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De la pobreza y la virtud
COLUMN/COLUMNA

De la pobreza y la virtud

Andrés Ortiz Moyano

No sé si fue Voltaire quien dijo que la incertidumbre es siempre una postura incómoda. Es curioso; a pesar de nuestra extraordinaria tecnificación, a pesar de nuestros profundos conocimientos en artes y ciencias, y a pesar de alcanzar altísimos índices en riqueza global, salubridad y alfabetización (se considerarían quiméricos hasta ayer), existen aún escenarios en los que, ay, nuestras certezas se derrumban como castillos de arena en la orilla.

Este bíblico 2020, por catastrófico, pandémico, apocalíptico y calamitoso, nos ha enclavado en un estado de constante incertidumbre desde aquel fatídico mes de marzo. El coronavirus, a fuer de incierto, ha trocado entusiastas anhelos de progreso por primitivos miedos hasta el punto de llegar a temer por nuestra propia supervivencia, o por la necesidad de modificar nuestros hábitos de consumo… que quizás venga a ser lo mismo.

Es la incertidumbre que, sin embargo, a modo de pandemia ya es en sí una certeza. Una certeza de lo terrible, de lo ominoso, de lo falible, a pesar de lo paradójico de este aforismo. Y es que las incertidumbres tienen la certeza de estimular la aceleración de los tiempos. Y la COVID-19, más allá de un terrible azote bubónico, se ha destapado como un indefectible dinamizador de nuestro entorno.

Uno de los atlantes de este mundo más sensibles a la incertidumbre es la economía. No hay coloso más apegado a la tranquilidad que la economía, sea en macro o en micro; y ahora el titán de los caudales aparece cautivo en una jaula de incertidumbre kryptoniana. Pero, me pregunto, despojado de cualquier frivolidad, si somos del todo conscientes de la necesidad de asumir decisiones profundas, cuando no vitales y drásticas, en lo económico. De hecho, los gobiernos de medio mundo debaten sobre qué medidas son las más necesarias para reconstruir Roma tras el paso de las huestes de este Alarico viral; planificando desde fondos de reconstrucción de cifras estratosféricas hasta ingresos mínimos vitales para los ciudadanos.

Porque, en efecto, el riesgo de pobreza crónica es del todo cierto. ¿Cómo es posible en este mundo tan tecnificado y capaz?

El hecho es que ya arrastrábamos la amenaza creciente de una pobreza endémica, honda. Las muchas y variadas propuestas e iniciativas para mitigar sus estragos en las últimas décadas en unos y otros países no han dado, en la mayoría de los casos, el resultado previsto. Hasta el punto de considerar real el peligro de una cultura de la pobreza, como ya teorizó el antropólogo Oscar Lewis. No en vano, existen amplios grupos de la sociedad que apenas tienen oportunidad de prosperar. Segmentos demográficos se ven obligados a asumir su condición de pobre porque, sencillamente, saben que se van a morir igual de pobres; independientemente de lo que hagan o no en la vida.

Estas realidades provocan, a lo largo de los años y de la confirmación de los status quo, reacciones en estas comunidades como la desconfianza hacia las autoridades, el descarte de pensar a largo plazo, la abstención por una competitiva educación infantil o, cómo no, el incremento de afinidades hacia populismo y otros movimientos perjudiciales, entre otros.

Veámoslo desde otro prisma. Los datos demográficos alertan de que, en las sociedades occidentales, las generaciones más preparadas en lo académico, apenas subsisten con sueldos mínimamente dignos pagados por empresas, a su vez y en la mayoría de los casos, incapaces de enriquecer a su entorno por las tenazas ideológicas de ciertas políticas económicas de estados cada vez menos ágiles. Llámenlo orgía infinita de impuestos si gustan.

¿Existen soluciones? Una vieja propuesta está ahora encima de la mesa y se presenta en mitad de un debate cáustico y casi guerracivilista: el ingreso mínimo vital. Lo cierto es que su naturaleza, entendida y asumida, deja pocos argumentos a sus detractores. Pues no se trata de establecer una paga lastimera, un óbolo que sirva al pícaro de invitación a la molicie o al fomento de la economía sumergida. Aunque el riesgo esté siempre ahí. Más bien es un complemento necesario para esas haciendas individuales que, aun cumpliendo todos los requisitos de empleo, esfuerzo y honestidad, sean incapaces de crecer en prosperidad. Tampoco es un torpedo izquierdista y antiliberal; de hecho, se trata de un viejo anhelo de grandes países liberales. Sin ir más lejos, la administración Reagan, ningún soviet precisamente, trabajó en medidas muy similares tras detectar los estragos de la pobreza en los Estados Unidos de los 80.

Los fondos de reconstrucción post-covid que se están perfilando corren el riesgo mortal de pecar de cortoplacistas, cuando el problema real está en segunda línea. Este es el verdadero papel del estado del bienestar: un ente solvente y servicial, a la par que sostenible y responsable. Debemos ser optimistas basándonos en datos y en la confianza del sentido común. Valga como ejemplo, el reciente logro de la Unión Europea que, tras jornadas maratonianas de negociación, se han puesto de acuerdo ni más ni menos que 27 países casi antagónicos entre sí para regar con 750.000 millones de euros el Viejo Continente. Curiosamente todos están contentos, al menos en apariencia, y mientras descubrimos quién miente en el habitual Cluedo de Bruselas, los europeístas podemos felicitarnos por este pacto tan histórico como necesario.

Pero es que estas medidas representan una cuestión de extrema importancia, de nivel conceptual, de base, de razón de ser. Nos estamos jugando, si me apuran, la propia supervivencia de la especie. Hace falta comprender, que en esta sociedad global infantilizada e inmadura, el éxito de estas iniciativas es del todo necesario. La situación es en extremo grave; los sistemas en los que se estructura nuestra sociedad son complejos e inabarcables. Empeorados aún más en este nuevo escenario…

Eppur si muove.

Quizás siendo en exceso optimistas, podríamos plantearnos que esta pandemia servirá para acelerar reformas necesarias que hasta ahora vislumbrábamos en el horizonte pero que nos enervaba acometer. Quizás nos pueda servir para encarar con renovada motivación esta desafiante y distópica nueva normalidad. Con justicia y sostenibilidad real a base de oportunidades reales en pos del bien común, que diría Francisco de Vitoria.

Porque precisamente en la necesidad está la oportunidad de redoblar una apuesta por el humanismo, la democracia y la libertad. De forma real y contundente. Y ese prurito, cuando arrecia la tormenta, es una virtud.

*Imagen de Wolfgang Lonien

Andrés Ortiz Moyano, periodista y escritor. Autor de Los falsos profetasClaves de la propaganda yihadista; #YIHAD. Cómo el Estado Islámico ha conquistado internet y los medios de comunicación; Yo, Shepard y Adalides del Este: Creación. Twitter: @andresortmoy

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Posted: July 29, 2020 at 9:17 pm

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