Essay
Los niños verdes de Woolpit
COLUMN/COLUMNA

Los niños verdes de Woolpit

Alba Lara Granero

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Los encontraron en el bosque, en uno de los hoyos que habían cavado para cazar lobos. Eran un niño y una niña. Por lo que se parecían, adivinaron que eran hermanos. Tenían los mismos ojos, la misma expresión de miedo en sus bocas, la piel del mismo color asombroso: verde. Hablaban una lengua desconocida e incomprensible. Así que, por más que les preguntaban de dónde habían salido, aquellas criaturas eran incapaces de saciar la curiosidad de los habitantes de Woolpit, el pequeño pueblo inglés donde habían aparecido.

Aun así, los recibieron con hospitalidad. Les dieron techo y calor; les ofrecieron comida. Pero los niños verdes rechazaban todo alimento. Como consecuencia, con el paso de los días, empezaron a mostrar signos de desnutrición. Aunque hay que decir que algunos habitantes de Woolpit ya habían asociado el color verde de los niños con su posible mala salud. No en vano habían observado que los rostros de algunas jóvenes adquirían una palidez verdosa cuando se enamoraban y dejaban de comer. Pero estos síntomas, si es que se los causaba la misma enfermedad, eran de un tono esmeralda que no habían visto nunca. Quizás un caso extremo. O podía ser que los niños se hubieran caído de la Luna. O de otra región desconocida de la Tierra. O quizás eran enviados del diablo, al que a veces le gustaba vestirse de verde. El caso es que no comían y la amenaza de la muerte los acechaba. Pedían algo, pero ¿quién iba a entender la algarabía que hablaban?

Un día, cuando un campesino de Woolpit volvía de su labor cargando un saco de habas, los niños se abalanzaron sobre él. Palparon las vainas con voracidad en busca de algo que no consiguieron encontrar. El campesino, iluminada su intuición, abrió la planta con sus manos y ofreció a los niños su fruto, que devoraron con regocijo. El pueblo respiró aliviado y rio divertido ante las preferencias culinarias de los niños. Durante varios meses, los niños verdes se negaron a comer otra cosa que no fuera habas. Después, según cuentan, accedieron a diversificar su dieta con algo de pan.

Los niños fueron perdiendo su color verde al tiempo que aprendían inglés. Con el dominio de la nueva lengua, pudieron explicar a los habitantes de Woolpit que procedían de una tal Tierra de San Martín, de la que nadie había oído hablar, donde todo era verde. Pero no comprendían cómo habían llegado hasta aquel pueblo. Algo les sonaba de haberse adentrado en una cueva. Recordaban haber estado pastoreando las ovejas de su padre cuando, llevados por el sonido de unas campanas, habían aparecido en Woolpit. Su tierra era también cristiana. La luz, sin embargo, era distinta a la de Inglaterra, pues la poca que alcanzaba los campos era tenue como la del atardecer de invierno. Sin embargo, sabían de la existencia de lugares más luminosos, pues más allá del gran río que atravesaba la tierra de San Martín se veía la claridad.

Por las dudas, los bautizaron. El hermano murió poco después—aunque hay quien dice que murió antes de recibir el bautismo, para incertidumbre de su alma—y la hermana creció fuerte, perdió el color verde y se casó, mimetizándose con los locales—aunque cuentan que siempre tuvo una disposición arrogante y lujuriosa.

La historia de estos niños comehierbas que venían de una tierra verde donde todo era verde y verde era incluso su piel está recogida en dos crónicas medievales: la Historia rerum Anglicarum de William de Newburgh y la Chronicum Anglicanum, de Ralph de Coggeshall, dos de las principales fuentes de la historia medieval inglesa. Ni William ni Ralph vieron a los niños verdes; ambos escribieron lo que otros les habían contado. La Historia medieval recibía con entusiasmo las situaciones maravillosas, los milagros, las exageraciones y lo inexplicable, aunque siempre con el deseo de datar cronológicamente los eventos. William de Newburgh nos dice que el hallazgo de los niños verdes sucedió durante el reinado de Esteban de Bois, entre 1135 y 1154.

El misterio de esta verdosa aparición ha espoleado la imaginación de muchos autores posteriores. Los niños verdes han sido considerados una engañifa, identificados en la Luna o convertidos en hadas. Incluso hay secuelas de la historia que no nos pillan tan lejos. Mi favorita es la de Herbert Read, quien en Los niños verdes narra cómo el presidente de la ficticia república de Roncador finge su muerte para regresar a Inglaterra y reencontrarse con Sally, la “niña verde”, con quien viaja a su tierra de origen a través de un río que fluye a contracorriente.

La crítica también ha propuesto todo tipo de explicaciones para el verdor de la piel de los niños de Woolpit. Algunos creen que William de Newburgh incluyó esta historia afectado por el trauma de la invasión normanda en los territorios anglosajones y las revueltas que ocurrieron entre 1135 y 1153, un periodo que un cronista describió como el tiempo en que “Jesucristo y sus ángeles estaban sumidos en el sueño”. En ese contexto, los niños podrían representar a los normandos, que, aunque provenientes de otro mundo, pronto olvidarían sus orígenes para asimilarse entre los ingleses. Ralph de Coggeshall, por su parte, tal vez incorporó la anécdota en su obra como una advertencia racista sobre los peligros del “Otro” durante la Cuarta Cruzada.

En un intento de diagnosticar retrospectivamente, algunos académicos han dicho que los niños sufrían de clorosis, un tipo de anemia que deriva su nombre precisamente de la palabra griega para “verde”, khlōrós. Aunque según otros críticos, esa teoría no tiene ni pies ni cabeza porque la clorosis, también llamada enfermedad verde o de las vírgenes, se la inventó en el siglo XVI un médico llamado Johannes Lange y de ningún modo volvía a la gente verde.

Lo cierto es que la leyenda de los niños de Woolpit sigue sin resolverse. Como si de un romance medieval se tratara, pervive en muchas versiones. Las contradicciones de la oralidad, ahora también plasmadas por escrito, no hacen sino enriquecer literariamente la historia. Yo misma tuve mis propias reacciones al leerla. Pensé que Pitágoras, otro célebre comehierbas, que ya ha pasado por esta columna, se habría horrorizado al enterarse de que los niños verdes se alimentaban de habas, pues, aunque recomendaba una dieta vegetariana, desaconsejaba el consumo de esta leguminosa tanto como el de la carne humana. Por otro lado, pensé: “claro que son verdes; de lo que se come se cría”. Al fin y al cabo todos sabemos que los comehierbas acabaremos convirtiéndonos en un pepino. Un proceso de metempsicosis en vida que, por otro lado, hubiera fascinado al propio Pitágoras. Esta mañana, de hecho, me ha parecido que mi cara estaba un poco más aceitunada que ayer.

 

Alba Lara Granero (El Pedernoso, 1988) es escritora y filóloga. Graduada del MFA en escritura creativa de la Universidad de Iowa, sus ensayos han sido publicados en Iowa LiterariaEl PaísEl Estado Mental y Literal entre otras revistas. Actualmente es candidata a doctora por Brown University. Twitter: @a_laragranero

 

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Posted: August 21, 2024 at 8:03 pm

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