Murmullos de la vida ulterior
David Miklos
Este año se cumplieron 60 de la aparición de una grabación icónica: las Variaciones Goldberg de Bach, a manos del entonces joven Glenn Gould, su disco debut. Nacido en Toronto, Canadá, en 1932, Gould tenía escasos 22 años cuando se sentó ante el piano en un estudio de la calle 30 de Nueva York, mejor conocido como “La Iglesia” y perteneciente a la disquera Columbia o CBS.
El sello bajo el que apareció dicha ópera prima se llama Columbia Masterworks Records (es el ML 5060, para más señas) y su apuesta siempre ha sido la misma: grabar y producir obras maestras. El resto, como se dice, es historia. Gould se convirtió en una sensación: un intérprete que era, en realidad, un creador. Entre muchas de sus excentricidades, la más notable es que abandonó las salas de conciertos: no toleraba a la audiencia.
Y, decenas de discos después del primero, en 1981 se sentó a grabar de nueva cuentas las Variaciones Goldberg de Bach, aparecido con el número M 37779 del renovado sello CBS Masterworks. Tal fue el CD que, hoy por la mañana, elegí para que me acompañara en mi subida a Santa Fe, allá donde se encuentra mi cubículo de trabajo.
En la portada, Gould, aún de 49 años, luce casi dos décadas mayor, su cara habitada por el paso del tiempo, la experiencia y la música toda. La segunda grabación de las Variaciones Goldberg de nuestro pianista dura 55 minutos con 18 segundos y no la pude escuchar completa, porque mi viaje duró menos de media hora, aun menos de 38 minutos con 34 segundos, que es lo que dura la primera grabación de las Variaciones Goldberg (y que, llegado al estacionamiento del lugar en el que trabajo, podría haber terminado de escuchar ya inmóvil).
Una de las gracias de Gould, además de ser un pianista que reinventó el barroco (y luego el clásico en su paso al romántico: su ingenioso juego con las sonatas de Beethoven luego es una afrenta para muchos), es que emitía murmullos a la hora de tocar, otras notas, más humanas, que no aparecían en la partitura pero sí quedaban grabadas para siempre en la memoria sonora de la cinta, luego del disco, finalmente del MP3.
A quién o a qué le murmuraba Gould siempre será un misterio (igual que siempre será un misterio, aunque algo molesto a ratos, a qué le gime Keith Jarrett, otro notable, cuando improvisa al piano), si bien luego uno quiere pensar que se trata de una suerte de mantra o de comunicación con lo divino.
Apagué el coche y, con ello, el aparato de sonido antes de alcanzar la variación 20, fui a mi cubículo, luego al salón de clases. Cuando regresé a mi cubículo, una noticia comenzaba a construirse: Prince había muerto. Tenía 57 años (7 más que Gould, que murió poco después de cumplir los 50). Pensé, entonces, en el disco que no me había llevado conmigo a la oficina, sobre todo porque no habría podido ponerlo en el aparato de sonido del coche. Un disco que compré en el Gran Bazar del Toreo cuando aún tenía 13 años. Corría el icónico año de 1984 y, aún no lo sabíamos, el Gran Hermano ya nos miraba (Prince ya le había dedicado un disco a 1999, en 1982, para bailar antes del fin del mundo). Había escuchado una de sus canciones, que abría con un órgano y luego con la voz de una especie de ministro del funk que nos llamaba, antes de que la canción estallara, a celebrar la difícil existencia y a no dejarnos controlar antes de llegar a la apacible vida ulterior. Un momento antes del primer rasguido principesco de guitarra, el ministro del funk nos dice “And if de-elevator tries 2 bring u down/ Go crazy – punch a higher floor”.
Y se hace la luz.
Una luz morada, como el vinilo de Purple Rain, que liberé de sus dos fundas, con mucha emoción, antes de ponerlo en la tornamesa.
¿Por qué me gustaba tanto Prince?
En primer lugar, por la carnalidad de su música, que era una especie de Marvin Gaye en esteroides. En segundo, porque era la antítesis del Thriller de Michael Jackson, que para ese entonces no había dejado de sonar ni un instante desde su aparición en noviembre de 1983 (a mí me gustaba el Jackson de Off The Wall, una obra realmente maestra).
Prince me acompañó en muchos de mis despertares, varias de sus canciones me resultan fundamentales, incluso aquella que él compuso y otra voz, femenina, canta: “Nothing Compares 2 U” de Sinéad O’Connor.
Nacido en Minneapolis, Minnesota, en 1958, Prince Rogers Nelson supo hacer un hito de su calidad de underdog.
Se convirtió en Prince. Luego en un signo. Finalmente en Prince, de nuevo.
Las Variaciones Goldberg siguieron su curso cuando encendí el coche. Y descubrí, en los murmullos de Gould, un canto a la vida ulterior, a la que ahora se sumaba Prince. El disco terminó. Y comenzó de nuevo.
Llegué a la vulcanizadora, apagué el coche, cesó la música. En el taller sonaba el radio. Anunciaban lo que yo ya sabía. Y eligieron, a manera de homenaje y de forma inmejorable, “1999”, si bien yo escuché, muy claramente, “And if de-elevator tries 2 bring u down/ Go crazy – punch a higher floor”.
David Miklos es autor de La piel muerta, La hermana falsa y La gente extraña, así como de Miramar, entre otras novelas. Actualmente es profesor asociado de la División de Historia del CIDE, en donde se desempeña como jefe de redacción de la revista de historia internacional Istor. Es columnista de Literal. Su twitter es @dmiklos.
Posted: April 25, 2016 at 9:33 pm