos (la partida del padre y el primer encuentro íntimo con el novio) los que sirven como parteaguas para la narrativa visual de Cuarón. Si bien casi todo lo que vemos en la cinta está filtrado por la límpida percepción de Cleo, hay que reconocer que también hay otros momentos muy puntuales en los que la mirada que comparte pertenece a otro personaje, ya sea Sofía, o la abuela, alguno de los niños, o incluso el enigmático padre (cuyo enigma resulta ser ni más ni menos que la prosaica razón de ser del drama pasional tradicional mexicano: otra mujer y rupestres ganas de lo prohibido), y esto da un cariz distinto a los momentos vistos, que pueden ir desde chapotear en un charco de agua de lluvia y granizo, o correr por la avenida Baja California para llegar a Insurgentes, o un fellinesco incendio forestal cruzado con fiesta buñueliana y gente aristocrática que sorbe champagne y contempla cómo las llamas todo lo consumen, mientras que Cleo y el resto del servicio, son arrancados de su fiesta de servidumbre (Ecos claros de Las reglas del juego, de Renoir) para tratar de detener el siniestro.

Roma de Alfonso Cuarón se llevó el Golden Lion, el premio a mejor película, en el Venice International Film Festival.

Roma no es solo momentos reflexivos en primoroso blanco y negro; también es una sucesión de mínimos homenajes de Alfonso Cuarón, el cinéfilo adolescente, a los que le hicieron el cine en su pálida y temblorosa juventud. He ahí otro momento tomado casi verbatim de Federico Fellini: el pesadillezco embotellamiento que abre ‘8 1/2’ se recrea con detalle puntilloso en el túnel del Circuito Interior, con una Cleo que se estremece y asfixia con dolores de parto, observada desde otras ventanillas de vehículos paralizados igual que Guido Anselmi (Marcello Mastroianni); hay momentos que parecemos perdernos en los laberintos polifónicos de Robert Altman (especialmente en una escena candorosa y clínica simultáneamente, donde presenciamos la muerte de una recién nacida en medio del pánico y el caos de un hospital del Seguro); hay guiños amorosos a Bergman, a Polanski, a Tarkovski. Cuarón educa al ojo del espectador con referencias entre las referencias pero sin perder nunca las dos vertientes de su narrativa: el microcosmos de la familia que es el sucedáneo de nuestra infancia setentera,  y el macrocosmos: esa ciudad de palacios cinematográficos y tranvías, que ya no existe, pero de un modo u otro, Cuarón resucita de un modo extraordinario, como un acto de magia.

Todos tuvimos una Cleo en nuestra vida si fuimos mexicanos de clase media en esa época; ese misterioso matriarcado de mujeres que hablaban en otro idioma y que, sin embargo, nos hablaban con el corazón. Yalitza Aparicio literalmente asciende al cielo (como Emily Watson vestida en la piel de Bess MacNeill en Rompiendo las olas); es la representación del amor calladito, e incondicional. Marina, por su parte, es mucha Marina (pero Marina de Tavira, siempre es mucha Marina, anyhow, y esto no es una falta de respeto, es la verdad: si no, recuérdenla en La anarquista, de Mamet); así está la bestial escena del cachetadón que nos recuerda que, en la madre (literalmente), esto es real. Las dos caras del amor maternal que van y vienen, pero se unen de un modo inextricable.

Roma es una película femenina llena de amor y, al mismo tiempo, es un reflejo crudo de cómo es la vida, no importa si es 1970 o esta mañana. Y aquí vamos. Cuarón la retrata en blanco y negro, luces y sombras, pero yo vi color; oí cosas que conocía, que viví. Yo fui ese niño. De un modo u otro, los espectadores éramos ese niño, Pepe (Marco Graf) en su batita del kinder y sus sueños. Ese niño a la orilla del mar embravecido que presencia lo que puede convertirse en un parpadeo, en una tragedia.

Roma desafía la objetividad porque su lenguaje es amor. Y no estamos acostumbrados a películas que usan el amor como su idioma total, como The Fisher King, de Terry Gilliam, o Il Gattopardo, de Visconti. Y sí, Roma está a ese nivel. Sé que no faltará quien la acuse de ser clasista, autocomplaciente o incluso condescendiente y pasivo-agresiva. Quizá. Sé que a Ayala Blanco lo dejó tibio. Y puedo respetar eso. Pero aún por lo mucho que yo quiera y admire al tlatoani de mi oficio, yo sé reconocer lo que me mueve, lo que me hace sentir un canijo nudo en la garganta y esta película lo hizo con la simpleza con la que uno se pone a lavar las baldosas de un patio, para retirar el excremento del perro. Y entonces están las baldosas limpias para convertirse, como esta película, en un ritual del que solo somos parte el espectador y el creador, en este caso, Alfonso. Que fue un niño como yo. Y a quien quisiera poder abrazar para decirle que, ingrato, cabrón, me hizo volver a un tiempo al que ya no puedo. A unos amores que ya no existen. Y esa es la esencia de su Roma.

 

Miguel Cane es autor de la compilación Íntimos ensayos y de la novela Todas las fiestas de mañana. Es colaborador de Literal. Su Twitter es @aliascane

 

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Posted: September 9, 2018 at 8:41 pm

There are 3 comments for this article
  1. Dulce Maria Rangel at 9:08 pm

    Hermosa reseña de una maravillosa película. Comparto la nostalgia de aquel Mexico, de las sutilezas rutinarias, de los ambientes hogareños. Gracias.

  2. Pingback: ¡Goya! ¡Goya! ¡Cachún! ¡Cachún! | Lingüística y Educación

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