Poetry
ARRIBO

ARRIBO

Jesús Barquet

Domingo de Resurrección, 11 de abril, 2004: Bote. Las doce del día. Dejo atrás el Pan de Matanzas y entro por la playita abandonada del Mariel. El sol, rojo y sin nubes. Me quedo en el bote vaciándolo. Salto: Dicha grande. “Ahora en mi patria piso en tierra firme”, me digo recordando la balada del viejo marinero inglés, aunque para mis pies ya toda tierra sea leve. Comienza la tarde mambí. A zapato nuevo, bien cargado, solo por la paulista avenida rumbo al poblado de Al-Adn. A ambos lados, yaya de hoja fina, majagua de Brasil y cupey de piña estrellada. También el ateje, de copa alta y menuda, de parásitas y curujeyes; el caguairán, el palo más fuerte de Cuba; el jubabán, de fronda leve; y la yamagua, que desestanca la sangre. Para masticar le arranco una hoja untada aún de rocío. En el monte, lejos, se oye a los coyotes aullar.

De pronto, al frente, un asno amarrado a un jigüe grueso, voces firmes, armas y ropa sobre la hierba: tres jóvenes esbeltos, agua al muslo, en un riachuelo. Expuestos a la luz sus torsos y atributos privados. Entro en guardia, observo, especialmente a uno. Sobresalto: Picha grande. La legendaria guerrilla de Albornoz: Sileno el Joven, Glauco el Favorito y Leregas el Cadete en todo mayor. También me reconocen ellos. Salen del agua y rápidos se acercan por una vereda sombreada de plátanos y utensilios sin uso. “Mirad mis manos y mis pies: soy yo”, les digo. Contento general. Sileno, el siempre fiel, enternecido me llama su Jefe: “Hemos seguido sus signos. Estamos a su entera disposición.” Lo abrazo. Húmedos me abrazan, me besan todos. Gente graciosa, bien dotada, de buena cepa. Tu plan se va cumpliendo, Padre: “Y circularán en torno a ti muchachos que tendrán para siempre la misma edad; al verlos los tomarás por perlas esparcidas.” La sangre comienza a fluir. “¿Y los otros?”, pregunto. “Siete se nos unirán aquí en la mañana, Farraluque entre ellos; y María de Magdala nos esperará en su templo de la medina —me responde Leregas—. Sabemos que merodea por aquí un batallón enemigo y que algunos civiles lo apoyan, pero ya hemos variado la formación y el plan de avance, así que podemos fácilmente ignorarlos.”[1] Les pido tratarme como a un camarada más. Con entusiasmo me ayudan a despojarme de arma y vestidura y dejarlas con las de ellos. Somos gimnosofistas.

De ojos resplandecientes, el bello Glauco, a quien Albornoz más amaba, me observa silencioso. Es el más joven, apenas pasa los veinte, pero en nada es menor. Seco de carnes, dulce de sonrisa, no cambia la mirada. Tampoco yo. Le pido seguirme y nos tendemos a la intemperie, en yaguas: su cabeza morena recostada sobre mi pecho, mi mano sobre su turgente chagualón germinativo. Venas y arterias se definen. Aroma de incienso y mirra. Leregas, el de pisar ligero, se nos suma con su columnaria, tronitonante generosidad. Buscando participar, nos postramos ante ella: “Pudieras ser un dios muy superior al que hasta aquí nos trajo —explico, pero Leregas ya sabe—. Creado ha sido el hombre a partir de una gota de tu esperma eyaculada.” La sangre es ya Heredia: un Niágara. Ardiente, Leregas nos unge boca, rostro, manos, pecho, y el espacio se llena de su olor a romero. Sileno abandona la guardia de rutina, baja del asno: “No hay nada que temer”, dice, y sabiamente nos asegura el relevo. “Paulicéia desvairada, palo fuerte también”, comenta Glauco, safado, dejándose ser y hacer. ¡Qué luz, qué aire, qué lleno el pecho, qué ligero el cuerpo antes angustiado! Brota de la tierra un hilo primordial de agua viva, “donde seremos inmortales”. Unas horas después, satisfechos, cenamos también sobre la hierba: puerco asado con yuca y plátano, moro de habichuelas negras, hojas de parra rellenas. Olor a culantro, nuez moscada y orégano. De bebida, kafur; de postre, plátanos al caldero; de sobremesa, los ojos taciturnos de Glauco, que me dan más que todo lo que el mundo pueda regalarme y que deben repetirse en todos los crepúsculos y todas las auroras. Y mientras se pone el sol, levanta Sileno el caramillo que perteneció a su padre y canta cómo unas naciones recién formadas se asombran de ver brillar el sol, caer la lluvia purificadora y disiparse las nubes que las mantenían a oscuras. “Un tema —le digo— digno de nuestro Virgilio.” Venus se asoma. Glauco se resiste a cerrar los ojos. Me mira. Leregas nos asegura que no necesitaremos la lámpara de aceite de olivo utilizada en la víspera: “Ya podemos dormir en paz. Mañana estaremos juntos los Doce en Al-Adn.” Bajo nuestros cuerpos tendidos de Oriente a Occidente, reposa al fin toda la tierra regada de leche fresca y miel; encima, todo el cielo. Ahora somos libres, iguales. Alas nacer veo en los hombres: pájaros de más alta guerra. Paz y amor veo esculpirse en oro y recio marfil.[2] Nos cae, de golpe, la inmensa noche mambí.

[1] A veces sucede que se marcha sobre un territorio no solamente sospechoso, sino tan hostil que se puede esperar un ataque en cualquier momento. En tal caso, para mayor seguridad, es necesario variar la formación y avanzar ordenadamente, para que ni el elemento civil ni el ejército enemigo puedan causar daños por imprevisión nuestra (Nicolás Maquiavelo).

[2] La relación sexual sin amor es como el hambre o la sed. Se trata de satisfacerlas, pero nunca llegan a producir un resultado noble; en cambio, gracias al Amor la diosa hace brotar la amistad y la unión íntima, eliminando la sensación de hastío (Plutarco).

BarquetJesús J. Barquet (La Habana, 1953) es poeta y ensayista. Es también profesor de la New Mexico State University, en Las Cruces, ciudad donde reside desde 1991. Ha publicado los libros de ensayos literarios Consagración de La Habana (1991), Escrituras poéticas de una nación: Dulce María Loynaz, Juana Rosa Pita y Carlota Caulfield (1999) y Teatro y Revolución Cubana: Subversión y utopía en “Los siete contra Tebas” de Antón Arrufat (2002); así como los poemarios Sin decir el mar (1981), Sagradas herejías (1985),Ícaro (plaquette, 1985) y el El Libro del desterrado (1994) entre otros.


Posted: August 18, 2016 at 9:53 pm

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